A la memoria de Gibran Jalil Gibran.
Amigos invisibles. En este tiempo azaroso de
vacaciones largas y por pedido de
algunos siempre lectores de este blog e interesados en conocer algo de mi narrativa
no histórica, ahora los voy a complacer con un relato que escribiera en Bagdag
dos años antes del derrocamiento de Sadam Hussein y cuando asistiera al Merbid
(Congreso de Escritores del mundo islámico, 2-992), por invitación especial de
su presidente Muhsim Al Mussawi, actual catedrático en lenguas orientales de la Universidad de
Columbia. Así los dejo complacidos y espero que se entretengan por aquel mundo extraño al que
visitara en varias ocasiones.
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Cierta vez hubo en Basora un ciego, un borracho y un ladrón que
caminaban por la ciudad sin rumbo cierto. En la distancia veían volar las mariposas cual pájaros pintados, nunca se
quejaron del tiempo y menos de las crecidas
de las aguas, y sostenían un raro
gusto por los dátiles pasos, con tal frenesí que el ciego como en mil y
una noches anteriores ordenó al lazarillo bizco que tuvo a su servicio, le
mantuviera una provisión de los mejores arrancados por su destreza, de aquellos árboles
centenarios.
El borracho de su parte
solo aspiraba fermentar los frutos datileros
en viejas vasijas estañadas de cobre, para así obtener una bebida vital como el arak, que elevándole al seso,
la gesticulación y la risa alborotada le mantendría sin traumas en el nirvana utópico, el tantra dialogante y
el frenesí de la existencia, antes de introducirse en otro trance de aquel sueño mórbido o
burlón, propio de los beodos parlanchines.
Y por último, el más
temible de todos, ciego de esperanzas concretas, sin destellos de luz por los
escrúpulos y borracho al cabo de sus
aspiraciones truncas, sólo aspiraba recoger hasta el último dátil caído de las palmeras
secas, y con una mente frecuentada en el
martillar de las tablas de ábacos,
logaritmos y la ambición desmedida, no hacía sino soñar entre placeres discordantes o con embarcaciones de su
propiedad que bajaran pausadamente las aguas del estuario cuajado de peces
saltarines de colores, como lo viera el intrépido Simbad, para llevar a destinos
lejanos las cargas de frutos en sazón y de mieles apiarias escondidas.
Pero sucedió que estos
tres camaradas de encendidos turbantes majestuosos, alfanjes vírgenes sin filo,
y de capas raídas por la superstición, cultivaron una amistad tan estrecha, que
si no es por la infancia miserable en
que vivieron se pudiera decir habían nacido cerca de las barbas del Profeta. Uno,
el ciego, era natural de Anatolia, por Capadocia, citadino de pueblo pequeño y
cuevas de vivienda que le formaron el carácter, cargada aquella humanidad de
infiernos pestíferos y contradicciones efervescentes, aunque de joven macilento y
debido al hambre perpetua que pasara entre los escarpados desiertos y
matorrales peligrosos, con tierra arrasada de por medio y la tradición
anecdótica de los Reyes Magos decidió
buscar el manantial auténtico y venirse tras una caravana inconclusa rumbo al
naciente desolado, harto de arena polvorienta, tras los flacos camellos
solitarios y los dromedarios ahítos de leyendas, a los que por cierto el ladrón
usurero y tiernamente avaro pensaba colocarles
una nueva joroba a cambio de áureas bolsas e influencia pecuniaria como
para atormentar la soledad. El ciego mas la sombra cambiante de su porte pudo llegar así al esculcado puerto de Basora, la tierra disputada
de Simbad, atravesando mil dificultades repentinas, que fue cuando desde aún
pequeño de estatura comenzó a ser corto
de la vista, aunque no de ideas colmadas de enriquecimiento prematuro, lucro
compartido, avaricia de lejos y disimulo asaz. Por aquí y por allá vivía en un trajín
comercial finamente tejido, defendiéndose sin sospechas en el tamaño raquítico,
el lazarillo hambriento y cierta jerga de adulación innata, al extremo que le
diera excelentes resultados en los años
posteriores de tal manera que parecía haber pactado con el gigante de Aladino. Y por si fuera
poco, mantenía oculta una lámpara plagiada del sin par Aladino y a fuego eterno
la sostuvo cuya luz ofreciese a los dioses paganos de la tribu advenida y hasta
a los de otras naciones adversarias, como el caso bochornoso del decadente
Zoroastro, mellizo de Zaratustra, lo que sólo él sabía, tal era el sentido de
sus halagos, elogios y engañifas a montón.
En ese mismo trajín del
bazar o la tienda portuaria el cegato aprendió cierta frecuencia de frases impactantes, hechos amatorios y fechas
memoriosas, y anduvo siempre con el sagrado Corán bajo el brazo sudoroso, para
que le fuese visible a todo trance. Por esta razón simple como un intrigante relamido o interesado más,
con caricias, señuelos que alborotan y hartas zalamerías penetró en difíciles
cenáculos de los letrados o eruditos, y a través del esfuerzo y máscaras
faciales diseñadas pudo enseñar textos insípidos, contradictorios o prestados
con el transcurso de los años dentro de esa personalidad tan sinuosa,
artificial, estéril y doble que le labrara un porvenir cualquiera, al extremo
que durante muchos cursos lunares su nombre por toda Arabia Feliz, Samarkanda,
Kurdistan, sin contar Mesopotamia y el otro mundo conocido, fue sinónimo de acomodo,
de desventura y por esa escala de valores marchitos en que no creía, a fuerza
de equilibrios supremos se mantuvo como viajando por el aire sobre una alfombra
de nudo fino, en concepto de santidad y cultura, adulando a la corte faraónica
de turno, al califato de Bagdag o a cualquiera fuere su protector, y haciéndose hasta de cierta
fama pírrica, sin importarle un clavo, bledo y menos un comino los medios
utilizados entre aquella gente sencilla y bondadosa.
Pensó vivir en medio del
jardín edénico, propio de Alá el
misericordioso, aunque ya siendo ciego y pasada la buena estrella conductora,
donde fue comodín de la picaresca excepcional, descubierto el juego de su vida
y escondidos los denarios atesorados, allá, en tierra de cristianos nazarenos o caldeos, como manso cordero este
lobo estepario vivía del cuento y la canción chiflada ya que apoyado en los múltiples
brazos de una deidad bramánica del Indostán, luego de traficar con todos los
cargos mejores y sustanciosos de aquel tiempo mágico, un buen día para lavar el
nombre apolillado decide refugiarse entre los versos antiguos de carcamales vedas y los modernos de la
época crucial, tan mal construidos de su parte que ni con restos de la
influencia que aún le quedaba en depósito pudo sostener la cumplida cosecha
espiritual, por lo que en los remates cansones de la casa “Sotherby” londinense,
bajo influencias o presentes de emires petroleros se ha podido vender alguna
carta laudatoria salida de esa pluma menguada, pero menos un poema de esos
suyos elaborados sin la inspiración divina del aeda.
Así anduvo ciego y cojo
este bardo ripioso de esos que medran cuando hay oro, cual paria disonante, mal
parado, enfermizo, soberbio eso sí, cuyo nombre seguirá siendo cabal de cinismo
de altura, y a pesar del tamaño canijo entre los cuenta cuentos islámicos
permanece como el clásico tipo de adulante de bandería, con una mentalidad que
choca mitad eunuca y además confusa, de donde su imagen a partir de
entonces se incorpora sin prisa entre
los cuarenta acompañantes del viejo Alí Babá.
El otro socio de farras
e intrigas maliciosas (aquel austero, éste, encontrado con los cantos etílicos a como diere lugar)
se destacó por lo borracho empedernido, payaso gestual entre quienes de risa le
rodearan, bufón del séquito de turno, porque prestó buenos servicios a esta
clase jocosa allá en las carpas beduinas yemenitas, siendo prófugo naciente de
mezclas bastardas entre arábigo y persa con algo de tartario, lo que le
malquista por el acento descompuesto en
ciertos grupos escogidos, pero la verdad es que había nacido más adelante, con cara aceitunada y en
el golfo de Ormuz, cuando un forastero desorientado busca esponjas, elíxires
potentes y perfumes orientales de exquisita fragancia, y al tiempo diera por colocar
cascos metálicos a los burros correlones del desierto, de donde vino la inaudita afición del vástago por las potrancas mal
paridas y los caballos relinchones.
Sin casta alguna por
tanto quehacer en el mundo indigesto de Baco surgió de una combinación híbrida,
al que tapaba la vestimenta aérea del desierto mugrosa y estrafalaria cubierta
de perlas orientales, entre babuchas, caftán, y fez de fiestas alfombradas, y
ello en la desorientación de los clanes le hizo mantener de un comienzo alejado
de las buenas tribus, visitándose de continuo con el ciego tortuoso, al que le
unía una estrecha amistad de colaboración o compadrazgo, para obtener hipotéticos
dividendos honestos y hasta alterar
designios sólo entre ellos y repartirse las prebendas públicas con toda suerte de loas y las eternas
distinciones.
También este dipsómano
contumaz aprendió de los números memorizados por intermedio de la nemotecnia, cosa tan normal
en la sociedad trashumante de aquel tiempo, y su lenguaje primitivo a fuerza de
oír cánticos religiosos exaltados y de los marineros exóticos del más allá fue
incorporando frases inentendibles que luego transformó en versos copiosos,
porque el bellaco tiempo atrás dijo ser poeta predestinado del ritmo melodioso
y de la mejor inspiración, a pesar del repudio de sus coplas y cantares que los verdaderos rapsodas hicieron, por
utilizar éste lugares comunes y en un verso fácil, cojo y lleno de incongruencias curdas, al extremo
que en la vulgaridad si no es por la
cítara que pudiera pulsar como una lira
neroniana y lo adulante aprendido de su
socio el ciego, pasara como uno más entre los allegados de ocasión.
Vivió escondido en el
derroche alcohólico por la prohibición societaria, sin aspavientos, pero
aspirando consumir todo el agua ardiente
para acabar con este mal antiguo por herencia del desconcertado Noé, lo
que también le mantuvo distante del honor de otras tribus, aunque el perdón
excepcional del bondadoso Alá se dejara
traslucir para apaciguar la intimidad, y ello con el tiempo le hizo acceder al
grupo crónico de los enfermos sin retorno, a pesar de que todos estos
aconteceres humanos le tenían sin
cuidado ya que la luminosa estrella de su amigo el ciego le permitió mantenerse
a flote del desierto, ayuno de un mayor resplandor, y se arrastraba besando los pies perfumados en plan de
humillación, por lo que no hubo ulema, caíd, jeque, par o semejante que dejara
de ensalzar, y hasta uno en exceso gordo y maloliente lleno de desafueros ventosos le colocó en
cierta posición de gobierno dentro de la mayor ingratitud o desmemoria, y menospreciando a su propia
familia nada realiza de positivo y hasta reincidió en el delirio fantasmal
cuanto escondido del poderoso alcohol y otros estimulantes mentales en prosa mal habida, el verso decadente, y
aquellos que pretendieron beneficiarse
de su presencia en el mando fueron silenciados
al absurdo y extremo porque tanto el borracho como el ciego dándose
palos entre ellos en esencia eran una
misma realidad interior, uña y carne entrañables, cortos o largos de visión,
engañosos y tan egoístas del repartimiento conjunto a objeto de no permitir que
nadie se acercara hasta el panal de ricas mieles que defendieran por mandato de
Alá las águilas del desierto arábigo, salvo una pequeña cohorte de paniaguados
desprotegidos y débiles marionetas que visitando espejismos sin fronteras por
mendrugos de pan y solo ofertas maravillosas hacían lo que hubiere lugar en
favor y al turno de la pareja en trance de ser hipnotizada.
De esta suerte postiza
por deducciones cabalísticas de los mismos actores fueron entonces corriendo
entre el desierto, andando a través de oasis y cuchufletas, entre
caravanas sin ruta y camellos sedientos,
entre ovejas esquilmadas y halcones escapados de la cetrería, finalmente entre
el filo de los mandobles y bruñidos alfanjes, y su advenimiento fue tal que en
la osadía pertinaz llegaron a las
propias puertas de La Meca para exclamar a cuatro vientos la maravilla de su
poesía, la profundidad de su ciencia, la ayuda al menesteroso y la limosna
sabatina al necesitado. La abstinencia ejemplar
de sus vidas que incluye la ablación femenina, la entrega a Alá en este
mundo errante y los miles de favores
realizados sin cobrar alcabalas,
gabelas, medias anatas, almojarifazgos, comisiones, excesos o tributos, lo que era una
mentira más grande que toda la península arábiga incluyendo el Mar Rojo, por lo
que los barbudos doctores de la ley, los sabios y los expertos de la verdad
verdadera estuvieron todos de acuerdo en la falsía de sus exposiciones pueriles,
y antes bien condenaron la palabra certera, so pena de otros castigos
ejemplares valga decir lapidación o colgar a ambos intrusos por taimados,
inescrupulosos y corruptos.
Pero el tercer ladrón,
que diera aún más trajín que la suma de los anteriores, fue tal su estilo y
viveza como para llegar a confundir los
oráculos, talismanes, los signos positivos del zodiaco y las premoniciones
satánicas. Levantado en la mayor miseria de una familia multípara marginal, era
él quien limpiaba el cagajón de las ovejas y traía las pesadas ánforas de agua para beber, desde aquella fuente de
nostalgias que sirvió de lavadero común y abrevaba la sed de cuantos animales
lugareños existían.
Alí Babá. |
En lo certero de su andar
disperso con premura perdióse del mapa palestino y en la peregrinación a
trochemoche guiado por las estrellas equívocas debió pasar hambre, limitaciones
estéticas y necesidades a montón, en antros, tugurios y tierras relegadas que
le templaron el carácter mas no el alma; y para sobrevivir, tiempo adelante en
la almoneda de la lonja del mercado cautivo que le servía de fuero contó que anduvo
desvariando por las islas eróticas helenas, entre bárbaros y otras tribus
caucásicas, disfrazándose de mil maneras corderiles para continuar viviendo aunque
fuere a empujones, en un “clío”, “clío” como los polluelos regionales quiso
conocer al carcomido por famoso Herodoto,
pero éste por la desfachatez engreída
del intruso le cerró las puertas de a par en las narices y después con
una manía irrefrenable de lo ignoto panglosiano atraviesa el Ponto Euxino, la
Dacia, cayó en Tracia, caminó al Peloponeso de
piedras y guijarros, o al menos así se jactaba en decirlo, aprendiendo las máximas picardías
de los armenios especuladores, hasta trató de vender secretos hurtados a la
gente del zar Boyardo, y con aquellos fardos y costales plenos de abalorios,
cascabeles y otras engañifas anduvo en veleros de ingratitud, entre aqueos y
maniqueos en la búsqueda de títulos y
canonjías, saqueó la mansedumbre de los nubios, arrasó con los restos
cristianos nilóticos, dormía junto a un perro pastor y a pierna suelta en la
necrópolis de Atenas, trató de empeñar y hasta vender a precios viles un sarcófago real encontrado
por suerte en Luxor, se hizo más agareno en la subida a tierras etíopes, bajó y
anduvo sorteando cuchillos y colmillos eritreos, trompas de elefantes ayunas de marfil, y luego de ser tan
andariego y con el engaño del bazar de palabras, genuflexiones, besos, te
himalayo y afectos que en la trampa mortal prodigara, después de maldecir la
extensa y espinosa vuelta al Mar Rojo con dos o tres lacayos incondicionales
que mantenía en rayana pobreza, recordando los tiempos idos recaló un buen día,
tan largo como el de las murallas de Jericó y lleno de nubarrones cuanto de
presagios, por entre los canales del estuario de los ríos madres de la civilización y el castigo, sentándose
así, con barca y ujieres que cargaban el incienso para cubrirlo de olores
atractivos en la pacífica y activa Basora, que era como el correr de vidas y
negocios de aquella quietud escarlata del Medio Oriente en trance de ser
entero.
Claro está que a poco de
andar en los ajetreos de la villa portuaria convulsa y siendo de menor edad en
relación a los otros pillos o pilluelos,
mediante manipulaciones ventajosas pero abstractas entró rápidamente en contacto con el ciego
alabancioso y el borracho contumaz, lo que en la vuelta de los meses y por pertenecer a la misma corporación de
comerciantes especuladores, en una y otra forma fueron cerrándose de cierta
amistad que aparecía cultivada desde tiempo atrás, y éste, el novel de los tres
taimados cófrades, con los cantos de sirena aprendidos en tierras de herejes
espartanos confundió la viveza de los
otros al extremo que en poco tiempo el suave déspota hecho un mullah religioso
estuvo dispuesto para las grandes aventuras, llamadas por él sin pestañar “los
sacrificios”.
Así en la aberración de
los signos mal puestos del zodiaco por sumerios y caldeos en vieja disputa con
los persas, el granuja de marras logró seducir
a un viejo decrépito pero tenido entre los siete sabios del poder de los
no profanados lugares, y a esta santificada momia viviente envió con rapidez para ejercer presión inaudita y por tandas
sucesivas, la macabra cohorte de lacayos amaestrados, y luego fue él,
personalmente, ahora sin petulancia, y entre medusa, Fedra, hydra, chacal y perra
parida, con los cuenta cuentos mandarines que le narrara desde cuando
malviviera aprendiendo caprichos en
aquella tierra de los césares de Suetonio, le convenció al extremo que pronto
el anciano achacoso fue cediéndole
cuotas de poder sin otro beneficio, y aquel, como el pulpo de las entrañas
marinas de Omán, entre dedos y codos fue encercando sus ardides comerciales,
tan pegajosos cual la goma arábiga, el incienso del mercado de Yemen y el
alcanfor.
De este modo travieso
aparecieron los nuevos adulantes, aunque el hombre no penetraba bien en las esferas de los negocios patriarcales,
ya que muchos se dieron a la tarea inequívoca de indagar sobre el origen raizal
del avispero. Así de simple se supo porqué renegara de la tierra el relamido,
de una mujer cornúpeta y desaguisada que
anduviera tras sus pasos viciosos por las correrías de los tiempos iniciales,
de cómo era maestro de filigranas en el pedir y en rebajarse para obtener
beneficios absurdos, de sus amistades y entornos con tiranos grotescos, y de
una esclava blanca, vándala, de ojos redondos verdes, que por excelente
cocinera de chorizos y albóndigas en tierras peninsulares morunas tomó como
mujer escogida al azar, allá en los tremedales del mal recuerdo y la pobreza
infantil. Lo cierto de estos claros episodios fue que el insaciable y tenaz
palestino hizo tal amistad con el ciego y el borracho juntos, que cada viernes ejemplar
después del oratorio en la mezquita que exclama ente cantos, sentencias y voces
azoradas, luego se reunían con seguridad para agarrados sobándose las manos y entre pedazos de cordero, tazas
de té enigmático y consumos de narguile casero, contarse una tras otra sus
fraternales fechorías.
El desalmado estratega
comenzó a armar todo un tinglado de taller
grande entre los escombros de cierta casa violada por el abandono, para ante
ruidos siniestros y trastos baratos
elaborar unos signos caligráficos
que por inmodestia y
exageración en poco tiempo dijo ser de la mejor factoría del mundo musulmán. Las
conciencias fueron cayendo luego dentro de los negocios turbios, y a medida que
por el mar se especializaba el signo
cursivo y grácil otomano y los escritos
de la conquista cruel, de maestros y artesanos honestos iba tomando cuerpo de obra limpia, recién
acabada, sin otra retribución que el
agradecimiento interesado porque, según
apuntaba en la alabanza engañosa, el publicarla era un favor del todopoderoso
Alá y de su reino paradisíaco, y tal desparpajo impropio convenció a muchos,
mientras las riquezas de quienes le apoyaban
con erogaciones dispendiosas corrían hacia las arcas de este inconmensurable mercader, que en
contra de las leyes divinas festejara con pompa el primer millón de dinares insertos en la trampa de los incautos clientes
atraídos.
Compró conciencias,
rebajó honores, corta caminos de éxito, compromete el silencio de otros, hizo
cuanta maniobra sensiblera considerara útil para procurarse de los trabajos a
presentar, y con el retintín permanente
de la exclamación telúrica y
mejor teocrática de que “todo a favor de Alá y de Mahoma, su profeta”, este
otro Mohamed pudo abastecerse de buenas
y millonarias partidas o caudales del reino omeya, que le llenaron de bienes y
otra dignidad, al tiempo que los acólitos le rociaban incienso o agua perfumada
para quitarle ese olor penetrante entre cabra salvaje, oveja sin esquilar, y
ajo que de antaño le perseguía a satisfacción. De esta manera insólita el
granuja empieza a crearse todo un mito alrededor de su extraña figura,
cabizbajo, amnésico, pigmeo, pensador de diente roto, con los escasos hilos de
plata entre las estrechas sienes,
esquelético, enamoradizo sin definición, a veces soez, y que daba unas fiestas rumbosas por
extravagantes, estrambóticas, casi palaciegas, todas en la intimidad de la
carpa, incluidas las mancebas para buscar lo deseado en cuanto a sus intereses inescrupulosos,
aspirando en el compromiso a cuotas comerciales calificadas, por lo que al
insistir sentarse entre los que
manejaban los cuadros políticos del
imperio de Alá, con esas garras afiladas difícilmente ocultas creó un grupo de
extorsión que le era en la totalidad servil, donde ya acorde con otras ideas exóticas, advenedizas por excepción,
exigía como parte sustanciosa del botín
el quinto real y de preferencia el diezmo convenido, primicia o gracia suprema,
y de allí hacia arriba dentro de aquellos muchos millones de tesoros que la ambición desmedida y las agallas más grandes que las de
cualquier ballena, pudieron embolsillarse en arcas propias, a tal osadía de
pretender emular al glorioso turcomano rey Midas, admirado siempre porque todo
lo que tocaba se convertía en otro sonante para engrosar cornucopias metálicas,
y hasta se cuenta que dentro de los escrúpulos enojosos en gruesos sacos de
algodón de lienzo egipcio vino a exportar moneda falsa hacia el principado de
Malabar, y de allí mediante artes de magia, malabarismos increíbles, juegos
manuales y embelecos defendidos por
caravanas de ventaja, con pasión inocultable atrajo cestos de escasas aleaciones
finas y pedrería preciosa, en su mejor tenor y oriente de belleza.
Rodeado el pillo de un
círculo de descastados que procreara
durante tantos años, dio de fiestas y de francachelas en su residencia campal,
que en los mejores tiempos del califa Harum
al Rashid se recordaran, obsequiando mujeres y prebendas por doquier, las que
de manera gratuita eran puestas en la ofrenda a las diferentes toldas pugnaces,
pudiendo navegar sin contratiempo entre las briosas aguas del interés
determinado, hasta que al final, por esas sinrazones de la adulación y el
compromiso pudo sentarse en algo que le quedara grande, ¡dígame¡, donde
cultivan además de granados, higos y pistachos las leyes humanas que manejan el
país.
En aquella mala hora ya
había despojado a su legítimo propietario
el mayor colegio musulmán del imperio, acusándole de maricón a lapidar, a
desterrarlo después de rasurado el cráneo, para siempre, y hasta decapitarlo si
los doctores de la ley coránica así lo manifiestan, expropiándole el sitio de enseñanza por cualquier suma
lastimera y pasando este bello edificio que recuerda al Profeta en las primeras
dinastías abasidas a engrosar las arcas torvas y repletas de sus conocidos
caudales en la misma época en que dentro
de los talleres de trabajo por planchas medievales gálicas también había publicado mas de mil obras de una caligrafía excepcional,
lo que con codicia desmedida le condujera a reunir cuentas de maharajá
superiores a las que pudo contemplar en la cueva áurea del asustado Alí Babá.
Para estos tiempos de
presagio el mal ladrón que usaba cuellos blancos de cisne se había hecho de un
nombre con buena parte de la investigación perteneciente a sus seguidores y del apropiarse de otras
obras benéficas escondidas, y con el mayor cinismo plagiario con desparpajo
supino las hizo reproducir como suyas, en las fraguas tristes de su opaca
actividad creadora. Con el acervo de épocas lisonjeras de la región también
compraba devaluadas por pedazos todas las conciencias sobornables de la región
mesopotámica, aspirando aún más a las dignidades altas a conquistar y cuidado
si en golpes por la espalda previstos intentó ser califa, bey o visir, a través
de la presión utilizada, a veces al máximo, por medio de los lacayos
deshonestos o mediante la simple urdida depravación, la complicidad o coautoría
manifiesta en sus variadas formas, y la alabanza que extralimita, al extremo de
creerse nuevo sátrapa de las ideas geniales, hombre de extensas y sanas
narraciones que por canales de terceros publicara dentro de la fina red comprometida en que se halló, con áulicos
o panegiristas de tales letras e
infundios escritos sin razón, viéndolo bien, todo terminado a fin de cuentas en
una sórdida mediocridad, que es como lo recuerda la historia fabulada.
En aquella vulgar
existencia mesiánica, instaurada para con antelación fusilar retazos de tiempo aurorales,
al granuja le dio por inventar toda suerte de construcciones de escaso valor,
con fondos incompletos, a fin de colocar morondangas engañando a pastores
incautos, y dentro de sus más extensas o destructoras aventuras terrestres hizo guarida propia en los
jardines heredados de Academus, ahora cubiertos de mirra milagrosa, de los que
añora hablar por tradición plebeya, cuando las correrías suyas de la miseria en
pos de los astros bienhechores, y bien pronto, con la compra inusual y lo
timorato de los otros, por lo ducho, hábil y desconcertante que era se
atrincheró tras gente incondicional para
manejar el ocultismo a su antojo, la transmigración y hasta el embalsamamiento
de cadáveres, desde ese sitio por demás sonoro mediante los pífanos acordes, a
donde con la mayor argucia graciosa para asegurar los votos requeridos trajera a rebeldes gitanos y hasta se dice
que a judíos conversos por la conveniencia del negocio.
Se especuló entre grupos
que el usurero en cuanto trabajaba de día y de noche aumentando los ingresos de
su administración delirante, habíase hecho todo un experto en angulosos números
arábigos, aunque utilizara todavía el alfabeto cuneiforme para el manejo de las
cuentas secretas. Mas sucedió entonces que cualquier mañana ejemplar, entre
tanto tráfago y capital consumidos, el ladrón comenzó a sentirse enfermo de
cuidado, y fue tal las molestias observadas por aquellos shamanes de su tiempo,
que a pesar de los paños calientes, los pediluvios y gargarismos para alejar
los malos sinsabores, con prisa y talegos de las monedas requeridas debió
trasladarse en parihuela hacia el recto Indostán para ser ensalmado al abrigo
de las altas montañas, donde se cuenta que un quimerista o práctico de estas
dolencias y misterios del alma le abrió el cuerpo a lo largo, en canal, como a
una vaca no sagrada, rompiéndole las costillas para mediante fórmulas
alquímicas sacarle lo pútrido malsano, y se ha escrito también que el ladrón
usurero, como lo explicase después, soñó que en los ante portones de la muerte
y con los entresijos afuera, su imagen de Sardanápalo lucía como la de
Nabucodonosor, con orejas de pollino, hecha de oro aunque se desmoronaba por
los pies, que eran de arcilla húmeda del Tigris, mientras un concierto de
moscas verdes bullía deleitando en
derredor.
Luego de superar
desgracias a granel regresó a Basora como
un borrego tierno, con el antifaz de la humildad, más demacrado que
nunca, entre jade y turquesa de color, pero ya las situaciones habían hecho su cambio, sin existir el manto
de nubes que opacara la realidad, y a pesar de que el ladrón, el borracho y el
ciego continuaron visitándose los viernes consabidos para relucir en claroscuro cuentas inmorales,
las generaciones de avance, algunas bajo sacrificio o esquilmadas por ellos,
hicieron suyo el popular refrán ibérico “a otro perro con ese
hueso”, aunque perros hubiera pocos en el lugar; y sobre el fundamento axiomático
de sentarse en la puerta de la sufrida
tienda para ver pasar el cadáver del enemigo, ya los cantos celestiales del Profeta y los clarines de sus voces sin recogerse se
perdían en la inmensidad del gélido desierto huérfano de nubes.
Algo nuevo, menos
explotador, apareció en el escenario del futuro a interrumpir, mientras
aquellos tontos silencios infinitos envilecían envejeciendo, con disfraces y
máscaras vidriosas venecianas, con caras de trasnocho y sentimientos de yo no
fui, sin tribuna ni acólitos, sin páramos ni llamas, por lo que entonces acá,
ausentes de magia e idealismo, como
recompensa a tantos delitos y pecados cometidos, en la maldición y pestes
desatadas por la hégira radical fueron condenados infaliblemente al desprecio
colectivo, al abandono y la indiferencia, a regresar sin cargas hacia los
orígenes aldeanos del horizonte y a borrar sus nombres devaluados donde habían
sido esculpidos por las propias estrellas.
Sherezade. |
El ciego debió vagar sin
lazarillo bizco en la inmensidad del limbo complaciente, oyendo en todo tiempo
los cantos atiborrantes de los verdaderos aedas; el borracho bebería sin
cansancio dentro de los mismos toneles hediondos en que se fermentaba los mostos dejados por el seráfico inventor
Noé; y al fino ladrón, en la sentencia eterna se le impuso verse cada vez las
entrañas puestas en sus manos sangrientas por Prometeo, para escarnio de las
generaciones posteriores.
De este modo sencillo o
pedagógico y antes de aparecer en columna los demás penitentes, fueron
extraídos de ultratumba, para bien conocerse, tres de los cuarenta cascos que
acompañaron sin rescate al encantador serpentario por asombrado Alí Babá.
Alguien dijo en la estancia que aburrido de vivir este asombrado gestor, como
nosotros, se había fugado con ellos en una noche clara, para no arrepentirse
más.