jueves, 27 de junio de 2013

EL NOBLE AVENTURERO MARQUÉS DE BARINAS.



         Amigos invisibles. La verdad es que  en Venezuela han ocurrido cosas extrañas durante todo el desarrollo de su existencia, que por boca de algunos se relataron con criterios propios o convencionales, y valga aquí hacer señas sobre el paso de personajes que llenaron de angustia los tiempos históricos, al extremo de dejar sentado un precedente de incertidumbre o de capacidad en cuanto a sus ejecutorias, siendo propicio el recuerdo en este paseo de aquellas vidas que forman parte de la Historia, o sea de Simón Bolívar, por ejemplo, del cual tanto conocemos y lo que seguiremos indagando o descubriendo a lo largo del tiempo, o la diversa actuación de Francisco de Miranda, tan universal que se contiene en numerosos tomos  aferrados a la verdad o a esa permanencia compleja en el mundo ilustrado de su época, y hasta en este discurrir tan reciente otro ser digno de estudio pormenorizado y barinés de cepa ha conmovido el mundo en el sentido de lo noticioso espectacular que medrara entre el absurdo y lo quijotesco de burla, que ambos términos se diferencian, para mantener en permanente emoción o suspenso de noticias híbridas y en el desasosiego a buena parte de aquellos que medio leen, apenan entienden y a ratos saben escribir. Pero entre ese mundo de idas y revueltas en que encontramos a personas de leyendas y que transitaron por estos montes colombinos, dejando su impronta y el recuerdo imborrable a más allá de cualquier frontera que se puede escoger, existe alguien que si bien no naciera en la tierra venezolana sí tuvo mucho que ver con ella, tanto en el acopio de sus acciones y pasiones, como en el trabajo ejercido en este clima tropical y porque además fundó familia en lo que se llamaba pomposamente Gobernación y Capitanía General de Venezuela, a la cual dedicó muchos estudios de valía y verdadero interés que compartiera hasta en los cenáculos reales madrileños que posteriormente visitara ya establecido en esa Corte y donde dio a entender sus múltiples conocimientos levantados a base de análisis, capacidad y calificación conclusiva.
            Pues bien, para desvelar la estatua mental de quien me refiero, valga decir que Gabriel Fernández de Villalobos y de la Plaza fue un aventurero por excelencia y crítico de su tiempo que le tocó vivir mucho y profundo, de donde tuvo oportunidad de conocer medio mundo de lo interesante para el espacio con poco explorar del siglo XVII  y que por circunstancias del destino, de hijo conquense provinciano y por tanto castellano manchego, mediante esfuerzo propio y claro con inteligencia suficiente logró ir escalando posiciones no solo en ultramar, sino que por su don de gentes y altivez demostrada llega a codearse en Madrid con lo más granado de aquel tiempo para acercarse al propio Rey en apoyo y consejo de su sabiduría. Nacido en Almendros (Cuenca, 1642), tierra de casas adosadas hacia el cielo, con una estructura que impacta y en tiempos del monarca Felipe IV, es hijo de los vecinos Pedro y Francisca, naturales del lugar, que son “familia acomodada” pero de escasos ingresos,  mas para enrumbarse en la vida y superar cierta crisis de origen, desde muy joven prestará servicios al Rey, que se suponen de poca monta. Mas como con ello no bastaba para atender sus aspiraciones y a sabiendas de la riqueza que corría en América (Indias), a fin de iniciar el periplo fantástico de su vida en 1654 aborda un barco cualquiera mientras cruza el Atlántico para aprender las faenas marítimas, y luego trabaja de mayoral en cierto ingenio azucarero de las Antillas, siendo vendido en tantas revueltas como esclavo blanco en la isla inglesa de Barbuda (norte de Martinica). En este arduo quehacer explotador tiene la suerte de evadirse para servir de marinero o grumete, confidente, tabernero, y más tarde de traficante de cautivos por el ávido mercado holandés de Curazao, cosa común en ese entorno marítimo, y hasta conviene ser agente contrabandista, que sí le mejora el bolsillo, porque en el caso de Venezuela gran parte del comercio de escala se hacía a través de este negocio fraudulento, por encima de las leyes que pudieran existir para su castigo. Sirviendo de soldado tuvo la fortuna de no perecer bajo las aguas porque más de una vez naufragó (cinco en total, según escribe, siendo la última frente al litoral brasileño, en 1663, donde cae prisionero) salvando la vida, y en fin, allá en la Barbuda esclavista unos comerciantes neerlandeses avispados se dan cuenta de su valer, de donde lo rescatan por dinero con el acuerdo que colabore como intermediario en turbios negocios establecidos entre Curazao y la costa de Venezuela o más allá, tan activos como la trata humana, el comercio del cacao, tabaco y otros de pingue remuneración. En el Curazao holandés y a poca distancia de la costa coriana en 1672 establece una agencia de comercio o factoría propia que al ser ampliada con representantes abarca actividades iniciales en Venezuela (Apure, Orinoco y zonas de influencia), Cartagena de Indias, Panamá, Santa Marta, Maracaibo, Valencia y San Felipe (sitios estos últimos que por cierto ocupará años después la dinámica Compañía Guipuzcoana), y hasta en el deambular que sostiene este dinámico y observador hombre de visión negocial viaja por África subsahariana, zona costanera en que adquiere negros encadenados y al mejor postor para vender en el Caribe.
            Es en dicho medio donde desenvuelve su capacidad  para el lucro,  lugar propicio a fin de ampliar sus conocimientos y la viveza generosa en la actividad de compra y venta, por cuyo camino puede destacarse con suma rapidez en cuanto le compete, para ampliar sus visitas en el sentido de las ganancias hasta al munificente virreinato del Perú por vía de Panamá (1671), en dos oportunidades, y se sabe que vino a Venezuela en este tiempo entre 1663 y 1668, lo que abarca cinco años de experiencia interiorana, y luego entre 1672 y 1675, cuando se enfrenta al gobernador Francisco Dávila Orejón (1674), quien le insinúa viaje a Madrid en sus reclamos, lo que suma ocho años de vivir por estas tierras continentales cuyo eje central era Caracas, mientras con prolija paciencia y dado que era culto y leído de su tiempo, fue tomando apuntes para reunir gruesos tratados de diversas categorías (geográfico, económico, social, etc.), que luego lleva a España para el buen conocimiento de la corte y allegados. Habiendo hecho fortuna en este quehacer constante viajó luego con esmero por Maracaibo y Caracas, adentrándose a través de los caminos reales en las extensas planicies o llanos caraqueños ya poblados de ganado, como el caso de la rica región de Barinas que ha debido extasiarlo en la oportunidad de nuevos negocios y que nunca olvidaría. Y hasta se dio el extremo que permaneciendo en la Caracas frailuna y dicharachera a la usanza andaluza, su corazón fue herido mediante el fuego del amor romántico, por lo que el influyente Don Gabriel sin tardanza contrae matrimonio con la que supongo hermosa de su tiempo doña María Madera de los Ríos, a quien con prontitud lleva a vivir en la opulenta Barinas, donde  al momento mantiene su cuartel general de actividades llenas de prosperidad y ambición.   Pero ese mundo no quedaba hasta allí, pues con los apetitos que mantiene no solo de comerciante pronto se interesa  en la política local y favorece el tráfico clandestino de bienes que, por ejemplo, salen hacia Maracaibo por vía del serrano Trujillo, en medio de una intriga local que lo favorece. Por ese entonces y siendo ya conocido hasta en España, pronto es invitado a la Corte  por la regente austriaca Mariana de Austria, de donde en rápido viaje que efectúa en noviembre de 1675 llega a Madrid, en momentos precisos de tensión política, por diversas causas y entre ellas con ocasión de la mayoría de edad del futuro rey Carlos II, y las pretensiones al poder tras el trono del noble y sagaz político Juan José de Austria (1629-1679), con quien pronto se identifica el indiano Gabriel, al extremo de ser su asesor y consejero especial para los asuntos de América, y por cuyo intermedio se logra del Rey mejoras en la actividad colonial americana, como experto en navegación de altura, en comercio exterior y ya cual hombre público conocido por la Corte austriaca, aunque el carácter rudo y franco adquirido por sus tribulaciones en América lo indisponen al extremo de para apaciguar tensiones y entre ellas las disputas que sostiene  y enfrenta con el poderoso conde de Medellín (Pedro Portocarrero y Aragón), cuando lucha por ser presidente del importante Real Consejo de Indias,  de donde amenazado de muerte huye y permanece un tiempo en Lisboa, refugio permanente de buscados, en defensa de su vida en peligro.
En 1677 y ya pasada la anterior ola angustiosa en su contra, es llamado a Madrid por su amigo Juan José de Austria, que es Primer Ministro del rey Carlos II, a quien convence para el regreso a España del importante Fernández de Villalobos. En Madrid el conquense a base de su experiencia y relaciones expondrá ideas de reforma económica y política para aplicar en América, según los grandes conocimientos prácticos que tiene, siendo ya Consejero en la Corte, premiándosele luego con la Orden militar de Santiago, en el grado de Caballero, que después se amplía a Comendador y Almirante, como queda escrito, y mientras continúa en Madrid al servicio real ahora por intermedio y función del reformista y valido 8°Duque de Medinacelli (Juan Francisco de la Cerda), hasta 1683. Tres años más tarde y en agradecimiento a su dedicación el rey Carlos II con fecha 30 de noviembre de 1686 le otorga el blasón honorífico de Marqués de Varinas y Vizconde previo de Guanaguanare (Guanare), que recuerda dos ricos territorios americanos en los que el referido marqués poseía grandes extensiones de terreno y otras propiedades, mientras que con este importante título tan cercano al Rey lo convierte en Grande de España. Para entonces también se le ha designado Contador Real, cargo a servir en Caracas y Maracaibo, lo que nunca ejerció debido a su intensa actividad en España.
 Pero los recelos, las intrigas de palacio, habladurías cortesanas y otros males del alma no se dejan esperar para con el “indiano”, por lo que el Rey oyendo malos consejos de envidiosos adversarios lo destierra al sureño puerto de Cádiz (1689), con las preeminencias que mantiene, mientras desde allá escribe sobre sus vastos saberes adquiridos de América, en especial de política, geografía o economía, poniendo en conocimiento de ello al propio Rey (así predice la disolución del imperio colonial español cuando le dice a Carlos II° “De un cabello está pendiente la desunión de las Indias…”), o las veces en que opina sobre el peculado allá existente, el acaparamiento de tierras y otros bienes, el desarrollo del comercio, la creación de una flota mercante, sobre la administración de justicia, la protección de los indios y el trato para los negros esclavos. En su obra general por él expuesta se destacan descripciones geográficas referidas a Venezuela, la fortificación de ciudades y sitios para la defensa del país, sobretodo de piratas y naves extranjeras, el incremento de la producción de frutos, etc. Pero ya la indisposición y la envidia habían hecho mella en su alma, pues aunque llamado por tercera vez a la corte de Madrid, vuelve a dicha villa mas resuelto con carácter y altivez, que lo demeritan entre aquel conjunto de interesados palaciegos, optando por su regreso entonces a la cálida Cádiz, donde aún lo alcanza la maledicencia y desconfianza sembrada por algunos, y porque a sabiendas que el marqués conoce mucho en los asuntos de Estado y con ello puede ofrecer datos claves sobre América a potencias extranjeras, en previsión al indiano se le envía como detenido especial al castillo gaditano de Santa Catalina, y después para mayor seguridad es remitido en calidad de prisionero de alcurnia al enclave militar oranés de Mazalquivir, en el África española (actual Argelia), de donde por los sufrimientos que recibe intenta fugarse, para luego de ser descubierto se le recluye en el penal más seguro o castillo de San Andrés, de donde ya como reo de Estado y perdida toda influencia por carta al Rey se queja de las condiciones de tal prisión, por lo que se ordena sea trasladado el marqués a un presidio más cómodo y decente, para el 7 de abril de 1697, cuando ya ajustara los cincuenta años de edad, con los achaques de esa dura existencia que era avanzada para aquel tiempo, de donde por su condición  distinguida pide y se le concede volver a tal castillo, hasta enero de 1698, en que es trasladado el conquense a una casa de la cercana Orán, supongo que por aumento de molestias y penurias, residencia que le servirá de cárcel y con estricta prohibición que tenía de salir de la ciudad este anciano enfermizo y luchador idealista.  Mas como el indiano era rebelde y siempre altivo no olvida el empeño libertario, y el 8 de febrero de 1698 escala muros de la prisión para embarcarse en una frágil y pequeña nave de pesca que pronto se va a pique, y se salva el noble náufrago porque este arriesgado combatiente con fuerza inaudita nada hasta el pequeño puerto de Arceo, donde con ayuda de alguien generoso puede ocultarse de los enemigos que le acechan. Pero Don Gabriel ya no está para tantas aventuras riesgosas y porque anda casi ciego. Sin embargo invoca la protección del alcalde de Mostazan en aquel mundo berberisco, pero sintiéndose traicionado huye, mientras le persiguen los sabuesos policías al servicio del débil rey Carlos II, quien acaso sigue pensando que su sabiduría sobre las Indias puede servir de buena ayuda en la conquista de territorios indianos dado el interés de potencias interesadas como Inglaterra y Francia. Por esta causa se refugia en tierras de la morería, cuya cultura y hábitos bien conoce, estableciéndose en la ciudad norafricana de Argel, donde permanece para el año 1700, y el posterior 1702 sintiéndose desamparado el marqués de Varinas escribe con estilo al geófago Rey Sol francés, Luis XIV, ofreciendo sus conocidos servicios. En última instancia para recibir más desengaños igual lo hace con el monarca español Felipe V, pocos meses después, acaso ya desfalleciente de abandono y con cierta miseria que le da hasta a los poderosos, aunque algunos opinan dentro de la neblina que finalmente lo envuelve, que murió en cautiverio.
El marqués de Varinas pasó 22 metafóricos abriles de su vida en América y regresa a España con 34 años de edad. Murió triste y en el olvido de la grandeza este dadivoso ser, en el puerto magrebí argelino de Mostaganem, el año de 1702, tiempo de disputas dinásticas en España. Allá, en tierras de Alá el Sublime deben reposar sus restos históricos.  

domingo, 16 de junio de 2013

LA SORPRENDENTE CASA DE LOS BRASCHI.



Amigos invisibles. La nostalgia o el recuerdo de las cosas amables a nuestros sentimientos, por ejemplo, como cierta añoranza referida a la primera juventud, a los amigos de aquel tiempo, al lugar destinado para nacer y a la misma familia, son épocas que marcan a muchos individuos y más si en ese período infantil se disfrutó de la alegría, la vida sana y de una sensación de plenitud donde todo lo bello era posible. Por ello no vengo ahora a escribir sobre lo espeluznante o temerario, al estilo de Poe, que en cierto sentido meditado atrae a más público lector, sino a algo que las mayoría de las personas adultas han vivido y que por tal circunstancia este momento les hace recordar a través de cualquier cauce los ratos agradables de la niñez acaso prolongada, sea los que fueren y con las dificultades que se haya disfrutado, porque todo no es color de rosa pero sí trae a la mente aquello que se llama “saudade”, con que los románticos portugueses recuerdan acompañados de cariño esos momentos inolvidables que no se pueden borrar de nuestra vida con facilidad o desprendimiento. 
Todo este exordio viene a colación porque ya a mis 81 años mejor vividos pero no en exceso disfrutados y cuando muchos de los míos se han ido hacia otros lugares de la galaxia mientras evoco que siguen viviendo a través del calor y de la comprensión, para dejar los pasos impresos en un sitio querido de mi Trujillo natal, el que está en Venezuela, quiero hoy reconstruir la residencia u hogar de mi bisabuelo y su esposa en aquella ciudad rodeada de montañas y de espíritu cordial. Para el diseño de este retrato del siglo XIX y parte del XX en que tuvo gran espacio esa mansión, con algo de modestia sobrepuesta a la verdad debo decir que allí vivieron mis antepasados que indico en un idílico sitio de amor permanente con los éxitos y sinsabores que se pudieran tener en un país azotado por las enfermedades, la riqueza en cierta forma interpretada y el vandalaje sostenido por la proliferación de caudillos regionales que interrumpían la tranquilidad ciudadana de manera permanente. A objeto de imprimir un mejor sentido a esta parte de la narración en que los sintagmas poéticos pueden aflorar a ratos, agregaré que mi bisabuelo paterno era Ángel Domingo Braschi Fossi (familiar del papa Pio VI), nacido en el elbano puerto de Marciana Marina (Toscana, Italia), quien con sus padres Bartolomé y Ángela había llegado a este país tropical en compañía de seis hijos menores no por la recién abierta inmigración europea ordenada por el presidente general José Antonio Páez para repoblar a Venezuela después de la sangrienta guerra de Independencia, sino debido a la contienda civil mantenida en Italia por el joven prócer Guiseppe Garibaldi, lo que ante la lucha permanente obliga a muchas familias principalmente norteñas, a emigrar. De esta forma los bisabuelos arribaron a los Andes de Venezuela, a Santa Ana de Trujillo en especial, luego de 1840, donde ya radicaban algunos italianos en calidad de residentes. Estos Braschi eran gente adinerada con muchos barcos pesqueros en Italia, y por tanto al llegar a Trujillo con recursos propios adquieren buenos terrenos en esa región montañosa y de frío con neblinas, donde producirán frutos como el café, el trigo, ovinos y bovinos, creciendo al tiempo allí su descendencia con la belleza del paisaje, y donde después,  en 1870, su vástago Ángel Domingo casara con Josefa Cazorla Oraá, hija del prócer de la Independencia capitán graduado León Cazorla Goicoechea, pareja que luego se radica con gusto en la ciudad de Trujillo.
Y aquí comienza la relación sentimental de mi parte a través de esta casona que adorna el título del trabajo, representativa de una época histórica de la región, porque Ángel Domingo con el dinero que ha producido en el campo por la séptima década del siglo XIX adquiere de su padre Bartolomé y ya que éste junto con su madre y/o esposa Ángela resuelven regresar a Marciana Marina cuando se consolida la unión italiana y se aleja la guerra por obra del mismo Garibaldi. El abuelo Ángel Domingo con la vitalidad juvenil que desprende decide ampliar el inmueble adquirido a su padre y como era buen comerciante para entonces, resuelve instalar en el frente de su casa una tienda de múltiples géneros y especies con cuatro puertas a la calle, que yo conocí en mi infancia aún surtida de productos para vender, que se quedaron allí en los estantes defendidos por el tiempo y resguardados por las polillas, ya que este bisabuelo con algún equivocado negocio que debió realizar y por la penuria económica desatada luego de tantos años guerreros, en que nadie cancelaba deudas porque no podía, estoicamente decide paralizar su actividad mercantil cerrando las puertas del establecimiento para siempre, no cobrar las deudas desde luego, y como tabla de salvación de su alma alborotada se dedicó a permanecer diariamente y por ratos largos de su espíritu, en la Iglesia Matriz de Trujillo, donde oraba y se compadecía de tantos sinsabores aplicando la paciencia de Job, y quizás viendo el progreso mercantil de su hermano Antonio, con hermosa casa de dos plantas establecida en la diagonal de esa Iglesia, quien pronto vino a ser el hombre más importante de Trujillo por su riqueza, para después irse a vivir en Valencia y finalmente establecerse con los suyos en la virreinal ciudad de México.
Los años más bellos de mi vida infantil sin lugar a dudas los pasé en aquella casa colmada de cariño, como en un cuento de hadas donde convivían mis tías (en verdad retías) María, gruesa, de un gran señorío, muy blanca, bien educada en el primer colegio de niñas establecido en la ciudad, de muy buenas relaciones sociales, que tenía a su servicio una muchacha criada desde pequeña e hija biológica según se decía de una pareja española de circo que pasara por la ciudad en sus comedias de siempre, y que pronto allí murieron por alguna epidemia cíclica, como la acaecida poco antes de fiebre amarilla, Inés de nombre y huérfana que fue recogida por las monjas dominicas del hospital citadino, quienes se la entregaron en forma definitiva a doña María, para que ésta con sus consejos conservadores la formara.
 Doña María estuvo casada con Andrés Iragorry, sin descendencia matrimonial, éste de buen apellido de aquel sitio pero de muy escasa renta, y fuera de ella había dos “niñas” hermanas y de las de antes, como se dijera entre el vulgo infantiloide, que eran las tías Josefina y Hortensia. La primera, blanca también, graciosa, de ojos verdes, rubia y algo con parkinson o de temblor senil, según la recuerdo, tenía especial deferencia hacia mi persona, pues como encargada de dirigir el servicio de cocina guardábame manjares (ponches, panes, dulces, etc.) para cuando llegase a visitarlas cada día. La otra tía, Hortensia, menuda y delgada de poco comer, morena clara acaso por la herencia Cazorla, fina, pequeña y santificada debido a sus creencias religiosas que la mantenían en un éxtasis sumida en circunloquios a lo Teresa de Jesús y sus confesiones, cuando no llenando a pluma manillas de papel florete y en lo cual expusiera extraños comentarios a sus pensamientos cristianos, que guardaba en rollos dentro de un  baúl con llave que acaso se perdió al cabo de su muerte, de donde diariamente anduvo hincada en un reclinatorio rezando a medias, porque la amnesia senil se lo impedía, en el medio oscuro aposento dedicado a los santos y once mil vírgenes, contentivo fuera de una cama estrecha tendida y de emergencia, de un enorme altar lleno de figuras venerables y hasta de imágenes en cuadros para su permanente adoración. Dicho cuarto de luz marchita que en diciembre se convirtiera en un inmenso pesebre previo a la navidad y reconstruido cada vez en dos días de arduo trabajo, sirvió al tiempo de capilla, donde con alguna regularidad se oficiaba la santa misa, para cuya ocasión venía algún sacerdote de la Iglesia Matriz, como el cegato padre Graterol, y donde finalmente ofrece la sagrada eucaristía a cualesquiera de las tres niñas, incluida la viuda doña María, quien por cierto mantuvo en vida estrechas relaciones con la Iglesia trujillana, y no solo con el presidente general Gómez encontró reponer el piso de dicha Iglesia revistiéndolo con losas de mármol blanco, sino que de igual manera por la misma fuente ejecutiva se trajo hasta Trujillo desde España un Santo Sepulcro de calidad, para pasearlo en Semana Santa, cuyo costo de entonces fue 30.000 bolívares, mientras doña María se vio recompensada con el cuido y atención permanente del Divino Niño Jesús, presente a la entrada de la Iglesia, sino que también para las grandes ocasiones adornaba el templo con azucenas y otras flores hermosas traídas desde el frío Timotes, con dicho fin festivo, por lo que esta dama trujillana y ya en sus últimos tiempos de vejez, al pasear sobre hombros frente a esa casa de habitación, la de los Braschi, dicho sepulcro honrado se detenía un minuto y enfilaba el  cristo cadavérico frente a su amplia puerta de entrada, en signo reverencial y único, mientras yo vi correrle por sus mejillas rosadas lágrimas supongo de alegría, por aquella inmensa demostración de cariño vecinal.
La casa de las niñas y de sus hermanos era muy grande con cerca de veinte metros de portada exterior y doscientos de fondo, y para ir reuniendo el repertorio de leyendas que ella contenía, agregaremos que a su frente fuera del largo espacio o callejón trasero cerrado por dentro de la tienda cataléptica o de sueño hipnótico, existía un salón con cancel y ventana de poyos a la calle donde por turno las niñas se sentaban flemáticas para mirar la calle sin ser vistas, y luego de ese espacio cerrado existió una puerta gruesa a fin de penetrar en la sastrería del tío Víctor Braschi, hermano de las niñas, cuya especialidad principal era coser desde sotanas oscuras para arriba, a los exiguos sacerdotes regionales, por lo que no fue extraño toparse con alguno de los empleados midiéndoles a ellos la panza creciente, como la del padre quebradeño Paolini, o el cuello algo abultado que mantuviera el sacerdote Monsalve de Escuque. Esta sastrería tuvo entrada por dos puertas a la calle y entre sus trabajadores se contó de por vida a mi tocayo Ramón, hijo de Víctor, en el salón de la calle, mientras que dentro del mismo emporio de rarezas a veces esquizoides cada día laboral se escenificaba una suerte de tertulia callada y de boxeo de sombras, cuando hacia las once de la mañana se apersonaban allí el poeta Santini, director de la biblioteca pública, aeda que no se cansara de calcular versos con sus dedos artríticos sobre el presunto canto silabárico de la creación en vela, el trovador Pedro Pablo Maldonado, muy inteligente según dijeran pero entrado en el mundo de los orates cultos hacía tiempo y quien viviese en casi un mutismo absoluto, como de autista, para salir pronto envuelto de locainas sugestivas hacia el manicomio de Maracaibo y luego a Bárbula, donde descansó por siempre su inteligencia desquiciada. A ellos se agregaría en visita continua un señor de apellido Santos, alto, con papera exhibida, cotizas (sandalias) vistosas tejidas en la región y un liquiliqui  permanente de lino blanco  que lo distinguiera. Y para colmar la escena, a lo Pérez Galdós aparecía de vez en cuando el español vejete y testarudo Don Ceferino Fernández, empeñado en descubrir su El Dorado que situaba en un vistoso y relumbrante peñasco frente a Trujillo, donde nunca lució el oro que produjera su desafuero imperturbable sino trozos de lentillas o micas de pequeñas láminas flexibles y brillosas como producto de los rayos del sol. Pero el cuento más atinado sobre esa sastrería consistió en la presencia permanente y en el patio trasero de tal fábrica, de un bobo casi enano que allí buscó refugio hasta su muerte, callado y ladino, de ojos asiáticos, al que llamaban  Buenaniña por su existir pausado, introspectivo, sin meterse con nadie, mirando al gallo célibe de su compañía y mal viviendo al fondo de ese claustro con techo donde se apiló siempre madera de construcción  que no se usara, mientras Buenaniña cada fin de semana iba para venir desde el campo Capellanías y trayendo a su costo algunas cuajadas frescas para vender en la ciudad, mas luego se reintroduce entre aquellas maderas vegetantes como un místico ermitaño que renacía una semana después a fin de emprender el mismo camino de su soledad interior. Mas lo atractivo y misterioso de este ser olvidado fue que a su muerte y en el mismo lugar del escondite se encontró  varias cajas de aguardiente con botellas vacías, de las llamadas carteritas, porque el dipsómano de marras se daba grandes curdas o borracheras somnolientas allá en su lejano hueco existencial y no lejos de la plancha de carbón, para asombro de quienes encontraron el cadáver sentado en una montaña vacía de alcohol etílico, acaso de los producidos en contrabando zanjonero, y por tanto más baratos.
Regresada mi mente por detrás de los estantes seguidos en el oscuro callejón de esa tienda cerrada para siempre, vuelvo a cierto corredor abierto en forma de sala, con un ángulo central en noventa grados donde se veneraba la figura del Corazón de Jesús, haciendo yo una genuflexión a su paso (exclamaba la tía Josefina “niño, diga Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”), al bajar la testuz que hiciera en signo de respeto. Esa sala, con varios muebles mecedoras puestos abajo del cuadro de Jesús, que yacía a continuación de la ancha entrada a la casona, tuvo varios fines utilitarios, porque en la noche la mentada Inés con paciencia litúrgica acomoda tres canceles adosados a la pared y en su interior coloca una cama de catre respectiva, donde a las anchas y respirando todo el aire nocturno, con la indiscreción de cualquier insecto molesto se daba a dormir tranquilo el tío Víctor, hombre misterioso por cierto, de muy pocas palabras y trato, lento al caminar, flautista y medio poeta ripioso si se quiere, que apenas sale de la sastrería en la mañana para buscar adentro de la casa algunas brasas con qué reponer el calor necesario a objeto de planchar la ropa sacerdotal que se elabora. Allí mismo en dicha sala de visitas donde se reunieran damas distinguidas de la sociedad a fin de entablar conversaciones discretas con las célebres “niñas Braschi”, allí también comenzada la tarde aparecían el sobrino abogado y juez eterno, mi tío Ramón para mejor señalarlo, cuya visita y charla protocolar llegaba a extenderse por media hora al máximo, a lo que se agregara la presencia del hermano y procurador titulado Domingo Braschi Cazorla, hombre de consejo, pausado, que pensando tres veces antes de actuar tenía una suerte de bufete en la parte baja y separada con puerta a la calle, de la tienda allí dormida por tantos años de no saber qué hacer. Al final de esa sala y con dos canceles divisorios pintados en paisajes acuáticos por el trujillano Ricardo Salazar, aparecía un mueble con vitrina donde doña María guardara papeles y notas personales para escribir con letra inmaculada a sus amistades internacionales, como la esposa del doctor Leopoldo Baptista, establecida la gringa en Nueva York, y la larga familia que se mantenía viva por las ramas llaneras y larenses de Cazorla,  las italianas de la Isla de Elba, y Urdaneta en Caracas, pues su hermana mayor, Ángela, era esposa de Don Ezequiel Urdaneta Maya, entroncando así en sus epístolas amicales con figuras de la política activa y alta sociedad venezolana. A un lado de este escritorio se entraba al cuarto principal, cuyo piso, como el de toda la casona era de tierra apisonada con cal y más fuerte que el cemento, donde dormían el sueño justiciero y bendito las tres hermanas en camas correspondientes a su delgadez, salvo la de doña María, más ancha por su grosor notado, que por cierto la suya era alumbrada mediante un ventanuco de vidrio abierto y si quiere cerrado en el techo, para dar mejor visión u oscuridad al momento de dormir, o viceversa, camas separadas mediante grandes escaparates de madera cuyo interior guardaba de todo un poco y donde aparte en mi infancia que ahora recuerdo se arreglaban seis sillas con un colchón arriba de los asientos para que alguna vez yo pudiera dormir entre aquellas mujeres cariñosas que quise tanto, mientras algún murciélago juguetón me inspiraba cierto miedo tapando mi cabeza con la sábana y a veces con la almohada.
Una vez salido de esta enorme alcoba teatral, por el lado de una peinadora torneada a la francesa y posiblemente de importación curazoleña, se pasaba al comedor, sencillo, con una gran mesa de madera que debió llenarse en tiempos juveniles de los Braschi, frente a un primer patio existente a su lado y un tinajero de piedra porosa, con “fafoy” extractor de agua purísima, para luego pasar ante dos cuartos habitados uno por los servicios y el otro por la tremenda Inés, que también sirviera para el cambio de ropa y otras intimidades escondidas de las niñas Braschi.  Enfrente de este último aposento aparecía otro salón construido en corredor con una mesa de madera grande, para alimentarse los servicios y en cuyas narices abierto al patio había un fogón especial para cocer el alimento de doña María, atendido especialmente por la señalada Inés y donde también en un caldero grande se derritiera cierta cantidad de cera de abejas, con que esta matrona de la Iglesia trujillana hacía cantidad de velas grandes para surtir diversos templos trujillanos, como otras necesidades perentorias, tal el caso de los cirios de comunión.  Y allí mismo, a un costado permanecía incólume aunque lleno de cierto hollín prendido en sus paredes, la cocina típica de topias donde se preparaba esa comida regional para en sus tiempos satisfacer  a la numerosa familia Braschi, siendo la reina de ese lugar en aquella lejana infancia mi siempre presente tía Josefina Braschi, a quien secundaban servicios recordados, como la arrugada por vieja Susana, mujer enigmática, llena de frases cortas y extrañas, creyente del diablo cojuelo siendo Luzbel, lo que sacara de quicio a las tres niñas, como de cuentos terribles y fantasmales que arrullaban nuestros años de la primera década existencial, o la bella Margarita, su asistente, que debió casarse por lógica razón. De seguidas aparecía aparte, por ser construcción nueva un cuarto grande y espacioso, donde los hijos de nuestro padre (entonces importante funcionario público en Maracaibo) y madre viviéramos un  tiempo mientras se reconstruía nuestro hogar definitivo, arriba de la llamada Casa del Pueblo, a unos 150 metros de ese lugar. En dicho sitio clave existió por muchos años toda la parafernalia necesaria para desde la madrugada hacer amasando el inigualable y conocido por famoso Pan de Tunja, bañado con agua de azahar y suficientes yemas, traído de alguna escasa receta neogranadina, que en conjunto elaboraba dicha familia Braschi como medio principal de subsistencia, aunque dicho grupo de personas no sufrieron mayores estrecheces, como era corriente en ese tiempo, porque doña María tuvo una pensión mensual del gobierno montante a 30 bolívares, que era mucho decir, y las otras dos niñas tan mencionadas tenían otro ingreso mensual de cuarenta bolívares cada una, por ser nietas efectivas del prócer de la Independencia capitán León Cazorla, agregándose a ello un mercado semanal que hacía a su favor el recordado tío y Juez Ramón Urdaneta Braschi.
De seguidas y ya hacia el extenso solar, que se barría mensualmente, lleno de árboles frutales, mas el lavadero y el baño construido en mis tiempos de niño cuando se instalaron las cloacas en Trujillo, pasamos por otro corredor que le produjo una rabieta y salpullido inconmensurable a la tía María, porque allí montó una carpintería provisional y de remiendo un viejo maestro carpintero, Hipólito, tan mañoso que enamoró a la dicha Inés el tal Don Juan, con sus setenta y tantos años de rebusca, y la mujer cercana a los cincuenta, lo que al decidir casarse para ingresar a la pobreza, produjo una desazón en quien la criara y que guardó la cicatriz cardiaca para toda la vida restante. Allí a un lado del pasillo existían dos cuartos grandes donde en la afanosa juventud de los varones Braschi se produjo aguardiente casero para su venta, entre hornos, espirales, retortas, serpentinas, cuencos fermentadores, pipas, etc., pudiendo yo andar en ese mundo  de telarañas e inacabado entre los recuerdos y enseres aún no extintos de aquella empresa olorosa a alcohol reinante, fábrica de la que poco se hablaba aunque siempre se mantuvo en el vasto recuerdo de su tiempo.
Llego al término de esta travesura existencial, acaso con algo pasajero de Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez, de historia vivida, cuando se partió la casona en tres herencias, llena ella de las saudades que vuelvo a invocar para ustedes y también para mí, con aquello que “recordar es vivir”, y como ejemplo de una Venezuela ya ida pero que se sostiene en el corazón, porque todos cuantos he mencionado son parte de la gran familia constructora de este país que sirve de ejemplo a las nuevas generaciones. Y a los mismos hombres o mujeres ocupadas de la Historia que moldean en detalles y con cariño cierto, esos episodios a recoger de nuestra común madre patria.     

martes, 4 de junio de 2013

EL ÚNICO INVASOR DE LOS ESTADOS UNIDOS.


Amigos invisibles. De las tantas vueltas que he dado a la cabeza o el entendimiento puedo asegurar que esta afirmación es desde luego verdadera en cuanto a ser único y peligroso cierto invasor de los Estados Unidos, el grande e impugnable territorio jamás profanando y agredido por extraños exitosos en la suerte de guerra hoy superada mediante fases asimétricas y de alta evolución tecnológica que permite al momento exposiciones crudas capaces de obtener resultados terroristas como los acontecidos en las Torres de Nueva York y ahora con los explosivos chechenos en Boston, digo, eso aconteció con un humilde mexicano, que lleno de bravura y para saldar cuentas pensadas a su modo, con un grupo de asaltantes armados decidió romper barreras de esos que llaman de antemano hilos fronterizos que hoy han sido superados por otras modalidades de contención, para a manera de venganza adentrarse en el extenso territorio de Nuevo México, que antes del general Santa Anna fuera mexicano “y muy macho”, para cumplir su palabra y volverse airoso a las tierras de Benito Juárez o del cura Miguel Hidalgo Costilla, habiendo practicado su cometido a las anchas para darle a entender a los Estados Unidos de entonces que la fuerza no reside en la vulgar potencia, sino en aquello que se llama astucia.

Pues bien, a fin de referirnos sobre este personaje pintoresco y aherrojado, que si estuviéramos en Francia lo compararían con Juana de Arco o el mismo Napoleón, es necesario asentar que en todo el tiempo de nuestra existencia han pululado caudillos, buenos o malos, retrógrados o adelantados, que en una u otra forma han conducido sus pueblos e ideales por sendas personales, dejando sentir su peso espinoso o digno de interpretación dentro de lo que se llama Historia, ciencia colmada de aristas por cierto, y donde en el desmenuzamiento de la persona se va entendiendo lo que pudo hacer o destruir. Y viceversa. Mas como complemento del tema los tenemos en nuestra América sufrida que siempre se ha dividido en dos partes, porque según el ojo avizor con que se otea el horizonte, podemos explicar muchos razonamientos y circunstancias que con el tiempo decantado se pueden asumir a este respecto. Así vemos la línea hipotética del Río Bravo como cualquier frontera huidiza del “no man’s land”, de lo imposible a suceder, que fue una suerte de piedra de tranca donde en variados sentidos se desataban las mayores pasiones y los peores encuentros, porque a decir verdad el inmenso imperio español abarcó buena parte de lo que es hoy los Estados Unidos, refiriéndome a su territorio en sí, donde a partir de una concreción ideológica rezandera calvinista y cuáquera se admitía todo sin escoger para después en las recias iglesias protestantes lavarse las culpas y hasta la impunidad, fuese el genocidio aborigen de sus praderas y montañas, el holocausto indígena, la extirpación de los millones de búfalos mandando el gran “Bill” a la cabeza, hasta el ansia sedienta del oro con los cementerios adosados y sus burdeles aguardientosos, el caso emblemático del severo Gerónimo, héroe natural de ese pueblo cautivo, la emigración dolorosa de caravanas hacia el Oeste, rodeada de bandidos de toda especie, que llegaron hasta los tiempos de Al Capone, para recordar aquel tiempo de lucha, y el eterno enfrentamiento racial ante lo proveniente del Sur, es decir con los herederos disminuidos del imperio que comenzara en 1492, durante Felipe II sigue con Lepanto y la Armada Invencible, que sumando derrotas y desastres, termina en la triste aventura perdedora a que se obliga España con la Guerra Hispanoyankee de Cuba. Y para no seguir este diálogo sordo citaremos apenas los tantos episodios que se acumulan desde cuando los Estados Unidos le cercenan al imperio mexicano algo así como la mitad de su territorio y sin chistar, porque la ley y el orden o como quiera llamarse se imponen desde el Norte impulsor por los conductos naturales de la presión, algún puñado de monedas y de la muerte.

Sobre ese espectáculo de miseria aparente en que para el momento se desenvuelve México, con cuyo aporte se va a construir este trabajo dominado por una población mestiza con fuerte preponderancia indígena, que no entiende sino de la rapiña para poder sobrevivir y del desconocimiento del mal a su sana interpretación, donde desde luego abundan caudillos menores y mayores por obra de la oportunidad en que se labran estrategias y desafueros, esta saga de lo restante de la Independencia vamos a reconstruirla finalizado el largo período porfirista, que a su caída desata toda una presión social basada en los problemas del agro, la explotación del latifundio, la baja productividad, el apetito desordenado de la clase emergente sobre bases de lucha y odios ancestrales, y en lo que atañe al norte de México, a la continua mala comunicación mantenida entre las dos fronteras, llena de pleitos permanentes, o sea entre el aprovechador norteño esperanzado en mayores ganancias, y el afligido sur, vacilante, dominado por castas saqueadoras de una sociedad polarizada que impedían con la miseria y el caudillaje una mejor visión hacia el futuro, de donde aparecen con cierta premura algunos ideólogos reformistas y sus aspiraciones al poder en 1910, luego de despedirse de la escena suprema el porfiriato y el gestor inmaculado Don Porfirio Díaz, el de los bigotes entorchados, lo que da cauce a que se desate una lenta revuelta interior provocada, como dije, por la miseria y la rapiña de ciertos conductores populares. En este caldo de cultivo va a aparecer bien pronto y como consecuencia de la beligerancia, un hombre venido de abajo, o mejor de muy abajo, pero que con prontitud en aquel medio donde todo puede ocurrir, será el personaje que como dije osó invadir a los Estados Unidos, para triunfar en la acción, y luego burlarse de sus perseguidores por mucho tiempo en la hazaña más grande de aquel período histórico vivo y transitorio, al extremo que cansados en esa búsqueda infructuosa los ejércitos dirigidos contra él decidieron cerrar la operación coronada de fracasos y por otros sucesos de carácter mundial que estaban prestos a suceder.

Y  como ya me estoy refiriendo al célebre Francisco Villa, que en realidad era Arango, someramente diré que nació para vivir 45 años intensos en aquel México de fronteras inconclusas y donde la vida no costaba nada, un día de julio de 1878, para dejar sentado su nombre como guerrillero  y fiero invasor de los Estados Unidos, en aquel tiempo en que el combate diario era la razón de existir, como ocurría en toda la América Latina y en especial en Venezuela, plagada de esta gente que conducen con sabiduría campesina personajes envueltos en decires, tramoyas y fantasías que recuerdan a Antonio Guzmán Blanco, Francisco Linares Alcántara y Joaquín Crespo. La infancia de este Pancho Villa fue pobre y como todos aprende por necesidad imperiosa en el Durango natal y otros sitios escogidos a subsistir, mas como la guerra permanente era buen oficio para crecer, desde muchacho se agrega a ella en una etapa desconocida a raíz del exilio lejano del general Díaz, que desata toda suerte de pasiones e intereses, como de desastres a partir de entonces, en que destacan intelectuales de poco fondo, políticos mañosos y sobre todo militares de diversa estola cuando ya nuestro Pacho Villa hace conocer su nombre por los desfiladeros, montañas, gargantas y sedientas planicies norteñas, porque cabalga en briosa mula o caballo amaestrado, cubierta su cabeza del típico y alón sombrero, y cuyo pecho está rodeado en equis con cartucheras de cientos de balas para herir o matar.  Así en este tiempo de andanzas tan pintorescas en que era seguido por subalternos o peones de a pie y con machete en mano, su nombre se hace conocido para entrar en disputa conformando una serie de personajes que con rapidez desfilan por la Historia de México, tan controversiales y distintos entre sí, la mayoría de poca duración en las alturas de aquel poder endeble  en que muchos no murieron en su cama, y dentro de ese vaivén permanente de una guerra que nadie comprende porque no tiene fondo sino consignas al garete, el agraciado Pancho Villa une su mesnada y en múltiples combates que son conocidos apoya la causa que sostiene el indeciso doctor Francisco  Madero, por allá desde 1910, mientras propaga sin sentido un “agrarismo” como problema de la tierra y su reparto, sin base alguna científica y menos filosófica, también la necesidad de una ley agraria, en lo que tiene coincidencias con el líder Emiliano Zapata, mientras va creciendo cual estratega y jefe campesino este “Centauro del Norte”, así llamado. Y en peleas intestinas que terminan frente a numerosos cadáveres, no se entiende para nada con Victoriano Huerta (después muerto preso y envenenado en Fort Bliss, Texas) quien lo condena a muerte, pero Madero le salva en 1912, y también Venustiano Carranza en las rencillas del poder lo despreciaba “por bandolero”.

Como buen líder de esta revolución con causa su época dorada transcurre entre 1911 y 1920,  con los altos y bajos de la contienda permanente, donde se asaltan numerosos trenes y las “adelitas” compañeras no dejan de aparecer, al tiempo que Villa en las andanzas fronterizas tan cercanas a su mundo trafica con armas y municiones para sostener al ejército personal, por lo que ante la requisa del comercio de esas armas que emprende la adiestrada tropa fronteriza americana, el general Villa violando disposiciones pese al embargo existente decide adquirir para su ejército un cargamento de revólveres, pistolas y rifles que le suministrará en un paso fronterizo el gringo proveedor Sylvester Berger, lo que le es pagado en oro y plata de contado al recibir la mercancía, pero como quiera que al utilizar este importante cargamento Villa se da cuenta que ha sido estafado por el tal Berger, pues la pólvora no sirve y menos la munición, de donde lleno de rabia por el engaño que utiliza el inescrupuloso comerciante y sin poder canalizar el reclamo por vías  legales, con su numerosa tropa apertrechada que llega a 1.500 “villistas”, en algo desconcertante e insólito sin pensar sobre las consecuencias sino para desquitarse de la afrenta y a sabiendas de la disputa permanente tenida con los fronterizos americanos, al verlos y tratar a los “manitos” como gente de segunda, discriminatorias, poniendo dificultades diversas en los pasos y el comercio internacional, agregado a ello el parcializarse los gringos en favor de sus fuertes adversarios Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, ambos apoyados por el presidente americano Woodrow Wilson, entonces, y a sabiendas que los americanos le han congelado sus cuentas depositadas en el cercano Columbus State Bank, sin otra espera y con las bolas de Jalisco bien puestas el corajudo guerrillero en reciprocidad a este múltiple malestar que sufre resuelve disponer a un grupo suyo sobre la detención y muerte de dieciocho americanos que viajaban en un tren chihuahuense, hecho acaecido el 10 de enero de 1916, y luego tras el estudio de un plan de ataque riesgoso a la cabeza de su hueste invade los Estados Unidos en la búsqueda del malhechor Berger y a sabiendas por inteligencia que el traficante era protegido adentro del territorio americano, aplicando en este caso el proverbio de que lo que es igual no es trampa.

El histórico miércoles 9 de febrero de 1916 de madrugada Pancho Villa al frente de una desconcertante acción militar y acompañado de 600 hombres iniciales, entre ellos cientos de jinetes, por la frontera norte de Chihuahua y atravesando el Río Grande invade a los Estados Unidos, en territorio de Nuevo México para vengar afrentas seculares y en búsqueda de fines preestablecidos, por lo que penetra en la tranquila y fronteriza villa de Columbus enfrentándose de seguidas al 13° Regimiento de Caballería americano, que defiende la plaza desde el campamento Furlog, ejército que finalmente es batido por Villa, contándose una baja de treinta muertos en el sitio, sin incluir a los heridos, instalación que duramente castigada queda en ruinas. Luego del éxito obtenido y por temer ataques posteriores Pancho Villa en la estrategia desplegada dispersa su tropa por grupos de combate dentro de ese inmenso territorio americano, a la espera de nuevos enfrentamientos oportunos. Entretanto en Washington se armó un debate de marca mayor  en el seno del gobierno que trascendió a la población, explotando esa noticia la prensa americana, como el grupo del multimillonario William Hearst (recordar el filme Ciudadano Kane), mencionando en titulares que nunca luego de la guerra con Inglaterra (1812) el territorio de los Estados Unidos había sido invadido por nadie.  Ante esta situación que toma impulso el Presidente Wilson para detener comentarios con la rabieta considerada en expedición punitiva decide enviar rápidamente al sitio y al frente de un ejército moderno (3.000 hombres que llegan luego a 10.000, 28 piezas de artillería, 200 ametralladoras y un novedoso escuadrón aéreo) como bien pertrechado y a fin de detener a Pancho Villa para luego fusilarlo, encomendando pues la tarea al muy conocido general John Joseph Pershing, héroe guerrero, uno de los más grandes militares de ese país que dos años más tarde se luciría al mando de las tropas americanas en Europa, durante la Primera Guerra Mundial, y donde por cierto utilizará técnicas o tácticas aprendidas con el novedoso material y equipo de guerra dispuesto en la persecución del inolvidable Pancho Villa. Por este motivo y orden presidencial el general invicto al frente de su tropa viaja hasta Nuevo México y sin pedir permiso el 14 de marzo de 1916 penetra en territorio mexicano, al sur del referido Río Bravo para permanecer en constante movimiento, como 600 kilómetros tierra adentro en los tres meses iniciales, con la ayuda inmediata del joven oficial George Patton, héroe de la Segunda Guerra Mundial, hasta el 17 de febrero de 1917, o sea once meses después, en que de forma incansable y violando la soberanía territorial de ese país persiguió infructuosamente los pasos perdidos de Villa, porque según las cuentas populares a él con su ejército se los había tragado la tierra, pues nadie burlando a sus perseguidores le prestó colaboración, ni siquiera informantes, y no pudieron aclararle algo sobre la vida o misterios presentes de este caudillo simpático que como el célebre Zorro de Hollywood desaparece, amado por el pueblo y que en cierta ocasión junto a Emiliano Zapata se sentaron en el Sillón Presidencial de México.  Fue triste, por tanto al honesto y gran militar Pershing, regresar del fuerte empeño con las manos vacías.

Villa era un hombre carismático, legendario y amigo de ayudar a los pobres y humildes, amante de las cosas extrañas de su tiempo, hasta que firmó un contrato con la Meca del cine americano para filmar escenas especiales de sus batallas, con el guión respectivo. Tenía una memoria fotográfica, en que recordaba los nombres de centenares de sus soldados. Llegó a acaudillar una revolución heterogénea que agrupaba unos 40.000 hombres, y lo más pintoresco de su persona romántica es que tuvo por sobre 65 mujeres conocidas en la vida, harem con las cuales se casó, obligando en ello a los pobres y aterrados curas, porque no quería tener tantos hijos naturales ni andar por extrañas sendas del pecado. Al final de ese trajín de vida firmó un convenio con el poder central mexicano para desmovilizar su ejército y luego se retira a vivir en la casa que le obsequia el gobierno en premio a sus hazañas. Pero la envidia y el resquemor quedaba como el rescoldo de las cenizas, pues pronto su enemigo Álvaro Obregón llega a la presidencia de México, y temiendo que Villa volviera a alzarse, porque había dicho que contaba con los 40.000 hombres listos a su llamado, de donde le tiende una trampa mortal, que ya venía desde Washington montada, cuando el millonario rey de la prensa Hearst ofrece 5.000 dólares por la cabeza “del bandolero”, y la inteligencia americana en supuesta ayuda secunda el proyecto, de donde el coronel Lara, tan cercano a Obregón, le tiende una emboscada en Parral de Chihuahua, cuando en su vehículo a motor se desplaza yendo a una fiesta familiar el 20 de julio de 1923. De estas resultas su cuerpo recibió sentado 47 balazos de pistola, y el sicario Lara obtuvo por ello 50.000 pesos en efectivo  y el ascenso a general. A Hearst le fue enviada la cabeza susodicha, “en dantesco trofeo”, según reza la pequeña historia de este acontecimiento inigualable.

Y como de un gran personaje de ese tiempo tan convulso las canciones y corridos que le aluden quedan para recordar su figura, que por encima de todo reposa con buen tino en los libros de Historia mexicanos.