Amigos
invisibles. Este título que encabeza el
blog estremece hasta los tuétanos, porque semeja arrancado de una película
terrorífica y sin embargo no lo es, como pareciera serlo, pues es viva presencia de un episodio horrible
acaecido en la Venezuela del siglo XX, por allá en el fondo selvático del
territorio Amazonas mediando el Río Negro y cuando la vida no valiera nada, ya
que pendía de sutiles interpretaciones existenciales en que la ley existente
para dicho lugar era la traición, el mando salvaje e indiscutido y el deseo
ferviente e irrefrenable de muchos hacerse ricos con la mayor prontitud y a
como diere lugar.
Remontándonos a los orígenes
genéticos de los habitantes venezolanos de aquel entonces bueno es decir que
parten de troncales indígenas la mayoría luchadores entre sí y hasta caníbales,
que unidos por las mezclas raciales con los españoles, para aparecer el
mestizo, o con sangre africana para procrear mulatos, mediante esta ensalada
ancestral unida en diferentes formas sanguíneas y mentales a fin de producir
algunas diez amalgamas representativas de sufrimientos y razzias personales que
terminaban en la muerte, con este potpourri de circunstancias imprevistas nada
tenía de raro que acontecieran episodios verdaderamente tristes para la
entonces allá alejada primitiva sociedad venezolana. Pero como todo tiene su
principio y su fin, es necesario aclarar que durante la segunda mitad del siglo
XIX en la extensa región de la Guayana venezolana surgieron minas de oro
catalogadas entre las mejores del mundo (El Callao), y diamantes (río Caroní),
riqueza que aunada a la producción de cueros de res (corambre) para la
exportación a Europa, pieles de lujo, de finas plumas de garza para vestir a
las mujeres del “can can” en París como igualmente en otras capitales de
placer, la explotación de la sarrapia
tan valiosa para producir los mejores perfumes, maderas preciosas, el balatá, y
a la creciente producción del “purguo” o bolas de caucho naturales a fin de
suplir la creciente industria europea, todo ello hizo aparecer una sociedad
violenta a lo largo del amazónico y extenso río Orinoco, que dio lugar a novelas,
leyendas, cuentos, medias verdades, sustos, envidias, resquemores y a un
bandolerismo sin igual al estilo de Bucht Cassidy, que ni el mismo gobierno
central venezolano podía destruir ni menos aplacar. De allí, de ese mundo
inhóspito y mucho más peligroso que el Oeste norteamericano, se desprende,
pues, lo que voy a explicar hacia regusto y deleite de algunos o a objeto del
castigo mental de tantos otros.
Para nuestro apasionante comentario
todo comienza a ocurrir al inicio de la segunda década del siglo XIX, cuando ya
establecido en el máximo poder caraqueño el presidente general Juan Vicente
Gómez procede a designar autoridades regionales afines a su causa y por
ello en 1911 envía a ese olvidado pero
rico territorio selvático al ventrudo “coronel” tachirense Roberto Pulido
Briceño, quien para posesionarse de su cargo en tal ostracista pero lucrativo
lugar, de Caracas debe emprender el viaje por barco a la isla de Trinidad y
remontando el caudaloso Orinoco durante largos días y penurias a montón, sigue camino
a San Fernando de Atabapo, pueblo capital de entonces recostado casi en la
frontera con Brasil, pero como el hombre era mujeriego y se las daba de
bravucón, por la lejanía del hogar mantenido en Caracas decide llevarlo consigo
hasta ese peligroso apartadero, y para colmo de males cargó también con la
bella y distinguida esposa, Mercedes Baldó de Pulido, blanca, de ojos
picarones, llena de carnes atractivas como de boca y nariz envidiables, lo que
desde un inicio llevó por la calle de la amargura a tantos hombres eróticos que
habitaban aquella escondida comunidad. Es en este escenario tan sensible donde
habrá de desarrollarse uno de los más trágicos asesinatos globales y
consecutivos en la historia venezolana, de hombres, mujeres y niños, cuya planificación y desenlace fue dispuesto
con la mayor frialdad por el llamado coronel Tomás Funes. Alto, huesudo, delgado, zambo, de ojos
zahoríes con mirada penetrante, bigotes finos cuidados, negra su piel lisa y
tostada, manos como garras de tigre, el cabello hecho sortijas y corto, la
nariz puntiaguda, de buen vestir y mejores tratos, eso sí, de pocas palabras y
decisiones rápidas. Nacido en Cúpira de Barlovento, tierra africana cacaotera,
su infancia fue difícil en medio de una negritud desbordante, siendo hijo
ilegítimo del caudillo oriental Manuel Guevara y la madre resultó ser una
lugareña aindiada que le diera su apellido. De joven viaja a Caracas, pelea en
las revoluciones legalista y libertadora, y ya en conocimiento de las armas con
el empresario de caucho Julio Díez resuelve trasladarse a ese El Dorado que es
Guayana, polo atractivo de la entonces juventud aventurera.
En Ciudad Bolívar donde se establece forma un grupo juvenil
dispuesto a todo, y con el rigor de aquel tiempo jugándose la vida pronto este conjunto
decide incursionar hacia el Alto Orinoco, extenso sitio poco visitado para su
penetración aguas arriba pero donde corría dinero suficiente. Andamos caminando en el año 1913, consolidado ya el
poder del presidente general Gómez, y como era su costumbre en la designación
de tachirenses gobernaba dicho territorio el violento coronel Pulido, a su creyente saber y entendimiento. Para comenzar
y con licencia de escrúpulos el tal Pulido decreta 14 impuestos propios para el
cobro compulsivo, como igualmente maneja el monopolio del transporte
fluvial, lo que en el fondo disgusta a
la población servil principalmente
aindiada y mestiza, mientras los deudores esperan arreglar tales excesos con el
“general”, a quien de veras le temen. Esta situación dolorosa de los bolsillos
en que todos murmuran, es aprovechada por el taimado Funes y los suyos, quienes
resuelven acabar con aquel paraíso de Pulido y sus secuaces, de donde con un
plan premeditado el 8 de mayo de 1913 y cuando
el gobernador regresa a la capital San Fernando de Atabapo, 300 bestias
asesinas al mando del tirano Funes en un santiamén detienen por sorpresa a
Pulido para atravesarle el cuerpo con cinco tiros certeros, mientras Balbino
Ruiz de un tajo por la nuca le cercena la cabeza, y con rapidez, mediante
cuenta preparada desde esa misma noche al estilo de la San Bartolomé hugonote
se inicia la matanza de 122 personas
asesinadas impunemente entre los habitantes del poblado y arrebatándoles
de seguidas todas sus propiedades. Como
mayor oprobio vengativo esta imborrable noche fue sacrificada cruelmente la
linda y atractiva Mercedes Baldó de Pulido, mientras sin escrúpulos de
inmediato era ultrajada por el sátiro “coronel” Manuel González, segundo jefe
de aquellos animales forajidos, quien a
continuación y a objeto de proseguir en la orgía de los actos carnales in
crescendo “se la echó a la tropa para
que 15 bandidos siguieran violándola” a regusto de las ambiciones morbosas.
Llevada luego a Maipures esta desgraciada y donde estaban secuestrados sus
hijos, menores de diez años, todos fueron asesinados de manera salvaje. De esta
manera tremebunda el moreno barloventeño Funes se inicia en una ola de crímenes
que comete o manda a realizar, en un período de ocho largos años que fueron de
perturbación y miedo para todos los habitantes de aquel peligroso enclave
venezolano, mientras reunía riquezas a montón e iba aniquilando a más de
cuatrocientas personas que no pudieron salvar la vida, en esa larga noche de
asesinatos en que gana con creces los recuerdos siempre presentes del tarado
asturiano Lope de Aguirre.
Pero sucedió que como el general Gómez no pensaba acabar con
el despotismo desatado en Amazonas, teniéndolo apenas lejano y sin mayor
peligro contra él, sí hubo un guerrillero que para hacerle pasar malos
ratos porque nunca lo podía destruir, intentó con su gente penetrar en aquel
laberinto exótico y tremendista, para así recordarle al Presidente que él
existía y que ingresaba al país a su
guisa, como lo hizo siete veces y durante veintiún años, con este ánimo de
combate querido pero irrealizable. Así me refiero al pequeño, delgado, mestizo,
con arrestos de independiente, llanero vallepascuense y además valiente a quien
por sus dotes carismáticas siempre le seguía una guerrilla combativa, o viceversa.
Por cierto que Arévalo pudo conocer a este sanguinario en tiempos de mocedad
cuando vivió en San José de Río Chico, como escribe, y por saber quién era lo
mantenía en consecuencia frente a la mira mortal de un destino que todo
bandolero debe tener. Lo que pudo llevar a cabo dieciséis años después, cuando
pensaba destruir dos pájaros de un tiro, en el sentido de debilitar a la dictadura gomecista, por
un lado, y por el otro llegarse hasta la
propia guarida del batallador Funes, para imponerle un castigo ejemplar, que
entre paréntesis esgrimía frente a los suyos como “la obsesión de mi
vida”. Con este pensamiento que lo
arrebata en la resolución ejemplar adoptada sale de Puerto Rico, donde
parlamenta entre jefes guerrilleros antigomecistas, y con la facilidad del
conocedor de aquellos contornos de la sabana extensa mas quinientos escasos
dólares que apenas le acompañan, logra reunir y convencer a un grupo de guerrilleros antigomecistas, para
acompañarlo en esa travesía peligrosa que entonces se desprende de la frontera colombiana en las playas extensas del río Arauca para
luego penetrar en Venezuela en un recorrido intenso y muy difícil, lleno de
peligros, que en 35 días de viaje por agua y tierra lo enfrentará al terrible
tigre de Funes, enfurecido por cierto, cuyo duro final pero feliz haría noticia
no solo en Venezuela sino en Europa y los Estados Unidos.
En ese noviembre de 1920 doscientos guerrilleros
antigomecistas le acompañaron en la hazaña, donde una vez aprobada la acción de
combate para jugarse la vida caminante, en que a marchas difíciles y a través
del Orinoco con el mayor sigilo fueron acercándose hasta el profundo, turbio y tranquilo a veces
río Orinoco, casi cerca de sus nacientes, epopeya desigual que había partido en
caravana desde Casanare para atravesar el Meta y seguir adelante, el último día
de 1920, con el ánimo cerrado y colectivo de pedir cuentas al temible y
sanguinario tirano, viajando así sobre parajes desconocidos, rodeados de una
selva húmeda y tupida, como encima de embarcaciones viejas y a punto de
zozobrar, escaso de provisiones y con armas restringidas por su ausencia,
siempre bajo el ánimo de reclamar justicia, mientras atraviesan de manera
nocturna el ancho río Meta que los espera con vientos encontrados, odisea
parcial en que permanecen con ajetreos durante siete días calurosos. Luego, una
vez adentrados en el caudal del Orinoco aumentó el concepto de riesgo por las
crecidas estrepitosas del mismo y los saltos traicioneros acechantes en dicho
cauce, como la presencia de enfermedades, animales ponzoñosos y saurios “en
boca de caños”, por lo que esas 27
jornadas de tal travesía fueron tenebrosas al extremo de nadie dormir
frente a los raudales y cataratas existentes, faltos además de comer y
recorriendo río arriba hasta sesenta kilómetros a pie para salvar diferentes
escollos, y con material pesado remontando su caudal mientras este se hacía
menos peligroso. En cierta oportunidad cuatro días duraron sin probar siquiera
un bocado y les vino un ataque de úlceras y fiebres, por lo que ese ejército de
idealistas parecía más un hospital de enfermos de cuidado que la columna
libertadora en marcha. De esta manera con el tesón emprendido se pudo llegar a
la confluencia de los enormes ríos Atabapo, Orinoco y Guaviare, para ver de lejos
la guarida, bestiario y fortaleza del temible Tomás Funes, mas preparándose
para algún desembarco, la columna militar tuvo el desencanto de esperar en tal
ímpetu pues el Estado Mayor reunido dispuso proseguir remontando el Orinoco
durante dos horas agregadas para apenas pisar tierra en la Pica de Tití, y de
allí mediante baqueanos conocedores en la espesura abrir un camino oportuno
para en la sorpresa requerida salir en los propios corrales del poblado.
Iniciándose el siglo XX, en la madrugada del 27 de enero y
luego de un descanso necesario el ejército invasor ingresó en las afueras de
Atabapo, mediante una acción repentina para tomar casa por casa y con poco
poder de fuego debido a la ausencia de
algunos sitiados al andar ellos en faenas propias recolectoras del balatá. A
los primeros disparos Funes como fiera
acorralada saltó de la hamaca en que descansa y corre hasta su cuartel de
guerra, que es un bastión fuertemente resguardado, donde se inicia la defensa
vital, hacia el camino de la muerte. El bandolero, que es macho al estilo de
los revolucionarios mexicanos, posee además bravura, manteniendo con fusiles
modernos un fuego cerrado hacia las
posiciones de Arévalo Cedeño, mientras caen los primeros heridos y muertos del
combate. El mulato y zambo acorralado con la sagacidad que tiene cambia de
posición sosteniéndose en zanjas, árboles gruesos y muros escogidos al tanto que prosigue la balacera durante
varias horas, mientras con el pumpum de la metralla avanza el día y llega la
tarde con los riegos de sangre y el terco Funes jugándose la última carta
existencial aunque con el poder de combatiente intacto, pero pasando el tiempo
de la ofensiva los invasores deben economizar los restos de 5.000 municiones
con que empezaron la refriega, mientras Funes prosigue con el fuego nutrido, al
disponer de un gran parque operacional. La noche inmediata estuvo en calma
preventiva, atendiendo heridos en hospitales de sangre y velando las armas por
si acaso surge el canto de gallos metálicos y algunas detonaciones esporádicas
sentidas en aquel acontecer pendiente, evitando que la gente de Arévalo se
acercara hasta el sostenido bastión de Funes. En el amanecer del 28 de enero
empezó de nuevo el recio ajetreo salpicado con el tronar de la pólvora y el ojo
despierto de cada bando, mientras el estratega sitiador al entender que el tira
y encoje de la refriega podía extenderse por más tiempo, en que contaba el poco
parque aún mantenido, ante esta situación extrema el atacante resuelve y ordena a las ocho de la mañana que varios
subalternos comenzaran a esparcir gasolina de unos tambores existentes, con lo
que se petrolizan las puertas y aleros del edificio que guarecía al tirano,
buscando el fin de incendiarlo, en vista del terrible poder de contraataque que
desde allí se desprendiera hacia las ya decadentes filas invasoras. De donde
para destruir al diablo de Funes, al monstruo de Atabapo, Arévalo y los suyos
resuelven incendiar el reducto donde se aloja dicho personaje maligno, pues de
otra forma de razocinio por acabarse la munición debería tocar a retirada el
tozudo general llanero, por lo que vista la intención y puesta en práctica de
abrasar el sitio que permaneciera en juego, evitando ser inmolado como
correspondía y vistos todos los extremos cerrados, Funes ordena levantar la
bandera blanca de la rendición, al tiempo que destaca un asistente ante el
cuartel arevalista para anunciarle al propio jefe su deseo de deponer las armas
y entregarse, solicitando protección frente la ira colectiva de los
fernandinos. Para entonces había transcurrido veintiocho horas de lucha
incesante, como también veintiocho días de ajetreo marcial para finalmente
vencer a este vulgar asesino.
De acuerdo a la rendición incondicional Emilio Arévalo Cedeño
destaca una partida de oficiales y ayudantes escogidos para detener al criminal y posesionarse del edificio o cuartel bajado
en armas, como del sustancioso parque allí guarecido. Acto continuo un Consejo
de Oficiales se reunió para deliberar sobre la suerte de Funes y de su
inmediato secuaz Luciano López, mientras
algunos prisioneros pasaron detenidos a
la cárcel local en espera de iniciarse los juicios ordinarios, otros fueron
liberados mediante la averiguación respectiva y los demás se incorporaron a las
filas guerrilleras. El rápido dictamen
del Consejo de Oficiales terminó creando
un Tribunal de Guerra en campaña que dio comienzo a la elaboración del
expediente sumario respectivo, donde se
llama a declarar muchas personas como testigos, perjudicados y sobre los
terribles ocho años del inaudito despotismo.
Por su parte los presos Funes y López expusieron en un largo y personal
cuestionario, en que trataron de justificar algunas de sus fechorías. Y ante la
catarata de denuncias habidas y probadas en mayoría el defensor de oficio,
coronel Eliseo Henríquez, no pudo sino solicitar el perdón sobre el sacrificio
inhumano e inaudito de las 420 personas ya indicadas, muchos de cuyos retratos aparecen en el libro
de memorias cuyo autor es el general Arévalo, clemencia reiterada por el
aludido defensor, aunque el peso de las pruebas condenatorias fue tal, con su
descripción macabra, que sin escatimar
esfuerzos de tiempo la Junta de Oficiales (los seis jefes de las fuerzas
expedicionarias mas otros tres oficiales de ayudantía) el 30 de enero a las 9
de la mañana y ya leído el expediente acordó pasar por las armas a los
condenados Tomás Funes y Luciano Gómez, dadas
sus culpabilidades respectivas. De inmediato el general Arévalo comunicó
a los reos los dictámenes expedidos, designando en consecuencia las fuerzas a
cubrir el evento mortal y el pelotón ejecutor para hacer ciertas dichas
sentencias, comandado éste por el coronel Elías Aponte Hernández, mi amigo de
mucho tiempo y quien me relató años ha parte de esos acontecimientos. Así el
primero situado ante el pelotón de milicianos correspondió al zambo por
mezclado Tomás Funes, bien vestido esta vez, con sombrero, chaqueta y pantalón
blancos, ahora erguido, imponente,
esperando la muerte a la sombra de una mata de mango, atado de manos y sin que
se le venda a petición, con la cara en alto y fruncido el seño, esperando esas
balas de seis fusiles que le atravesaran el pecho por las cuatro décadas
malditas de su mando, para liberarlo de los malos espíritus y en pago de sus tantas fechorías. Era
entonces las diez en punto de la mañana. De inmediato tocó el puesto en que
espera la Parca al coronel López, quien en última instancia trató de sobornar
al comandante del pelotón que dirigía el ajusticiamiento mediante fuerte suma
de dinero, con la respuesta necesaria y sin que ello detuviera su ejecución.
Había triunfado la vindicta pública para vengar los noventa y tres meses de
barbarie en que tuvo sumido el tal Funes a la querencia amazónica del Río
Negro. Vade retro, Satanás.