Familia Urdaneta Braschi. Trujillo 1.906 |
Amigos invisibles. Cuando para
nuestro disfrute entre la parentela biológica que nos ata en este blog tratamos
hechos que llenan el espíritu de verdadero agrado, la verdad es que sentimos
esperanza y satisfacción con aquello de que recordar es vivir, y aquí viene a
relato ejemplar esa vida dinámica que sostuvo el eminente escritor Mario
Briceño Iragorry, trujillano de Venezuela y del espíritu quien con su siempre añorado
terruño natal nos deleita en las intimidades callejeras del inframundo habido dentro
de ese retazo venezolano que por circunstancias del destino fue cuna histórica de
la llamada Guerra a Muerte, ejemplo de la paz ciudadana y simiente feliz de los
tratados de Armisticio y Regularización de la Guerra, con que se cerraron las
heridas causadas por la dolorosa conflagración de Independencia que azotó al
país (1810-1821) con una larga oscuridad en medio de la miseria y desolación trágicas
ocurridas. Pues bien y porque conozco
mucha parte de la sustancia y el ánimo ciudadanos que mantienen incólume las
columnas estructurales de esa valiente familia de los Andes venezolanos, voy a utilizar
la mente aguzora y el aprecio que antaño usaron los hermanos Grimm con la intención
de traer a estas páginas otros recuerdos de aquellos tiempos queridos y pasados
que dieron vida y presencia a una
comunidad tan apreciada en los anales del transcurrir venezolano utilizando en
ello las raíces que conozco sobre la familia Urdaneta, de Maracaibo, cuando
pasada la guerra de Independencia que señalo algunos de sus próceres, en este
caso Juan Nepomuceno Urdaneta Montiel (1794-1872), primo segundo del general
Rafael Urdaneta Faría, que fue Presidente de Colombia y entrañable soldado
bolivariano, se establece en Trujillo fundando una familia conocida en los
entornos sociales, políticos y económicos de la región.
Pues bien, para dar inicio a la saga emotiva de que tratamos
ahora, agregaremos que los Urdaneta guipuzcoanos de un inicio enraízan en la entidad zuliana
cuando don Martín de Urdaneta Barrenechea
se establece en Maracaibo con el clan familiar en 1645, y luego de ese tronco activo viene
don Nicolás, Alférez Real de Maracaibo, para seguir con Sebastián, Alcalde de
la Santa Hermandad, y ya en la sexta generación de esta familia con ancestro
vasco establecida en Venezuela en que se destaca el sin igual señalado general
Rafael Urdaneta, su primo segundo Juan Nepomuceno, quien lucha en los finales
de esa Guerra de Independencia (desde febrero de 1821 en el camino de Nirgua,
campaña de Coro, El Tendal, villa de Coro, Paguarita, El Trapiche y Santa Ana
de Paraguaná) el 6 de enero de 1822 formando parte del Batallón Maracaibo es
herido de gravedad en el combate naval de La
Vela de Coro contra fuerzas monárquicas del general español Miguel de La
Torre y Pando, que lo priva de la pierna derecha, salvando la existencia a
duras penas. Inutilizado pues para el
servicio militar la República le nombra en 1823 Administrador de la Renta de
Tabacos de El Tocuyo, cargo importante fiscal, donde este coronel contrae
nuevas nupcias, y luego, cargado de importante familia en 1832 es transferido a
Trujillo, aunque pronto se dedica a la actividad privada civil y mercantil, sin
olvidar la cuestión política, por lo que en 1836 y luego del combatiente período
paecista llamado La Cosiata sale del país y se establece en Colombia, para
regresar a Trujillo en 1838, donde pronto será Gobernador Provincial por cinco
años, viviendo con la prole y demás allegados en su casa de dos pisos que
construyera en la llamada Calle del Comercio, que aún perdura y hoy pertenece mediante
donación al obispado de Trujillo por cuenta de las hermanas María Ignacia y
Matilde Urdaneta. Aquí en este recuento de familia tan íntimo y cordial aparece ya el recuerdo de nuestro
bisabuelo Ezequiel Urdaneta Morantes, (1816-1887) hijo único en el primer matrimonio del prócer Juan Nepomuceno
tenido en Maracaibo con doña Teresa Morantes Goicoechea, quien a causa del
difícil parto muere, y por ello su heredero descendiente Urdaneta Morantes desde el principio es formado entre el cariño
familiar de las hermanas de Juan Nepomuceno (una de ellas llamada Ezequiela),
quien para entonces se encuentra luchando en la Guerra de Independencia.
Ezequiel Urdaneta Morantes. |
Mi bisabuelo Ezequiel Urdaneta Morantes por reclamo del padre y ya traído de Maracaibo a Trujillo fue
elevado en el fecundo hogar que su progenitor
fundó con la tocuyana doña María Ignacia Valcarce Pimentel, donde utilizando
los consejos paternales y porque el
grano de café venezolano comienza a tener importancia en el mercado mundial, se
inicia en el mundo de los negocios mercantiles y bancarios con miras a un amplio desarrollo rural de este básico rubro agrícola,
en el triángulo agrario que descendía desde el páramo de Los Linares (San
Lázaro), por Carvajal, Sabanetas, La Chapa, Cañaverales, El Amarillo, Lagunetas,
Los Barriales, La Macarena, hasta las
tierras calientes lindantes con
Pampanito o Edeniana, (hoy Pampanito II, Mesa de Los Gabaldones, el río Jiménez
y Butaque), algo así como 53 fundos campesinos entre grandes y menores que
dieron nombre a la región, al tiempo colmada ella de terratenientes
empresariales pero con miras de futuro. Este bisabuelo de quien hablo fue
hombre valioso de aquella sociedad en evolución, culto y político de categoría,
que representara a Trujillo ante el Congreso Nacional en dos oportunidades
(1852-53), donde intervino con vehemencia para abolir la esclavitud en
Venezuela, ley ejecutiva que firma en Caracas el 23 de marzo de 1854, como igualmente
suscribiera con dos años de antelación el Decreto del Congreso que otorga al
Colegio Nacional de Trujillo funciones universitarias para discernir títulos en Derecho, Matemáticas y Medicina. En la
Catedral de Trujillo, capilla de las Mercedes, se guardan sus restos
venerandos. Ese bisabuelo maracaibero debido a los múltiples negocios del campo
que ejercía permaneció un tiempo
viviendo en la “ye” o camino que formaba la salida del poblado de Carvajal rumbo a la
Hoyada y el entonces pujante pueblo ferrocarrilero de Motatán, donde por cierto
en la hacienda “Potreritos” (San Luis), camino hacia Valera, propiedad de la
familia Maya, conoce y se enamora de su futura esposa doña Alcira Maya de La
Torre (pariente cercana de los próceres sanfelipeños Mayas y del guerrillero
patriota trujillano Vicente De La Torre
Abreu, fusilado en la ahora Plaza Sucre de Trujillo (1815).
El bisabuelo como era de suponer pronto construyó nuevo hogar
en Trujillo, adquiriendo para ello el holgado terreno de la Calle Independencia
que da frente al inmueble en que naciera el doctor Cristóbal Mendoza, Primer
Presidente de Venezuela y gran admirador de Simón Bolívar, con varias ventanas
a la vía que alindera por detrás y en el solar adjunto, con la calle hoy
llamada Bolívar. En este inmueble que aún se conserva donde por cierto debieron
nacer y criarse los seis hijos de la conocida familia Urdaneta Maya, cuyo
nombre fue respetado en el país durante más de media centuria, o sea desde
finales del siglo XIX hasta ya vencido
el tiempo dictatorial del presidente general Juan Vicente Gómez, la recia Doña
Alcira elevó a sus hijos con una rectitud característica, de donde salieron
hombres de mucha fama en el campo profesional (dos abogados y un médico) y
desde luego social, recordándose entre ellos al ilustre magistrado y político
doctor Enrique Urdaneta Maya (1870-1926), jurisconsulto, académico y Secretario
durante muchos años de la Presidencia de la República y por ende confidente del
general Gómez, hasta cuando un derrame
cerebral ocurrido en su casona palaciega de La Victoria (Estado Aragua), lo
retiró de ese poder, cargo que luego también ocupara su hijo doctor Enrique, hasta
fallecer el dictador tachirense, en 1935. De esos hijos de aquel matrimonio
estoico del que venimos tratando hemos dejado para este momento a mi abuelo
Ezequiel Urdaneta Maya, el mayor de dicha familia y único que no se graduó en
la Universidad de los Andes porque ya para finalizar la carrera de Derecho ocurrió
la desgracia de fallecer en Trujillo su padre Don Ezequiel, por lo que nuestro
abuelo en funciones de mayorazgo y sin pensarlo dos veces tuvo presto que colgar
los estudios para acompañar en muchas inquietudes a su madre y hermanos, como a
ponerse al frente de las numerosas propiedades paternas, y quien sin tener este
título universitario a punto de alcanzarlo fue apreciado como insigne caballero
de la región al extremo que ejerció de juez, de Tesorero General del Estado, miembro
de numerosas instituciones oficiales y privadas, y de Senador al Congreso
Nacional por el Estado Trujillo en las Sesiones a realizar en Caracas de
carácter anual. Era “una de las mejores
cabezas de la ciudad” apunta el
intelectual Mario Briceño Iragorry. Además de lo expresado y según recopilara el
biógrafo Pedro A. De Santiago, don Ezequiel fue catedrático de Física y Literatura, Gobernador de la Sección
Trujillo (1892), Tesorero del Estado (1899), Superintendente de Instrucción
Pública (1904-05), Juez Civil y Mercantil, Presidente y Relator de la Corte
Superior, Presidente del Concejo Municipal, Diputado a la Asamblea Legislativa,
donde ejerce la Presidencia en varias ocasiones, como dije Senador al Congreso
Nacional por Trujillo y Barinas, Jefe Civil de Trujillo, Primer Agente del
Banco de Venezuela en la ciudad. Y así paremos de contar las condiciones personales
de este filántropo local cuyas cualidades se pueden observar en mi libro El
Sentido de la Tradición, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1966.
Ya casado este nuevo Ezequiel con doña Ángela Braschi, nieta
del prócer valenciano León Cazorla (1806-1890), Urdaneta procede desde luego a levantar su
morada de familia y mientras la construye reside de forma provisoria en un inmueble
situado atrás del solar de doña Alcira Maya, calle de por medio, cuyo ancho
portón alindera en la parte superior con la parroquia Chiquinquirá y en la
parte inferior del mismo portón lo hace con la parroquia Matriz, y donde por
cierto en este ínterin (1901) allí nace mi padre Héctor Urdaneta Braschi. Cuarenta metros abajo del inmueble que señalo
Don Ezequiel adquirió un terreno donde de inmediato inicia su construcción
lindante con los Perozo y Don Magín Briceño, venido éste del Norte (¿Filadelfia?),
cuando acompañara a su medio hermano Juan José para que aprendiera la tenencia
o teneduría de libros y la otra contabilidad, según tengo entendido. Dicha casona (Calle Bolívar N° 32) por el
frente se hallaba compuesta de cinco amplias ventanas en azul sobre fondo
blanco, con un ingreso de caballerías al centro en piedras canteadas y rumbo al
solar de atrás para la descarga y el descanso de estos laboriosos animales. El patio de tal casa estuvo sembrado de frutales, orquídeas, pomelos, granados, naranjos e incluso
algunos manzanos que producían frutos pequeños. En el diario Antorcha, publicado por los años 80 en El Tigre (Anzoátegui) apareció un trabajo completo mío y a dos
páginas intitulado Las ventanas, que debe reposar entre mis papeles, donde
describo aquel patio impactante y recordado desde la niñez, en cuya esquina de la entrada existía un
cuadrilátero de cemento para allí colocar
y por un día soleado sacos abiertos de café a objeto de impedir con
demérito un hongo dañino que sombreaba su prestante color original, eso hecho
con todas las rumas de este producto básico, que por cierto se apilaba durante muchos
meses y para no venderse (en caso contrario el negocio se pactaba con la Casa
Blohm de Maracaibo) en los cuatro amplios y largos corredores en ángulo de esta
casona única donde además de un cuarto especial para ello se encimaban
colocados algunos quince costales de a
ocho por fila, dando con ello la impresión de ser un enorme almacén de café
contentivo de al menos dos mil o más sacos del arábigo producto, que como dije
no se vendían siempre “esperando mejor precio”, según le oí decir a mi tío y
juez Ramón Urdaneta Braschi, que allí viviera en soledad interior rodeado de
creencias, cuitas, cuentos historiados y algunos muchachos servidores, junto
con el otro servicio femenino, para permanecer siempre al lado de su madre ya
viuda pero llena de bondad y cariño.
Doña Alcira Maya De La Torre. |
Dentro de esta descripción exclusiva y hasta fantástica que
realizo de manera prolija por haber convivido años de mi primera juventud
dentro de aquel ambiente tan sugestivo cuanto extraño, como anclado en el tiempo de los
espantos y supersticiones, voy ahora a describir partes de esta casona a la que
uno miraba hasta con cierto temor infantil y por demás poniendo atención en
aquel circo humano de visita que apenas entendía. Comienzo pues por señalar que al acceder sobre el segundo portón desde
la calle a mano izquierda la primera puerta interior de la mansión daba ingreso
a la oficina de mi abuelo, con largo escritorio de madera, el crucifijo atrás y
una cama de cedro que debió servir para
atenderle luego del regreso de Alemania (Hamburgo, 1932)) a donde viajara acompañado
de su nuera Alcira e hijo Heriberto, con motivo del cáncer prostático que
entonces portaba, por lo cual pronto regresa para morir tranquilo en aquella litera
ancestral de los recuerdos, rodeado de sus hijos y otros familiares de la intimidad. En la misma estancia que voy
indicando existía una ventana hacia la calle, a donde mi abuela Ángela por tiempos de procesión religiosa acudiera en
sigilo y sin ser vista de afuera, para rezar el rosario y no por otra
circunstancia. Al lado de la dicha ventana se hallaba una máquina de escribir,
donde el tío Ramón y hasta en avance de la noche como juez penal redactase decisiones
jurídicas a objeto de cumplir con su
diario trabajo, y muy cerca de tal máquina existía igualmente un escaparate de
la intimidad, de donde al cumplir quien
esto recuerda los quince años de edad, mi tío del mismo nombre extrajo una sortija de oro con rubí y un
revólver cacha de nácar, calibre 22,
para que “defendiera mi persona” según los cánones sociales de aquel tiempo
encendido (año 1947), como ya lo he escrito
en otra oportunidad. Pasado un biombo alto, fuerte y a manera de pared, a mano
derecha yacía la cama doble de mi abuela, en cuya ancianidad o discordancia
lógica de los ochenta años alguna vez le oí comentar que su extinto marido se
le sentaba a los pies en la noche para acompañarla, cuando no la oyera decir pausadamente
que entre sus anteojos cataratosos veía al disparatado Adolfo Hitler arengando
a la población del Reich, esta vez con la pobre luz artificial que por arriba surcaba
el comedor de las horas nocturnas, donde ella permanecía. E igualmente en dicho
cuarto extenso de dormir que aquí señalo había tres camas más, por tener varios
hijos que podían utilizarlas, y en la que cercana a esta de mi abuela ya
inmersa en el mundo de lo absurdo senil, dormí un poco asustado, en diferentes
oportunidades.
La “nona” majestuosa con antiparras puestas en Curazao durante
el único viaje hecho fuera de Trujillo y cubierta de un pañolón eterno siempre
colocado en la cabeza, allí entraba ya arrastrando su gruesa figura con un
vestido holgado que daba abajo de los tobillos, a las ocho horas exactas de la
noche escuchadas con el escandaloso reloj cercano de la Iglesia Matriz (hoy
catedral), y a las tres y cuarto de la madrugada exactas, en igual forma de
clásica leyenda ya levantada entre penumbras y sin ruidos se dirigía hacia
los lavatorios de sus intimidades donde justo al lado tocaba la puerta de los
tres servicios femeninos venidos de los campos familiares a objeto de que se
levantaran a remover restos de brasas
ardientes para luego colar el café mañanero. Entre tanto el tío Ramón a las 4 y
media exactas se erguía del dormitorio tomando luego algún trago de ese café vital, mientras procede de inmediato a su limpieza diaria,
pues a las 5 y media exactas, y aquí excusen el uso reiterado de tanta expresión
kantiana, pues el fondo de este caso que remuevo como en un cuento extraño de
la infancia se regía todo él por el
sistemático y retumbante toque campanil
de aquel reloj catedralicio y aún en marcha, que cuidaba por cierto y
con esmero un señor de apellido Salas, vecino del burgo San Jacinto. Al
amanecer de las cinco y media, pues, el tío Ramón como guardián del tiempo
inacabado se instala en la puerta de ese hogar conocido y con parsimonia
permanente saludaba a los pasantes oportunos, por lo que sin necesidad de otros
medios de comunicación en corto tiempo conocía
de lo ocurrido durante la noche anterior en aquella capital poco
exaltada. Ya a las siete y desayunado el doctor Ramón salía vestido con
preferencia de casimir inglés negro para visitar las permanentes mejoras que hiciera
en sus diversas propiedades, importándole menos los gastos habidos porque en
aquel período celestial se creía que todos los albañiles eran sanos e incapaces
de fechorías…. Y vuelto al hogar, a las
nueve de la mañana estaba entrando a su despacho tribunalicio. Entre tanto en la casona de su estancia donde reina mi abuela, durante el día iban
llegando otras bestias cargadas de café y algunas de maíz, producto este que no
podía guardarse un tiempo por el peligro de los insectos predadores.
Doña Ángela Braschi, nueras y nietos, |
Entre los múltiples detalles tan extraños como salidos de
contexto que ocurrieron en la casona de doña Ángela Braschi, diremos que a la
entrada en el corredor de la izquierda luego de la romana puesta para pesar sacos
traídos de las referidas haciendas productoras, al final del pasillo se hallaba
una discreta puerta prohibida para extraños donde existiera cierto sobrio
cuarto en celosía a fin de resguardar en su interior los alocados y quizás otros
con gradaciones aceptables que allí mediante compasión familiar vistas sus
causas perturbadoras de la chaveta eran
recibidos en custodia, cuestión considerada normal en aquella sociedad por
herencias erradas, taras y enfermedades infecciosas o congénitas, en lo que
prefiero no entrometerme para evitar suspicacias, pero sí puedo decir, por
ejemplo, que allí vivió tranquilo un simpático disparatero y pariente de
apellido Maya, caído de un caballo en la Escuela Militar de Caracas e incapaz
de hacer mal a nadie, cuyas manías eran pedir que le obsequiaran un gallo de
pelea, y realizar un permanente andar a
pie entre Trujillo y el río Motatán, para cercano a dicho pueblo bañarse con
totuma en las aguas termales, en cuyo corre corre permanente consumía toda aquella inútil por
demás perdida semana. Dentro de este entorno excéntrico y acaso único o
personal que aún recuerdo como si fuera ayer, debo señalar el cuarto de recibo
para las visitas especiales ya anunciadas, todo él lleno de cuadros familiares
y pintados al óleo (Cazorlas, Braschis, Urdanetas, Mayas, etc.), con largos
espejos cerca de la ventana a la calle, espectáculo interior que a uno hacía palidecer en su primera
juventud dando la impresión de temor al encontrar
de frente esas severas caras admonitorias, en lo que parecía sus almas lo
persiguieran a uno en medio de la escasa luz o contraluz y claroscuro de aquel
salón como embrujado que de veras en nuestra niñez pueril nos espantaba. Y como voy haciendo una suerte de radiografía o
recuento especial de tan portentosa casona que pudiera guardar cualquier pareja
de murciélagos amantes del ballet silencioso, voy ahora a referirme sobre la
visita anual que desde Caracas con los suyos el tío Ezequiel Urdaneta Braschi hiciera
a Trujillo en cada Semana Santa, a objeto de saludar con tiempo a su
progenitora Doña Ángela, la de los ojos azulados y una tierna mirada junto a un
gesto imperceptible que la hacían más querer.
Para esa fecha del arribo equivalente a dos días interminables de transporte
terrestre a través de una carretera estrecha, de tierra aún (salvo el tramo
pavimentado de Puerto Cabello a Caracas ) y donde abundaron los sobresaltos,
repito, para esa fecha de júbilo la
casona lucía llena de vitalidad, con dos aposentos al servicio de los cinco
viajeros ocupantes y la nupcial cama doble de copete metálico y cortinero, incluyéndose allí la jofaina
arabesca, ponchera, aguamanil y otros accesorios de limpieza corporal, mientras
en el cercano salón comedor, desde donde doña Ángela en ángulo saliente
divisaba cualquier persona con ánimo de entrar, se hacía entrega de los obsequios
traídos desde Caracas (telas, zapatos, encargos, porcelanas, perfumes, etc.) ofrendas
que guardara la doña en un cuarto bajo llave adyacente al que la madre del
llegado tío Ezequiel mantuvo en
aislamiento y donde nadie jamás penetró (y creo que ni mosquitos) por designios especiales de la misma doña
Ángela, encontrándose dicha habitación enigmática colmada de todas la ofrendas
que le hicieron en vida, para el momento de su muerte.
En esas fechas pascuales la casona resplandecía de vida y de
visitas por doquier, siempre con algunos invitados al almuerzo, incluyensdo la
botella de vino y entre ellos puedo recordar al primo ganadero Antonio Maya
Urdaneta, al procurador Domingo Braschi Cazorla, a las tres tías del llegado
Ezequiel, o sea María, Josefina y Hortensia Braschi, y fuera de este protocolo
íntimo a las niñas Carrillo Guerra, las Bustillos, los vecinos Briceño Perozo, los Navarrete Nava, el doctor Pérez Rueda, el
juez de Pampanito bachiller Cadenas, el doctor Bocaranda, los parientes
Urrecheaga, Juan Luis Urdaneta, Joaquín Gabaldón, los Pimentel, Gabaldón
Urdaneta de El Prado, Monseñor Valera y el ciego e inteligente padre Graterol,
el profesor Néstor Barroeta, los Paolini de Pampanito, don Rafael Coronado, los
Valecillos de San Lázaro, Andrés Maldonado, doña Anatolia de Mendoza, como una
sucesión de parientes y amistades renovadas en cada oportunidad quienes le dieron
calor a la casona, de los que ahora recuerdo y para no citar más. Otros
detalles de aquel inmueble tan cercano a la Plaza Bolívar fueron, por ejemplo,
la asistencia permanente al necesitado, por cuya razón como al medio día siempre se presentaban para
“saludar” a la matrona los eternos huéspedes comensales, (verbigracia el moreno
Segovia), empobrecidos con el tiempo, a los cuales la señora Urdaneta ordenaba
conducir hasta un mesón de madera situado atrás, cerca de la puerta del solar, para
allí almorzar estos depauperados de la justicia divina y en busca de sostén, unidos
en dicho mesón junto a los arrieros y campesinos de turno que también esperaban
el condumio casero. De la puerta hacia adentro del solar se amarraban las
bestias junto a las maderas allí siempre en depósito, visitadas por las
gallinas ponedoras de huevos hermosos, caballerías venidas desde los prósperos
campos de labranza. Y cerca del comedor campesino que acabo de mencionar el
doctor Ramón dentro de la rareza original
que poseía como hombre previsivo
guardaba con amor y en lo alto diversas urnas fabricadas por el artesano Celestino y de varios
tamaños, a objeto de tener preparados sin esperas los útiles necesarios con que
se enviara rumbo al más allá eterno a cualquier familiar y hasta de quien pobre
de solemnidad solicitara ese servicio apreciado, que el referido tío obsequiara
con cariño y luces aunque también munido
de tristeza.
Don Ezequiel Urdaneta Maya. |
Quiero cerrar esta semblanza fantástica que aparenta novela
pero tan llena de sustos y emociones cautivantes que recuerdan a
Escocia, con el retoño paternal de otra casona inolvidable que adherida a la misma de que
hablamos pero más cercana a la Plaza Bolívar, enfrente del antiguo Estanco de
Tabaco que manejó el abuelo lisiado Juan Nepomuceno, inmueble que aunque
independiente Don Ezequiel mi abuelo construyera para albergar muy cerca a su madre ya viuda, doña Alcira Maya, cuando
entonces la familia había crecido de
manera sustancial. En efecto en dicho albergue de la intimidad lleno de cuartos,
salas, ventanas y corredores espaciosos
se aposentó esa prole fecunda y tuvo
vida sustancial desde la propia calle hasta el solar de atrás que subiendo el
cerro contiguo de lindero componía el cuadrilátero activo de dicha propiedad, fervor
que tuvo cautivo a todos sus componentes vitales hasta cuando doña Alcira Maya
(1843-1924) falleció en este dedicado inmueble lleno de cortinajes a la calle,
comenzando así a vaciarse el alma de dicha construcción, porque a poco, su
única hermana existente que allí llamaran la “niña´” Adelaida Maya, con muchos
años encima decidió trasladarse a Caracas para vivir en casa del sobrino
Ezequiel Urdaneta, donde falleció en el “cuarto de la Virgen”, poco tiempo
después. La casa de Trujillo siguió en actividad, ya relativa, aunque llena de
optimismo desde que el médico y gran señor Rafael Pérez Rueda la ocupara, por
muchos años y con numerosa prole, hasta cuando se traslada a Caracas. Así vivió languideciendo dicho inmueble por
algún cuarto de siglo en funciones hoteleras (Hotel Italia), hasta cuando sus
herederos venden la enorme propiedad a otros empresarios despiertos que empiezan
a construir un amplio centro comercial, edificación que ahora duerme el sueño
de los intranquilos porque con el país paralizado andamos como el fabulador
Esopo en la búsqueda de quien llega primero, si la tortuga o la liebre. Y como este trabajo fue escrito con
el fin de distraer la mente nutricia recordando lo histórico pasado, espero que
la pluma indiscreta de este escribidor los haya conmovido tanto como para
recordar los hechos que en parte yo viviera. ¡Y colorín, colorado, tanto cuento
se ha acabado¡.
Héctor Urdaneta Braschi. |
La imagen conocida que corresponde a la casona hogar de Don
Ezequiel se las debo para otra oportunidad, porque anda extraviada entre el
mundo de mis papeles, para señalar algo, extraordinarios. Y gracias por la
paciencia de leer sobre las cuatro hermosas casas familiares que llenas del
cariño habitual aparecen reconstruidas en este blog.