martes, 7 de abril de 2015

LA PORTENTOSA CASONA FAMILIAR.

     
       
Familia Urdaneta Braschi. Trujillo 1.906
   Amigos invisibles. Cuando para nuestro disfrute entre la parentela biológica que nos ata en este blog tratamos hechos que llenan el espíritu de verdadero agrado, la verdad es que sentimos esperanza y satisfacción con aquello de que recordar es vivir, y aquí viene a relato ejemplar esa vida dinámica que sostuvo el eminente escritor Mario Briceño Iragorry, trujillano de Venezuela y del espíritu quien con su siempre añorado terruño natal nos deleita en las intimidades callejeras del inframundo habido dentro de ese retazo venezolano que por circunstancias del destino fue cuna histórica de la llamada Guerra a Muerte, ejemplo de la paz ciudadana y simiente feliz de los tratados de Armisticio y Regularización de la Guerra, con que se cerraron las heridas causadas por la dolorosa conflagración de Independencia que azotó al país (1810-1821) con una larga oscuridad  en medio de la miseria y desolación trágicas ocurridas. Pues bien  y porque conozco mucha parte de la sustancia y el ánimo ciudadanos que mantienen incólume las columnas estructurales de esa valiente familia de los Andes venezolanos, voy a utilizar la mente aguzora  y el aprecio  que antaño usaron los hermanos Grimm con la intención de traer a estas páginas otros recuerdos de aquellos tiempos queridos y pasados  que dieron vida y presencia a una comunidad tan apreciada en los anales del transcurrir venezolano utilizando en ello las raíces que conozco sobre la familia Urdaneta, de Maracaibo, cuando pasada la guerra de Independencia que señalo algunos de sus próceres, en este caso Juan Nepomuceno Urdaneta Montiel (1794-1872), primo segundo del general Rafael Urdaneta Faría, que fue  Presidente de Colombia y entrañable soldado bolivariano, se establece en Trujillo fundando una familia conocida en los entornos sociales, políticos y económicos de la región.
Pues bien, para dar inicio a la saga emotiva de que tratamos ahora, agregaremos que los Urdaneta guipuzcoanos  de un inicio enraízan en la entidad zuliana cuando don Martín de Urdaneta Barrenechea  se establece en Maracaibo con el clan familiar  en 1645, y luego de ese tronco activo viene don Nicolás, Alférez Real de Maracaibo, para seguir con Sebastián, Alcalde de la Santa Hermandad, y ya en la sexta generación de esta familia con ancestro vasco establecida en Venezuela en que se destaca el sin igual señalado general Rafael Urdaneta, su primo segundo Juan Nepomuceno, quien lucha en los finales de esa Guerra de Independencia (desde febrero de 1821 en el camino de Nirgua, campaña de Coro, El Tendal, villa de Coro, Paguarita, El Trapiche y Santa Ana de Paraguaná) el 6  de enero de 1822  formando parte del Batallón Maracaibo es herido de gravedad en el combate naval de La  Vela de Coro contra fuerzas monárquicas del general español Miguel de La Torre y Pando, que lo priva de la pierna derecha, salvando la existencia a duras penas.  Inutilizado pues para el servicio militar la República le nombra en 1823 Administrador de la Renta de Tabacos de El Tocuyo, cargo importante fiscal, donde este coronel contrae nuevas nupcias, y luego, cargado de importante familia en 1832 es transferido a Trujillo, aunque pronto se dedica a la actividad privada civil y mercantil, sin olvidar la cuestión política, por lo que en 1836 y luego del combatiente período paecista llamado La Cosiata sale del país y se establece en Colombia, para regresar a Trujillo en 1838, donde pronto será Gobernador Provincial por cinco años, viviendo con la prole y demás allegados en su casa de dos pisos que construyera en la llamada Calle del Comercio, que aún perdura y hoy pertenece mediante donación al obispado de Trujillo por cuenta de las hermanas María Ignacia y Matilde Urdaneta. Aquí en este recuento de familia tan íntimo  y cordial aparece ya el recuerdo de nuestro bisabuelo Ezequiel Urdaneta Morantes, (1816-1887) hijo único en el  primer matrimonio del prócer Juan Nepomuceno tenido en Maracaibo con doña Teresa Morantes Goicoechea, quien a causa del difícil parto muere, y por ello su heredero descendiente Urdaneta Morantes  desde el principio es formado entre el cariño familiar de las hermanas de Juan Nepomuceno (una de ellas llamada Ezequiela), quien para entonces se encuentra luchando en la Guerra de Independencia.  
Ezequiel Urdaneta Morantes.
 Mi bisabuelo Ezequiel Urdaneta Morantes por reclamo del padre  y ya traído de Maracaibo a Trujillo fue elevado en el fecundo hogar  que su progenitor fundó con la tocuyana doña María Ignacia Valcarce Pimentel, donde utilizando los consejos  paternales y porque el grano de café venezolano comienza a tener importancia en el mercado mundial, se inicia en el mundo de los negocios mercantiles y bancarios  con miras a  un amplio  desarrollo rural de este básico rubro agrícola, en el triángulo agrario que descendía desde el páramo de Los Linares (San Lázaro), por Carvajal, Sabanetas, La Chapa, Cañaverales, El Amarillo, Lagunetas, Los Barriales,  La Macarena, hasta las tierras calientes  lindantes con Pampanito o Edeniana, (hoy Pampanito II, Mesa de Los Gabaldones, el río Jiménez y Butaque), algo así como 53 fundos campesinos entre grandes y menores que dieron nombre a la región, al tiempo colmada ella de terratenientes empresariales pero con miras de futuro. Este bisabuelo de quien hablo fue hombre valioso de aquella sociedad en evolución, culto y político de categoría, que representara a Trujillo ante el Congreso Nacional en dos oportunidades (1852-53), donde intervino con vehemencia para abolir la esclavitud en Venezuela, ley ejecutiva que firma en Caracas el 23 de marzo de 1854, como igualmente suscribiera con dos años de antelación el Decreto del Congreso que otorga al Colegio Nacional de Trujillo funciones universitarias  para discernir títulos  en Derecho, Matemáticas y Medicina. En la Catedral de Trujillo, capilla de las Mercedes, se guardan sus restos venerandos. Ese bisabuelo maracaibero debido a los múltiples negocios del campo que ejercía permaneció  un tiempo viviendo en la “ye” o camino que formaba  la salida del poblado de Carvajal rumbo a la Hoyada y el entonces pujante pueblo ferrocarrilero de Motatán, donde por cierto en la hacienda “Potreritos” (San Luis), camino hacia Valera, propiedad de la familia Maya, conoce y se enamora de su futura esposa doña Alcira Maya de La Torre (pariente cercana de los próceres sanfelipeños Mayas y del guerrillero patriota trujillano  Vicente De La Torre Abreu, fusilado en la ahora Plaza Sucre de Trujillo (1815).
El bisabuelo como era de suponer pronto construyó nuevo hogar en Trujillo, adquiriendo para ello el holgado terreno de la Calle Independencia que da frente al inmueble en que naciera el doctor Cristóbal Mendoza, Primer Presidente de Venezuela y gran admirador de Simón Bolívar, con varias ventanas a la vía que alindera por detrás y en el solar adjunto, con la calle hoy llamada Bolívar. En este inmueble que aún se conserva donde por cierto debieron nacer y criarse los seis hijos de la conocida familia Urdaneta Maya, cuyo nombre fue respetado en el país durante más de media centuria, o sea desde finales del siglo XIX  hasta ya vencido el tiempo dictatorial del presidente general Juan Vicente Gómez, la recia Doña Alcira elevó a sus hijos con una rectitud característica, de donde salieron hombres de mucha fama en el campo profesional (dos abogados y un médico) y desde luego social, recordándose entre ellos al ilustre magistrado y político doctor Enrique Urdaneta Maya (1870-1926), jurisconsulto, académico y Secretario durante muchos años de la Presidencia de la República y por ende confidente del general Gómez,  hasta cuando un derrame cerebral ocurrido en su casona palaciega de La Victoria (Estado Aragua), lo retiró de ese poder, cargo que luego también ocupara su hijo doctor Enrique, hasta fallecer el dictador tachirense, en 1935. De esos hijos de aquel matrimonio estoico del que venimos tratando hemos dejado para este momento a mi abuelo Ezequiel Urdaneta Maya, el mayor de dicha familia y único que no se graduó en la Universidad de los Andes porque ya para finalizar la carrera de Derecho ocurrió la desgracia de fallecer en Trujillo su padre Don Ezequiel, por lo que nuestro abuelo en funciones de mayorazgo y sin pensarlo dos veces tuvo presto que colgar los estudios para acompañar en muchas inquietudes a su madre y hermanos, como a ponerse al frente de las numerosas propiedades paternas, y quien sin tener este título universitario a punto de alcanzarlo fue apreciado como insigne caballero de la región al extremo que ejerció de juez, de Tesorero General del Estado, miembro de numerosas instituciones oficiales y privadas, y de Senador al Congreso Nacional por el Estado Trujillo en las Sesiones a realizar en Caracas de carácter anual.  Era “una de las mejores cabezas de la ciudad” apunta  el intelectual Mario Briceño Iragorry.  Además de lo expresado y según recopilara el biógrafo Pedro A. De Santiago, don Ezequiel fue catedrático  de Física y Literatura, Gobernador de la Sección Trujillo (1892), Tesorero del Estado (1899), Superintendente de Instrucción Pública (1904-05), Juez Civil y Mercantil, Presidente y Relator de la Corte Superior, Presidente del Concejo Municipal, Diputado a la Asamblea Legislativa, donde ejerce la Presidencia en varias ocasiones, como dije Senador al Congreso Nacional por Trujillo y Barinas, Jefe Civil de Trujillo, Primer Agente del Banco de Venezuela en la ciudad. Y así paremos de contar las condiciones personales de este filántropo local cuyas cualidades se pueden observar en mi libro El Sentido de la Tradición, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1966.
Ya casado este nuevo Ezequiel con doña Ángela Braschi, nieta del prócer valenciano León Cazorla (1806-1890),  Urdaneta procede desde luego a levantar su morada de familia y mientras la construye reside de forma provisoria en un inmueble situado atrás del solar de doña Alcira Maya, calle de por medio, cuyo ancho portón alindera en la parte superior con la parroquia Chiquinquirá y en la parte inferior del mismo portón lo hace con la parroquia Matriz, y donde por cierto en este ínterin (1901) allí nace mi padre Héctor Urdaneta Braschi.  Cuarenta metros abajo del inmueble que señalo Don Ezequiel adquirió un terreno donde de inmediato inicia su construcción lindante con los Perozo y Don Magín Briceño, venido éste del Norte (¿Filadelfia?), cuando acompañara a su medio hermano Juan José para que aprendiera la tenencia o teneduría de libros y la otra contabilidad, según tengo entendido.  Dicha casona (Calle Bolívar N° 32) por el frente se hallaba compuesta de cinco amplias ventanas en azul sobre fondo blanco, con un ingreso de caballerías al centro en piedras canteadas y rumbo al solar de atrás para la descarga y el descanso de estos laboriosos animales.  El patio de tal casa  estuvo sembrado de frutales,  orquídeas, pomelos, granados, naranjos e incluso algunos manzanos que producían frutos pequeños. En el diario  Antorcha, publicado por los años 80  en El Tigre (Anzoátegui)  apareció un trabajo completo mío y a dos páginas intitulado Las ventanas, que debe reposar entre mis papeles, donde describo aquel patio impactante y recordado desde la niñez,  en cuya esquina de la entrada existía un cuadrilátero de cemento para allí colocar  y por un día soleado sacos abiertos de café a objeto de impedir con demérito un hongo dañino que sombreaba su prestante color original, eso hecho con todas las rumas de este producto básico, que por cierto se apilaba durante muchos meses y para no venderse (en caso contrario el negocio se pactaba con la Casa Blohm de Maracaibo) en los cuatro amplios y largos corredores en ángulo de esta casona única donde además de un cuarto especial para ello se encimaban colocados  algunos quince costales de a ocho por fila, dando con ello la impresión de ser un enorme almacén de café contentivo de al menos dos mil o más sacos del arábigo producto, que como dije no se vendían siempre “esperando mejor precio”, según le oí decir a mi tío y juez Ramón Urdaneta Braschi, que allí viviera en soledad interior rodeado de creencias, cuitas, cuentos historiados y algunos muchachos servidores, junto con el otro servicio femenino, para permanecer siempre al lado de su madre ya viuda pero llena de bondad y cariño.
Doña Alcira Maya De La Torre.
 Dentro de esta descripción exclusiva y hasta fantástica que realizo  de manera prolija  por haber convivido años de mi primera juventud dentro de aquel ambiente tan sugestivo cuanto  extraño, como anclado en el tiempo de los espantos y supersticiones, voy ahora a describir partes de esta casona a la que uno miraba hasta con cierto temor infantil y por demás poniendo atención en aquel circo humano de visita que apenas entendía. Comienzo pues por señalar  que al acceder sobre el segundo portón desde la calle a mano izquierda la primera puerta interior de la mansión daba ingreso a la oficina de mi abuelo, con largo escritorio de madera, el crucifijo atrás y una cama de cedro  que debió servir para atenderle luego del regreso de Alemania (Hamburgo, 1932)) a donde viajara acompañado de su nuera Alcira e hijo Heriberto, con motivo del cáncer prostático que entonces portaba, por lo cual pronto regresa para morir tranquilo en aquella litera ancestral de los recuerdos, rodeado de sus hijos y otros familiares  de la intimidad. En la misma estancia que voy indicando existía una ventana hacia la calle, a donde mi abuela Ángela por  tiempos de procesión religiosa acudiera en sigilo y sin ser vista de afuera, para rezar el rosario y no por otra circunstancia. Al lado de la dicha ventana se hallaba una máquina de escribir, donde el tío Ramón y hasta en avance de la noche como juez penal redactase decisiones  jurídicas a objeto de cumplir con su diario trabajo, y muy cerca de tal máquina existía igualmente un escaparate de la intimidad, de donde al cumplir  quien esto recuerda los quince años de edad, mi tío del mismo nombre  extrajo una sortija de oro con rubí y un revólver  cacha de nácar, calibre 22, para que “defendiera mi persona” según los cánones sociales de aquel tiempo encendido  (año 1947), como ya lo he escrito en otra oportunidad. Pasado un biombo alto, fuerte y a manera de pared, a mano derecha yacía la cama doble de mi abuela, en cuya ancianidad o discordancia lógica de los ochenta años alguna vez le oí comentar que su extinto marido se le sentaba a los pies en la noche para acompañarla, cuando no la oyera decir pausadamente que entre sus anteojos cataratosos veía al disparatado Adolfo Hitler arengando a la población del Reich, esta vez con la pobre luz artificial que por arriba surcaba el comedor de las horas nocturnas, donde ella permanecía. E igualmente en dicho cuarto extenso de dormir que aquí señalo había tres camas más, por tener varios hijos que podían utilizarlas, y en la que cercana a esta de mi abuela ya inmersa en el mundo de lo absurdo senil, dormí un poco asustado, en diferentes oportunidades.
La “nona” majestuosa con antiparras puestas en Curazao durante el único viaje hecho fuera de Trujillo y cubierta de un pañolón eterno siempre colocado en la cabeza, allí entraba ya arrastrando su gruesa figura con un vestido holgado que daba abajo de los tobillos, a las ocho horas exactas de la noche escuchadas con el escandaloso reloj cercano de la Iglesia Matriz (hoy catedral), y a las tres y cuarto de la madrugada exactas, en igual forma de clásica leyenda  ya levantada  entre penumbras y sin ruidos se dirigía hacia los lavatorios de sus intimidades donde justo al lado tocaba la puerta de los tres servicios femeninos venidos de los campos familiares a objeto de que se levantaran  a remover restos de brasas ardientes para luego colar el café mañanero. Entre tanto el tío Ramón a las 4 y media exactas se erguía del dormitorio  tomando luego algún trago de ese café vital,  mientras  procede de inmediato a su limpieza diaria, pues a las 5 y media exactas, y aquí excusen el uso reiterado de tanta expresión kantiana, pues el fondo de este caso que remuevo como en un cuento extraño de la infancia se regía todo él  por el sistemático y retumbante toque campanil  de aquel reloj catedralicio y aún en marcha, que cuidaba por cierto y con esmero un señor de apellido Salas, vecino del burgo San Jacinto. Al amanecer de las cinco y media, pues, el tío Ramón como guardián del tiempo inacabado se instala en la puerta de ese hogar conocido y con parsimonia permanente saludaba a los pasantes oportunos, por lo que sin necesidad de otros medios de comunicación en corto tiempo conocía  de lo ocurrido durante la noche anterior en aquella capital poco exaltada. Ya a las siete y desayunado el doctor Ramón salía vestido con preferencia de casimir inglés negro para visitar las permanentes mejoras que hiciera en sus diversas propiedades, importándole menos los gastos habidos porque en aquel período celestial se creía que todos los albañiles eran sanos e incapaces de fechorías….   Y vuelto al hogar, a las nueve de la mañana estaba entrando a su despacho tribunalicio.  Entre tanto en la casona de su estancia  donde reina mi abuela, durante el día iban llegando otras bestias cargadas de café y algunas de maíz, producto este que no podía guardarse un tiempo por el peligro de los insectos predadores.
Doña Ángela Braschi, nueras y nietos,
 Entre los múltiples detalles tan extraños como salidos de contexto que ocurrieron en la casona de doña Ángela Braschi, diremos que a la entrada en el corredor de la izquierda  luego de la romana puesta para pesar sacos traídos de las referidas haciendas productoras, al final del pasillo se hallaba una discreta puerta prohibida para extraños donde existiera cierto sobrio cuarto en celosía a fin de resguardar en su interior los alocados y quizás otros con gradaciones aceptables que allí mediante compasión familiar vistas sus causas  perturbadoras de la chaveta eran recibidos en custodia, cuestión considerada normal en aquella sociedad por herencias erradas, taras y enfermedades infecciosas o congénitas, en lo que prefiero no entrometerme para evitar suspicacias, pero sí puedo decir, por ejemplo, que allí vivió tranquilo un simpático disparatero y pariente de apellido Maya, caído de un caballo en la Escuela Militar de Caracas e incapaz de hacer mal a nadie, cuyas manías eran pedir que le obsequiaran un gallo de pelea, y  realizar un permanente andar a pie entre Trujillo y el río Motatán, para cercano a dicho pueblo bañarse con totuma en las aguas termales, en cuyo corre corre  permanente consumía toda aquella inútil por demás perdida semana. Dentro de este entorno excéntrico y acaso único o personal que aún recuerdo como si fuera ayer, debo señalar el cuarto de recibo para las visitas especiales ya anunciadas, todo él lleno de cuadros familiares y pintados al óleo (Cazorlas, Braschis, Urdanetas, Mayas, etc.), con largos espejos cerca de la ventana a la calle, espectáculo interior  que a uno hacía palidecer en su primera juventud  dando la impresión de temor al encontrar de frente esas severas caras admonitorias, en lo que parecía sus almas lo persiguieran a uno en medio de la escasa luz o contraluz y claroscuro de aquel salón como embrujado que de veras en nuestra niñez pueril nos espantaba.  Y como voy haciendo una suerte de radiografía o recuento especial de tan portentosa casona que pudiera guardar cualquier pareja de murciélagos amantes del ballet silencioso, voy ahora a referirme sobre la visita anual que desde Caracas con los suyos el tío Ezequiel Urdaneta Braschi hiciera a Trujillo en cada Semana Santa, a objeto de saludar con tiempo a su progenitora Doña Ángela, la de los ojos azulados y una tierna mirada junto a un gesto imperceptible que la hacían  más querer. Para esa fecha del arribo equivalente a dos días interminables de transporte terrestre a través de una carretera estrecha, de tierra aún (salvo el tramo pavimentado de Puerto Cabello a Caracas ) y donde abundaron los sobresaltos, repito, para esa  fecha de júbilo la casona lucía llena de vitalidad, con dos aposentos al servicio de los cinco viajeros ocupantes y la nupcial cama doble de copete metálico  y cortinero, incluyéndose allí la jofaina arabesca, ponchera, aguamanil y otros accesorios de limpieza corporal, mientras en el cercano salón comedor, desde donde doña Ángela en ángulo saliente divisaba cualquier persona con ánimo de entrar, se hacía entrega de los obsequios traídos desde Caracas (telas, zapatos, encargos, porcelanas, perfumes, etc.) ofrendas que guardara la doña en un cuarto bajo llave adyacente al que la madre del llegado tío Ezequiel  mantuvo en aislamiento y donde nadie jamás penetró (y creo que ni mosquitos)  por designios especiales de la misma doña Ángela, encontrándose dicha habitación enigmática colmada de todas la ofrendas que le hicieron en vida, para el momento de su muerte.
En esas fechas pascuales la casona resplandecía de vida y de visitas por doquier, siempre con algunos invitados al almuerzo, incluyensdo la botella de vino y entre ellos puedo recordar al primo ganadero Antonio Maya Urdaneta, al procurador Domingo Braschi Cazorla, a las tres tías del llegado Ezequiel, o sea María, Josefina y Hortensia Braschi, y fuera de este protocolo íntimo a las niñas Carrillo Guerra, las Bustillos, los vecinos Briceño Perozo,  los Navarrete Nava, el doctor Pérez Rueda, el juez de Pampanito bachiller Cadenas, el doctor Bocaranda, los parientes Urrecheaga, Juan Luis Urdaneta, Joaquín Gabaldón, los Pimentel, Gabaldón Urdaneta de El Prado, Monseñor Valera y el ciego e inteligente padre Graterol, el profesor Néstor Barroeta, los Paolini de Pampanito, don Rafael Coronado, los Valecillos de San Lázaro, Andrés Maldonado, doña Anatolia de Mendoza, como una sucesión de parientes y amistades renovadas en cada oportunidad quienes le dieron calor a la casona, de los que ahora recuerdo y para no citar más. Otros detalles de aquel inmueble tan cercano a la Plaza Bolívar fueron, por ejemplo, la asistencia permanente al necesitado, por cuya razón  como al medio día siempre se presentaban para “saludar” a la matrona los eternos huéspedes comensales, (verbigracia el moreno Segovia), empobrecidos con el tiempo, a los cuales la señora Urdaneta ordenaba conducir hasta un mesón de madera situado atrás, cerca de la puerta del solar, para allí almorzar estos depauperados de la justicia divina y en busca de sostén, unidos en dicho mesón junto a los arrieros y campesinos de turno que también esperaban el condumio casero. De la puerta hacia adentro del solar se amarraban las bestias junto a las maderas allí siempre en depósito, visitadas por las gallinas ponedoras de huevos hermosos, caballerías venidas desde los prósperos campos de labranza. Y cerca del comedor campesino que acabo de mencionar el doctor Ramón  dentro de la rareza original  que poseía como hombre previsivo guardaba con amor y en lo   alto diversas urnas  fabricadas por el artesano Celestino y de varios tamaños, a objeto de tener preparados sin esperas los útiles necesarios con que se enviara rumbo al más allá eterno a cualquier familiar y hasta de quien pobre de solemnidad solicitara ese servicio apreciado, que el referido tío obsequiara con cariño y luces aunque  también munido de tristeza.
Don Ezequiel Urdaneta Maya.
 Quiero cerrar esta semblanza fantástica que aparenta novela pero  tan llena de  sustos y emociones cautivantes que recuerdan a Escocia, con el retoño paternal de otra casona  inolvidable que adherida a la misma de que hablamos pero más cercana a la Plaza Bolívar, enfrente del antiguo Estanco de Tabaco que manejó el abuelo lisiado Juan Nepomuceno, inmueble que aunque independiente Don Ezequiel mi abuelo construyera para albergar  muy cerca a  su madre ya viuda, doña Alcira Maya, cuando entonces la familia había crecido  de manera sustancial. En efecto en dicho albergue de la intimidad lleno de cuartos, salas, ventanas y corredores  espaciosos se aposentó esa prole fecunda  y tuvo vida sustancial desde la propia calle hasta el solar de atrás que subiendo el cerro contiguo de lindero componía el cuadrilátero activo de dicha propiedad, fervor que tuvo cautivo a todos sus componentes vitales hasta cuando doña Alcira Maya (1843-1924) falleció en este dedicado inmueble lleno de cortinajes a la calle, comenzando así a vaciarse el alma de dicha construcción, porque a poco, su única hermana existente que allí llamaran la “niña´” Adelaida Maya, con muchos años encima decidió trasladarse a Caracas para vivir en casa del sobrino Ezequiel Urdaneta, donde falleció en el “cuarto de la Virgen”, poco tiempo después. La casa de Trujillo siguió en actividad, ya relativa, aunque llena de optimismo desde que el médico y gran señor Rafael Pérez Rueda la ocupara, por muchos años y con numerosa prole, hasta cuando se traslada a Caracas.  Así vivió languideciendo dicho inmueble por algún cuarto de siglo en funciones hoteleras (Hotel Italia), hasta cuando sus herederos venden la enorme propiedad a otros empresarios despiertos que empiezan a construir un amplio centro comercial, edificación que ahora duerme el sueño de los intranquilos porque con el país paralizado andamos como el fabulador Esopo en la búsqueda de quien llega  primero, si la tortuga o la  liebre. Y como este trabajo fue escrito con el fin de distraer la mente nutricia recordando lo histórico pasado, espero que la pluma indiscreta de este escribidor los haya conmovido tanto como para recordar los hechos que en parte yo viviera. ¡Y colorín, colorado, tanto cuento se ha acabado¡.

Héctor Urdaneta Braschi.  
 La imagen conocida que corresponde a la casona hogar de Don Ezequiel se las debo para otra oportunidad, porque anda extraviada entre el mundo de mis papeles, para señalar algo, extraordinarios. Y gracias por la paciencia de leer sobre las cuatro hermosas casas familiares que llenas del cariño habitual aparecen reconstruidas en este blog.