Amigos
invisibles. El próximo 15 de junio de 2.013 en la venezolana ciudad de Trujillo
se cumplen doscientos años de haberse firmado el célebre y controversial
Decreto de Guerra a Muerte, que en términos mejor acertados es una proclama y
mediante la cual el recién ungido Libertador Simón Bolívar en un trabajo
medular oficialmente expresa ante el mundo que la guerra emprendida por los
insurgentes contra el legítimo gobierno español y existente en estas tierras desde
cuando el descubrimiento de América, iba a ser abierta y definitiva dentro del mensaje
expuesto, en que no se piensa tener contemplación con nadie, ni con menores,
mujeres o ancianos, para llevar ese combate ahora brutal que emprendieran los
mantuanos desde Caracas, al límite de las posibilidades, o sea hasta el fin de
la conflagración y al costo de lo que fuere, porque en verdad durante la década
de esa matanza colectiva que aún mantiene fama en los fastos continentales genocidas,
la población del país por varias causas decreció en un veinte por ciento y casi
todo se paraliza, ya que el conflicto al volverse por demás agresivo cuanto
radical impidió algunas muestras de desarrollo y estabilidad.
Dejemos del todo aclarado, para evitar
suspicacias y otras interpretaciones salidas de cauce, que quienes desatan los
excesos cometidos en el campo de esta acción plural fueron los españoles,
porque eran dueños del país, por delegación del monarca reinante, y a causa de
esta ley que pretendía acabar con la
insubordinación punible, las fuerzas gobernantes de entonces no escatimaron
esfuerzos para destruir a los revoltosos, y de hecho se excedieron en la
aplicación de ciertos instrumentos necesarios, y aún más fueron llenándose de
pasiones desatadas de diversa índole contra las personas y sus propiedades, que
con el correr de los días indignaron a la parte adversaria para ir preparando
lo que se llamó guerra sin cuartel, en que todo era posible de ambos bandos y a
objeto de ir al fondo de la misión emprendida, con sangre sudor y lágrimas,
como expresara crudamente sir Winston Churchill con el fin de exaltar los
acontecimientos terribles de la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, para mejor entender
aquella época tan dolorosa debemos añadir que la bendita guerra colonial en
ciernes de un principio golpeaba muy duro a las fuerzas insurgentes, llamadas
con eufemismo patriotas, mientras las contrarias monárquicas tenían el juego a
su favor desde el inicio ya que se
consideraban a los revoltosos como desaforados y puesto que la lucha de la
parte patriota fue difícil por falta de cohesión, de liderazgo y hasta de
insumos necesarios paras enfrentarse a tropas ordenadas como las existentes y otras
próximas a acudir. En ese maremágnum que se aprecia bien es sabido que el jefe
principal no se las lleva bien con cuantos le rodean y a más de los reveses que
se tienen, al extremo que Simón Bolívar debe salir en volandas de Caracas ya
caída la Primera República, con miras a salvarse de un largo cautiverio, para
decir lo menos, y manteniendo ideas aderezadas con algunos aspectos de la época
revolucionaria en ciernes se escapa por Curazao y cuyo norte es llegar a
Cartagena de Indias, bastante desorientado el caraqueño aunque con dichas ideas
fijas para desarrollar a largo plazo, contenidas en el Manifiesto que allí
redacta y publica en diciembre de 1812. Pero sucede que su acogida en este
puerto fue poco calurosa, porque la Nueva Granada no estaba unida en un solo
poder, al extremo que Santa Fe, Tunja y Cartagena, para solo mencionarlas,
disponían de mandos separados, y por ello Bolívar entra en aquella contienda de
poca monta, acaso intestina y todo desorientado, hasta que resuelve, como lo
venía pensando y disponiendo, conquistar hacia el Sur, que pronto cae en sus
manos, para emprender una seria campaña militar desde Ocaña con visos de llegar
a La Grita, incluyendo planes aprobados, sitio en que subestima los mandos
jerárquicos que lo autorizan. Y resuelto a una escapada triunfal y sin esperas,
por cuenta y riesgo propios a la cabeza de un pequeño ejército de neogranadinos
y venezolanos traspasa la frontera de La Grita rumbo a Caracas, al frente de la
Campaña Admirable, y en Mérida, donde se detiene y lo estimulan con el pomposo
título de Libertador, conoce de otros desmanes serios ocurridos en el campo
monárquico, que lo hacen escribir “nuestro odio será implacable, y la guerra
será a muerte”, de donde sin otras esperas resuelve continuar la contienda emprendida
con aquel dicho expresivo y feroz que “en la guerra todo es valedero”, de donde
prosigue rumbo a Trujillo, atraviesa la línea de Timotes, considerada de
antiguo como la frontera natural entre Nueva Granada y Venezuela, y sin grandes
encuentros militares, que son manejados con éxito por diestros oficiales
acompañantes, se apersona en la importante ciudad de Trujillo, que había jugado
un papel destacado desde la época colonial.
En esta capital llamada de antaño
“Portátil” debido a las siete fundaciones que tuvo, hasta aposentarse en el
estrecho valle de los Mucas, ya tenía morada donde permanecer algunos días
dentro de su programa de acción, para lo cual escogiera la casona familiar de
Don Jacobo Antonio Roth, de origen judío pero converso, cuyos abuelos habían
salido de Irlanda para Venezuela y se establecieron en los hatos guariqueños de
la familia Bolívar, donde cerca de Tiznados naciera el distinguido comerciante
y adinerado Jacobo Roth, quien hubo de contraer nupcias con dama de aprecio de
la localidad y tenía establecida su casa de familia en el divisorio estricto de
la población blanca y la indígena, de que se componía el vecindario trujillano.
A esa residencia construida en un solar adquirido previamente, de ancha fachada
con cuatro ventanas a la calle, se le agregó a su costado superior los surtidos
negocios y depósitos comerciales del señor Roth, hombre de carácter sobrio y
austero por cierto, en que se almacenaban productos principales como cacao y
tabaco de Barinas, provenientes algunos de sus extensas posesiones de Pampanito
y Monay, desde donde en recuas exportaba frutos o artículos hacia el Nuevo
Reino y el lago de Maracaibo. La casa era amplia y se extendía desde el camino
real de enfrente hasta el piedemonte serrano de atrás, terreno dividido apenas
por una acequia que viniendo de arriba por Carmona surtía de agua para riego a
los huertos y solares traseros ya existentes, terminando ese caño más abajo, en
el centro de la Plaza Mayor, para dar de beber a los equinos allí sedientos en
días feriales de mercado. Por otra parte la estructura de la mansión se
subdividía en dos porciones separadas con un patio anterior atravesado por
bestias que circulaban hacia atrás del inmueble y unas celosías de aspecto
andaluz que impiden la visión hacia un largo corredor interno, con estancias
para familiares y el servicio femenino, ubicado atrás, mientras a la peonada
indígena y la esclavitud oportuna se les disponía una porción del lugar
posterior de este inmueble, en su lugar más bajo, ya que la calle cubierta de
lajas era en pendiente. La fachada externa de la casa se formaba de cuatro ventanas,
tres arriba y una debajo de esta casona construida por el señor Roth, quien
mantenía muy buenas relaciones de negocios e información con otros comerciantes
establecidos en las Antillas y principalmente inglesas, en la ruta isleña hacia
el puerto de Veracruz. La entrada principal estaba cubierta de un piso a base
de piedras canteadas que impedían resbalar las bestias a ingresar hacia el
interior de la mansión, como a su mano izquierda podíamos ver el salón del
señor Roth que tenía dedicado a las actividades privadas y el recibo de algunas
personas. Igualmente a la mano derecha de la entrada una vez traspasado el portón
interior, que aún se conserva original y que es una pieza de alto valor
histórico, por el pequeño corredor que existe
frente al jardín allí también establecido, se ingresa a la gran sala familiar
con dos ventanas amplias dispuestas hacia la calle, debidamente cubiertas con
cortinajes y otros aditamentos de la época, como también existen cuatro colgantes
del techo de estilo morisco que pendieran de sus vigas, sitio donde recibía en
grande la familia Roth a sus amistades, parientes e invitados especiales, en
las épocas oportunas.
Y la oportunidad se dio, precisamente, el
lunes en la tarde del l4 de junio de 1813, cuando el Libertador en medio de vítores
es recibido como era costumbre con demostrado aprecio en el camino de ingreso
por La Plazuela a Trujillo, donde se ofrece un corto saludo de las autoridades en
la Plaza Mayor, y luego en las puertas de esta casona que a partir del día
siguiente jugará un papel crucial en la Historia de Venezuela. Imagino ver la
imagen cansada pero despierta de Bolívar al descender de su cabalgadura frente
a dicha mansión donde le esperan, con otras autoridades del lugar y entre ellos
algunos parientes de apellido Briceño, el neogranadino Atanasio Girardot, como las
cuatro hermosas hijas solteras de Don Jacobo (Francisca Antonia, Nicolasa,
María del Rosario, Mercedes y Juana), enjambre de mujeres que debió
sobresaltarle el corazón al caraqueño apasionado, lo que igual ocurriera con
las Ibáñez de Ocaña o las Garaycoa de Guayaquil. Y valga acuñar que durante las
otras tres ocasiones que Bolívar pernoctara en Trujillo, como siempre fue
acomodado para su reposo en el cuarto de huéspedes que el inmueble tenía con
este fin, conectado él con una puerta y dos peldaños, en el salón de recepciones
de dicha casa colonial.
Para aquella ocasión en que ya conocía Bolívar
el fusilamiento en Barinas del doctor y coronel trujillano Antonio Nicolás
Briceño, su pariente, y otros detalles que le afiebraron el espíritu, y como la
Historia no anteriormente narrada y en las lagunas que pueda tener debe
reconstruirse sujeta a varios elementos probatorios, como los testificales,
entre otros, debemos presumir a ciencia cierta que el Libertador venía
preparando algún documento fundamental que diera cuerpo de respuesta a las
atrocidades cometidas en el campo monárquico, para contrarrestar ese fuerte
impulso de españoles que como el canario Yáñez, y antes el canario Monteverde, mantenían
en terror el territorio que ocuparan. Por ello para darle cuerpo a tal
documento y sobre la base de su magnífica memoria que iba grabando los
comentarios atinentes, en Mérida debió oír opiniones sobre el particular con el
trujillano y también pariente doctor Cristóbal Mendoza, y en Carmania, cerca de
Valera, igualmente supo tocar el tema sombrío con el presbítero y hombre de
conocimientos Francisco Antonio Rosario, quien lo acogiera para pernoctar en su
casa de habitación. Nada de extrañar tiene, pues, y sí de lógico, que Bolívar
sostuvo algún diálogo pertinente y en presencia de su Secretario Pedro Briceño
Méndez, quien mucho lo acompañó en estas faenas guerreras y de ordenar sus
papeles documentales, digo, con el dueño de la casa señor Roth, no ha mucho
venido de la prisión española por su calidad de patriota, lo que le impulsa en
definitiva para tomar la tremenda resolución de suscribir personalmente en esa
ciudad histórica el documento de la Guerra a Muerte (“españoles y canarios,
contad con la muerte…”, que así cumplió con rigor tal mandato), y siete años
después (noviembre de 1820) con la rúbrica estampada del aceptante Bolívar allá
en dicho histórico sitio se conviene la paz con España, por cuyo motivo o
consecuencia legal se crean todos los estados que hoy forman la comunidad
hispanoamericana de naciones.
Como mucho se ha comentado sobre este
momento tan vital y discutible en la vida de Bolívar, aquel que siempre tuvo especial
cuidado de “su gloria”, según lo asienta sin duda en tantos documentos que
suscribe, es bueno recordar lo que sucedió aquella noche y día siguiente
trascendental para la vida de América y la intervención de nuestro Libertador, algo
parecido a lo que ocurriera con San Martín en la encerrada Entrevista de
Guayaquil, en Ecuador, ya que nadie ha escrito con documentos a la mano sobre
los detalles previos que desencadenaron la firma de tan importante pieza
histórica, debiendo por tanto apelar interpretando elementos probatorios tenidos
a la mano, sobre el ambiente que se vivió en las horas previas y los personajes
que intervinieron en tan trascendental acto político. En efecto, el Libertador esa
noche del 14 de junio de 1813 y luego de consumir una cena frugal, debió retirarse
a su habitación, surtida sobriamente con armario, espejo y aguamanil, para
dormir en la cama doble y de copete, leyendo previamente algún papel de
importancia o libro de los que siempre le acompañaban, pero aquella noche la
debió además pasar en un casi insomnio ante la determinación que había tomado
de suscribir allí el famoso decreto o proclama sobre la Guerra a Muerte. Por
esta circunstancia en que después de las nueve de la noche la mansión entrara
en total reposo, salvo alguna guardia normal a su frente, por la presencia del
Libertador, y ya que el Estado Mayor acompañante y demás oficiales reposaban en
otras casas cercanas, a las tres de la madrugada del día 15 el servicio de
confianza comienza una faena lenta previa al despertar del día, tiempo en que
también Su Excelencia el Libertador llama al asistente inmediato, coronel Pedro
Briceño Méndez, quien descansa en el gran salón casero que lo divide de una
puerta en los peldaños, porque Bolívar había dispuesto rubricar dicho
trascendental documento para antes del amanecer del día 15. De seguidas también
Briceño Méndez despacha algún oficial que tiene a la mano a objeto de traer
hasta dicho salón al patriota trujillano Andrés Aldana, quien en años de su larga
longevidad daría cuenta de algunos de estos hechos, e incluso al historiador
Amílcar Fonseca, a objeto de pasar en limpio y con letra adecuada el susodicho
documento que haría temblar el escenario americano y guerrero de ese tiempo. A
la vez y como era costumbre se trajeron de las cercanías y ya previstos para
ello a tres escribanos que con su letra cursiva imprimieron al tiempo este
documento, mientras durante el día otras personas escogidas hacen diversas copias debidamente exactas,
para a través de mensajeros enviarlas a las autoridades neogranadinas y
venezolanas, especialmente.
El documento en sí y ya punteando el
amanecer (cinco de la mañana) se firmó en el interior de ese salón en una mesa que
se presta al efecto, de fina elaboración al parecer francesa (las monjas dueñas
habían venido de la isla de Santo Domingo, con fuerte penetración cultural
gala), según afirmó con datos que guardaba la familia Fonseca y José Amílcar,
uno de ellos, luego me lo comunica personalmente, mueble que conservara en
guarda de sus propietarias. Otros opinan y con razón igualmente valedera por
veraz y supongo estudiada, que la sin mayor trascendencia mesa era baja (un poco tosca como se nota así en cierta
fotografía algo borrosa incorporada), y se viene a saber de ese dato
contradictorio único (pues salvo el del iluso viajero Benet otros no existen) sin
analizar acaso debidamente y mediante el cotejo con otras fuentes rastreadas
(que omiten conocidos historiadores trujillanos), cuando un súbdito aventurero español
de los tantos “descubridores” por las Indias, a sea Francisco Benet (su nombre
no queda bien parado en Google), al servicio y tarifa del régimen dictatorial
gomecista, que anduvo a tientas y locas fantaseando de oídas mientras rellena
cuartillas por Venezuela y publicó un grueso libro adulador al respecto, pagado
por la administración del general Gómez, comentario en detalles que me hizo
llegar el historiador y jurista local Rafael Ángel Terán Barroeta, con un
juicioso y acertado trabajo de su autoría. Volviendo ahora sobre el tema aludido esa
mañana mediante pregón oportuno y con tambor batiente dicha proclama fue debidamente
leída en algunos sectores y esquinas de la ciudad trujillana, para su debido conocimiento,
lo que da frutos en muy poco tiempo, cuando el coronel Atanasio Girardot al triunfar
en el rudo encuentro de Agua de Obispos, para cumplir por primera vez con dicha
proclama, todos los oficiales españoles y canarios detenidos en tal combate, fueron
pasados por las armas.
De mi parte debemos decir que la proclama
de Trujillo antes de sumar resta prestigio en los anales del civilismo a la
figura inmortal de Simón Bolívar, que no en el aspecto guerrero y militar conocido.
Y como ya la guerra a muerte había sido desatada bien pudiera haber firmado o
puesto en conocimiento ese documento a través del coronel Briceño Méndez, “por
orden de Su Excelencia El Libertador”. Y así salvar la gloria que el caraqueño
tanto amaba. Acorde con esta apreciación escénica de duro contenido muchos pensadores
mediante trabajos de fondo han opinado en contrario a lo suscrito en Trujillo durante
esa oportunidad riesgosa, y entre ellos citaremos a Eduardo Blanco, Juan
Vicente González, José Gutiérrez, Nieto Caballero, Tomás Straka, César Cantú, Rufino
Blanco Fombona, Vicente Tejera, José Gil Fortoul, Joaquín Ricardo Torrijos, José
Rafael Sañudo, Bartolomé Mitre y otros que señalo con sus opiniones en mi
trabajo “La
Guerra a Muerte que desata Bolívar”,
aparecido en este mismo blog con fecha 19 de noviembre de 2.011. Espero que el presente escrito haya aclarado
algo más sobre tal hecho de suficiente relevancia histórica, con que muchos por
intereses aviesos y parcialidades políticas o parroquiales trasnochadas, en vez
de mejorar dañan la personalidad del Libertador y sus hazañas.