Amigos invisibles. En verdad que la Historia como un cajón de sastre o una caja de Pandora dentro de la variedad con que tanto juega y nos deleita es a veces impredecible, y viene a cuenta esta situación porque ahora voy a tratar sobre un personaje que de héroe de la Independencia lleno de fe en cuanto sustentara, de la noche a la mañana se vio envuelto en manejos inesperados aparecidos en su vida dentro de un mundo confuso donde se jugaba a la buena suerte, porque la vida y el prestigio valieran poco ante el descalabro que producía una guerra encarnizada y las consecuencias derivadas dentro de un caudillismo en formación, que trajo como consecuencia dos siglos de desgaste moral y de errores para no hablar de aciertos, que se pagaron caros. Una de esas historias veladas que ahora traigo al recuerdo se refiere a cierto osado trujillano de Venezuela, del que según dijera otrora de recordado hombre hecho de la nada pudo llegar a coronel graduado en los ejércitos de Colombia, la de Bolívar, y por acasos malparidos del destino vino a transformarse en el antihéroe de la película dramática, porque liquidar a un hombre justo sin pensar en las consecuencias dentro de una guerra prolongada y llena de secuencias, era algo del común. Pero que el muerto haya sido el Gran Mariscal de Ayacucho, y el conductor de tal asesinato por encargo responda al nombre de Apolinar Morillo, ya tiene otra connotación, que transforma esta trama en algo de terror.
Apolinar Morillo nace en el burgo serrano de San Lázaro, no lejos de Trujillo de Venezuela, tierra de pan coger donde se asientan los indios tirandáes mientras es regado por la cuenca del río Jiménez, y ello acontece hacia 1787 en un hogar compuesto por el ejemplo del trabajo y la rectitud de sus ejecutorias. Y allí crece Apolinar en un medio cerrado con el campo agrícola que tiene ante los ojos, sin mayores vaivenes, hasta que los sucesos confusos oídos en la turbamulta de los hechos sobre los acontecimientos invasores que ocurren en España y sus repercusiones en América reavivan el celo y la desconfianza, y cuando en 1810 la provincia comienza a arder con los bandos patriota y monárquico ya en juego, tal vez por un sentimiento lógico de compañerismo el san lazareño entra a pensar en la necesidad de hacerle compañía a una patria americana de la que se habla, por lo que con este impulso inicial abandona el lar nativo para enrolarse con la rueda de la fortuna en las primeras acciones militares que aprendiendo sobre la marcha se suceden en estas Primera y Segunda efímeras repúblicas de ensueño, de cuyos trasteos y acciones en que interviene en 1813 el soldado Morillo es ascendido a Alférez (subteniente), y pronto, ya en los aciagos días de 1814 en que aparece la sombra siniestra del bravo militar astur José Tomás Bobes, las insignias que corresponden le son conferidas con el ascenso a Teniente del Ejército en que lucha, desde luego que por méritos obtenidos en los campos de batalla.



La entrevista de ambos personajes fue larga y cordial, con muchas imágenes de la guerra, mientras a Obando se le iluminaba el seso, que no el entendimiento, al pensar de una manera horrible, que fue cuando le dijo a Morillo, sin mayores rodeos que dada su condición de militar y como hombre de confianza, que ya se lo expresara Flores, lo tenía escogido para llevar a cabo una misión secreta en la serranía cercana con personal a su mando, o sea eliminar físicamente al cumanés Antonio José de Sucre, por el temor que se tenía respecto al mando definitivo que iba a ejercer en amplios lugares del Ecuador y sur de Colombia. Por el principio castrense de la ciega obediencia, que no puede ser rechazado y para evitar consecuencias en su persona y traslado, ayuno de disputas tuvo que aceptar la encomienda fatal sin esgrimir objeciones, poniéndose así en contacto con el guerrillero mestizo José Eraso (cómplice que indica el sendero a seguir), pastuso de la confianza de Obando y con dos más ayudantes, de donde tal cuarteto siniestro se dirige hacia el sitio montuoso de Berruecos, en el camino que viene de Neiva por Popayán, y que con poca escolta transitara plácidamente ese gris viernes 4 de junio de 1830 el mariscal Sucre proveniente de Bogotá y una vez terminada la labor parlamentaria que a la cabeza del Congreso Admirable efectuara en la capital de la república, así como de haberse despedido, quizás presintiendo ambas muertes, con el Presidente de Colombia, Simón Bolívar. Sobre este vil asesinato en que participan además dos peruanos y un colombiano tolimense, fuera del coronel Morillo, quien es considerado el autor material, porque el intelectual hoy nadie niega que fue Obando, se ha escrito innumerables estudios, dada la importancia a fin de recuperar información por la calidad que tenía el occiso, aunque para otros este hecho bochornoso no era entendido tan grave dentro de la situación de la época, al considerarlo uno más caído en la contienda. Sobre este muerto de lujo, “el Abel de Colombia”, como lo llamara Bolívar, se ha escrito mucho en el trance hacia la vida eterna, y para ello basta con citar los estudios que reposan en la fundación-biblioteca Luís Ángel Arango, de Bogotá, y el excelente trabajo de análisis e interpretación llevado a cabo por el erudito académico de origen catalán Manuel Pérez Vila.
Luego del deceso del Mariscal llovieron publicaciones, y aún llueven sobre tan maligno hecho, pero como el tiempo olvida, aunque no todo, así como el amor deja rescoldos, y en cuanto nos corresponde hablar del coronel Morillo continuaremos diciendo que durante un tiempo permanece por tierras payanesas, a las órdenes y el patrocinio de Obando, quien por cierto afirma al escribir sobre el trujillano militar que “gozaba de una reputación de conocimientos militares”, al tiempo que combate en Popayán y el sitio de García, como también en La Chanca, donde es herido en combate, desde luego bajo la protección caudillesca de José María Obando, aunque cansado de este trajinar guerrero y obtenido el permiso respectivo con la idea y el recuerdo del San Lázaro natal resuelve proseguir el viaje de regreso a Venezuela, pero los manes del destino le hacen otra jugada, esta vez con Cupido, pues en la acogedora región caleña en ese viaje sin retorno se enamora y decide formar hogar o pareja con alguna dama del lugar, retirándose así de la vida pública para vivir al calor de la familia y de los hijos que procrea, aunque nobleza obliga y por ello tiene una nueva actuación guerrera en Palmira, cerca de Cali. Los años pasan, el trabajo de la tierra en que se desempeña es sin cesar, aunque la falta de sueño le cambia el carácter, al recordar el momento en que ve caer a Sucre atravesado por una bala, de donde se vuelve locuaz y más cuando el aguardiente cañero estremece su alma, de donde también por esa vida intranquila que le ataca comienza a envejecer en forma prematura.
Pero ocurrió un hecho inesperado que va a permitir desencadenar toda esa acumulación de sufrimientos que llevaba adheridos al espíritu el trujillano por aquello de la muerte de Sucre, y fue que a mediados del año 1839 en la ciudad de Pasto es detenido por un hecho severo pero de menor cuantía el mestizo José Eraso, y en los recios interrogatorios a que se le destina, por causas circunstanciales advenidas que nada tienen que ver con esa detención, algún interrogador perspicaz atrapa una evidencia sobre la muerte de Sucre, de donde cercado por las razones que le endilgan Eraso declara que acompañó a Morillo y sus seguidores hasta el sitio de Berruecos, y que el autor material de ese deceso había sido el coronel Apolinar Morillo. Ante esta confesión clara que no tiene salidas, el gobierno local despacha una comisión a Cali, donde el 14 de noviembre de 1839 se detiene al venezolano culpable, quien sin mucho trajín con prontitud confiesa el crimen, aunque explica sin ambajes que lo hizo por cuenta de José María Obando, mas como el tigre Obando ya sostenía un alto poder en la política de Colombia e incluso había ejercido la Vicepresidencia de la República, nadie osó abrirle juicio penal por esta causa del asesinato, y el problema con respecto a la inclusión de Obando siempre quedó en veremos y se tocaba apenas de soslayo.
Morillo fue llevado preso a Bogotá y allí se le siguió un juicio con toda objetividad legal. Declararon muchos testigos y el expediente, que luego se publicara, engrosó en demasía, incluso con las pruebas determinantes. Allí pudo demostrar el trujillano en descargo de la conciencia la cultura que llevaba por dentro con la elegancia de su hablar y la claridad de conceptos en cuanto a su arrepentimiento. Confeso en su culpabilidad el tribunal militar o Consejo de Guerra respectivo lo condenó a muerte para ser pasado por las armas de cuatro soldados, siendo pues fusilado a las cuatro de la tarde del 30 de noviembre de 1842 en acto solemne que se llevara a cabo en la hoy Plaza de Bolívar (Plaza Mayor), con delegados presentes de Artillería, Infantería y Guardia Nacional. Fue puesto en Capilla Ardiente dentro del cercano Cuartel de San Agustín, mientras dos sacerdotes escogidos, o sea Antonio Herrán, que luego fuera arzobispo de Bogotá, y Margallo, lo auxiliaran espiritualmente, una vez que el Presidente de Colombia (Nueva Granada), Pedro Alcántara Herrán, negóse a conmutar la pena. Ascendió al patíbulo con energía y entereza para pagar su culpa. El cadáver fue depositado para las exequias en la iglesia de la Veracruz, pero en la noche la caja mortuoria fue abierta, bajo la sospecha de que no había muerto. Como epitafio de la Historia entonces alguien escribió, con certeza: “Hizo grandes servicios a la Patria”. Hasta aquí esta vida misteriosa e inverosímil del venezolano y trujillano Apolinar Morillo.
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