Amigos invisibles. Como quiera que hace tiempo con el que acaso llaman código de vagos y maleantes, existe el fenómeno
social de un lumpen muy explícito constituido por ello para significar con nombres
y apellidos a estos depredadores sociales que siempre han pululado desde los
tiempos bíblicos y continuarán por esa
misma senda en su manera de asistencia asocial y conflictiva, hoy pienso tocar dicho
problema complejo como lleno de atajos de lo que tanto escriben los autores
porque sobre este tema es imposible poner de acuerdo a serios intrusos como yo que defienden sus
principios severos sobre una sociedad en decaimiento entre borrachos,
sabandijas y ladrones por obra de muchas circunstancias que conllevan al desandar
de la existencia actual, ella inmersa en problemas de fondo que ni los más
conspicuos polividentes pueden percibir sus alcances, por lo cual se daña con
acritud nuestra manera de vivir en sociedad sea en los espacios cómodos o en
aquellos lugares estrechos marcados por la pobreza y el eterno desamparo que van
como encercando cada día más la rutina de nuestra vida y una parte de las necesidades
actuantes.
Pues
bien, a fin de penetrar desde este momento en recuerdos propios que se irán
concatenando para entender la violencia que a las claras este nudo gordiano aflora,
seré explícito sobre mi consentida infancia en los Andes Venezolanos, cuando
pasada esa violencia de las guerras intestinas vino una paz sepulcral aunque plena
de sobresaltos que manejaron los caudillos sin destino cierto (analfabetos
muchos, analfabestias otros) cuando se imponían con el cariz necesario equivalente
al temor o espanto que llaman miedo donde todo debía caber de una manera como exacta para no perjudicar reputaciones consagradas de muchas nulidades
engreídas, y otras monsergas de aquel tiempo extasiado pero sin romper los
elementos vitales que mantuvieron aquellas estructuras machistas heredadas
desde los tiempos de ese otro varón galáctico llamado Simón Bolívar, interrumpiendo
así la cotidianidad necesaria entre badajos de campanas eclesiales átonas y los
chismes hirientes o malhumorados del
lugar. Por ello no existían maleantes de verdad sino raponeros de baja estola,
ya que dicha expresión era tanto como decir pecado y acaso para saborear bananos
manchosos y arepas embutidas con ají se permitía la vista gorda escondiendo la
presa robada de gallinas escuálidas, de lo que nadie discutiese, en tanto que
existieron otros pecados mortales más noticiosos, es decir referidos a los
muertos a veces insepultos, como era soltar un ¡carajo! de sonora y profunda sapiencia,
o con mayor razón deshonrar a una infanta de diez años arriba y enaguas abajo,
por lo cual el sin gracia malandro de la
época nefasta debía perderse corriendo presuroso fuera de esos lares arrechos para
salvar la vida, aunque en ciertas ocasiones se ubicaba la pista lejana malhechora
con su cabeza puesta ya a precio de contado, para reivindicar de manera macabra
el honor del daño así ocurrido.
Sobre esta
inseguridad pienso y hablando de los años treinta del siglo pasado, en que
conociera por leyendas personales de algunos fabuladores mentirosos el fenómeno
de los “aguitaos”, seres incautos adulantes de la poesía ripiosa a quienes por ingenuos
les caían encima para destrozarlos a filo de machete, con una sobremesa de
puñaladas traperas. Mas el tiempo corría y la gente ignorante tomaba aquello a simple
cuento chimbo como los horribles episodios que se podían ver y enjuiciar con
Hollywood por delante y Chaplin atrás en los cinematógrafos ya parlantes entre
lenguas extrañas del momento. Mientras tanto
había caído desde un pedestal de la vida reinante el cedro centenario que representaba
ese eterno caudillo mitad bárbaro y la otra indígena Juan Vicente Gómez, quien
junto con Páez y Guzmán Blanco conforman en trilogía de gestos cotidianos una
vida específica que le diera color bermejo a nuestro siglo XIX, porque Bolívar
era otra cosa salpicada de imágenes difusas y extranjerizantes que ahora con la
conciencia centenaria se ha ido aclarando para el solaz de la comunidad nada
dogmática. El revolcón de la infancia que yacía prematura me permitió ver,
pues, con otro colorido y sin pasión el nacimiento de ciertos personajes a
coleccionar que pensaban sobre tramas extrañas ya fuera del contexto etílico
ponzoñoso local, las cosas fútiles y las mujeres orilleras, cuando ya tenía
bozo y para mi placer se alargan los pantalones quinceañeros a la manera
tradicional. Aquí si fue Troya en los adentros convencionales, ahora revueltos
sobre otros mundos que afloraban ante los ojos encendidos de lujuria porque
debía resguardar cualquier fuerte plateado o moneda bien apretada entre las
faltriqueras de un pantalón de lino pues el peligro latente subyacía en la
práctica de una sucia llave maestra de gimnasia colegial bien dispuesta para desprender así el avío que
se cargase, mientras el vagabundo errante corría con la fuerza de un ciervo
celestial, pues que nadie vio nada y ni siquiera la suciedad del pantalón,
porque cállate boca, ya que al contrario la paliza infringida iba a ser
descomunal.
Por entonces
conocí los automóviles gringos llamados “cola é pato”, inentendibles de uno con
un asiento forrado para llevar tres atrás, algunas bicicletas y patines, patinetas
y otros advenedizos artilugios que con lo extraño del medio parecían venir del Más Allá, mientras apuraba
en periódicos de viejas crónicas y comidillas analgésicas el andareguear lento
de un siglo en decadencia, tras cuyas páginas de sobresaltos en prueba acudí
con premura a tantas noticias discordes sobre un improvisado lector de
corazones y mentiroso vidente, alguien que vendía una cuerda de atusados gallos
de pelea, otro que en la resaca vanguardista del alcohol alterado sobrante había como desatendido en su memoria las
llaves de su hogar de antes marchito, ofreciendo raquítica recompensa por ello,
y así también sobresaltaba la aparición de dos muertos cualquieras en el fin de
la fiesta sabatina con caña blanca amarga de contribución, y otras cuestiones lexicales
de barrio extrañas al grupete y hasta raras, valga decir la permanencia remota
de aquel bandido moreno y ya famoso al
que llamaban “Petróleo Crudo”, mientras al lado de las crónicas pulidas de
sociedad el periódico mal intencionado para
encontrar lectores de pasión colocaba la asistencia de personajes pudientes
como pintorescos a cierto jolgorio
semanal, por ejemplo, en Caño Amarillo, ansiosos de percibir muy cerca a distintas “señoritas” catiras cuarentonas pasadas de
carnes o pellejos colgantes, mas éstas en buen disimulo deslumbraron por la
escasa luz ambiental, que recién desembarcaban “mon petit” del gran centro
distribuidor de sexo por entregas que era la mediterránea Marsella córsica.
Con el brillo
necesario de aquellos corrientes cuanto resbaladizos años treinta y los bailes
sociales con casino contiguo del Club Venezuela en la esquina de Jesuitas, se
cocinaba algo pegajoso y a punto de aparecer
para rebajar la música de cañón sanjuanero que tanta gloria diera al enajenado
por endémico tiempo detenido sin dejar de crecer la vida y menos la aurora, refiriéndome con ello al despertar
de la torería nacional y al arribo de un dominicano revolucionario del
pentagrama común para enaltecerlo de otros aires alegres y picantosos que
obligaban a batir las piernas del esqueleto arriba, como al espíritu burlón y a
cierta incipiente lujuria, que todos conocimos como la batuta del maestro Billo
Frómeta. Para entonces ya se habían construido cárceles temibles recordando
entre ellas la de Puerto Cabello, las Tres Torres de Barquisimeto y muchas más,
sea dicho la Rotunda gomecista, la
Planta, la siniestra de El Obispo y otras no menos temibles para una Venezuela
que navegaba en petróleo con sus adjetivos consiguientes, o sea el despilfarro
y la provocación artera, aunque los
tiempos de la droga maligna andaban en pininos.
Pero esos
pininos misericordiosos de la droga se hicieron fuertes con el tiempo y fueron
trayendo a la ciudad de los techos rojos que se derrumbaban para permitir ya
por los años cuarenta y cinco del siglo que transcurría a un
militar llamado Pérez Jiménez, orondo tachirense mujeriego que transformó
cierta isla llamada La Orchila, de origen castrense en un matadero insular de categoría, como se estilaba llamarla, y a donde un negro de
confianza presidencial cada sábado romántico y preclaro llenaba de damiselas
traídas en DC3, de Aeropostal, desde La Habana y Miami para formar la encerrona
colmada de los mejores néctares sibaríticos importados de Escocia en medio de
una descomunal francachela que todavía muchos recuerdan por su calidad y
desfachatez. Entre tanto, en la ciudad del Ávila, o sea Caracas, todo parecía
como dormido por la tranquilidad de las vivencias y los pocos sucesos
remarcables a conocer, que siempre se escuchaban desde tempranas horas por los
medios sonoros de Radio Caracas, Continente,
y otras emisoras que ponían a muchos con los pelos de punta, puesto que la
ciudad con el millón y dele de habitantes había caído desde luego en otros manejos
que ya se consideraban delictuales. De aquí que por el aumento de estos casos
de sangre y otras variedades criminales que causaban mucho daño a la propiedad,
sin contar la salud, tan bien explicados como tal en los viejos claustros
universitarios situados frente al Congreso Nacional, de un tiempo atrás con el fin de reprimir esos
desmanes ya cotidianos, mediante muchos estudios de conocedores de dichos
asuntos penitenciarios y contra el “sí, pero…” como se acostumbra entre tantos
pensadores adiestrados, se había construido una suerte de fortaleza
carcelaria bien alejada de Caracas y sus
placeres o tentaciones, que se estableció finalmente al Sur de la República, en
el Estado Bolívar, limitada ella por ríos
llenos de peligro, de fieras perversas, malaria, tuberculosis, la
caimanera voraz del oscuro Cuyuní,, animales ponzoñosos, fiebres mortales, serpientes
también mortíferas y otros animales puestos allí por el Señor para con ello
defender a la sociedad de tantas intenciones dañinas y lo que es más fuerte,
que quien quisiera fugarse se lo tragaba la selva (Canaima) porque no existían
caminos viables y menos señales orientadoras, cuando no se topaba el iluso escapado
de aquel infierno reformador con algún o algunos exploradores foráneos en busca
de oro, de lo que allí abundaba, los que con el presidiario hacían pronto pasto
de los zamuros, al ser asesinado sin compasión para robarle el poco oro extraído que cuidaba entre su
ruinosa ropa interior, incluido los testículos, en medio de tales asesinos
implacables.
Y volviendo al centro de la cháchara republicana
donde ya bullía la riqueza de nuestra patria,
por ahora desaparecida, toda suerte de anomalías en este sentido se
estaban presentando con el crecimiento exitoso del trabajo y la riqueza del
espejismo petrolero que por otro lado de
este cuento veraz trajo nuevos problemas difíciles de enfrentar a la sociedad
venezolana luego de los años sesenta, por lo que los estudiosos ensimismados del derecho penal, que los hubo de categoría,
para luchar contra las numerosas pandillas que se estaban formando propusieron
al Ejecutivo Nacional como medida punitiva discrecional y efectista, que así lo
fue por muchos años, detener a tanto malhechor o criminal enviciado en estos
aspectos temibles para la sociedad en formación que provocaron muerte, llanto de veras y multitud
de delitos así definidos en el Código Penal y otras leyes atinentes ante tanta
barbaridad que permanecía como estática. Para interpretar mejor dicho problema
que llamaremos penitenciario, y deslastrarse así de diversos enemigos de lo ajeno que terminaban en lo
criminal abyecto, el Congreso Nacional discutió aceptando y frente a las posiciones
divergentes que pudiera haber con los “pobrecitos” malhechores, una ley estricta que llamaran popularmente “Ley
de Vagos y Maleantes”, donde se recogía con detalles capitulares luego
ampliados el enorme problema existente con el aumento inverosímil de toda clase
de raterías y pare usted de contar los delitos grandes y pequeños que con el
aumento poblacional se cometieron, de donde aplicando esa autoridad de la ley
se detenía al infractor, siguiéndosele el sumario necesario, que luego concluido
se enviaba a la autoridad superior para el análisis respectivo, y después de
acuerdo con lo ocurrido por el infractor legal y según el prontuario existente se
decretaba el envío de tal individuo inadaptado y malhechor a las “Colonias
Móviles de El Dorado”, o sea a la caimanera física (pranes) y espiritual, con
una condena de hasta por cinco años para residir allí con las penalidades y peligros
que he mencionado, siendo la intención legal de deslastrarse de fechorías para ser
rescatado de aquel mundo en que se había hundido, y que en verdad muchos de
aquel tiempo se regeneraron y volvieron a la sociedad olvidando su pasado
innoble y delictual, como aquellos famosos casos de los excayeneros Papillón y el
doctor Bougrat.
Pero dado que en el mundo no todos piensan
igual con el paso del tiempo esta idea regeneradora social en algunas cabezas
calientes y soñadoras comenzaron a bullir salidas de manera distinta buscándole
cuatro patas al gato, para mejor expresarme, de modo que al compás de los
nuevos tiempos liberales, donde había mucha permisividad para el delito,
aparecieron otros efectos más terroríficos
no solo por las causas apremiantes
de las de diversa especie y valor como los alucinógenos,
estupefacientes, narcóticos y las drogas letales que con prontitud destruían el
ser humano para convertirlo en una piltrafa, y en cualquiera de estas piltrafas
constituidas prosperaba el mal de las recordadas Sodoma y Gomorra (fríos
asesinos, pandilleros, cocaína, éxtasis, enfermedades mentales, de transmisión humana,
proxenetas diversos, vagabundos, antisociales,
rufianes, mendigos de oficio, perturbadores del orden público que acumulan
delitos menores, chulos, proxenetas de lujo, prostitución genérica y
todo ese jolgorio tan estudiado y existente que desde las reuniones primigenias
hippies drogadictas de San Francisco en California fueron acabando con la
juventud de los años setenta. En contraprestación a estos males terríficos
(vih, narcotráfico, alcoholismo, degeneración sexual de los integrados a ese entorno,
el gobierno sensible utilizaba otros medios más benignos, que regaron nuevas enfermedades
mortales, porque algunos teólogos compasivos de tal situación perversa social veían aquellos efectos
salidos de las mentes estropeadas como producto de los nuevos tiempos, y que
eso se debía sanar con complementarios medios de entendimiento, de donde
proliferó de manera violenta los hechos
de sangre en rápida progresión a tal extremo que algunos como desquiciados quisieron
eliminar las Colonias Móviles de El Dorado, que tanto provecho preventivo mantuvieron
para dejar a la deriva lo demás, de lo que supongo usted tiene conocimiento por
sus efectos mortales, sino que también con manifiesta saña las ciudades fueron
aumentando ese género enfermizo de población que en la actualidad pulula en las
zonas marginales con un terrible efecto en las mentes juveniles conducidas
hacia ese fin maldito por pernicioso.
Las colonias según es mi humilde entender deben reabrirse sin objetar trasponiendo legalismos para que dentro de ellas los penados bajo un régimen de estudios y trabajo puedan ver otra luz al final del túnel, en bien de las familias que tienen abandonadas, y para ello hay muchos ejemplos de los establecimientos penitenciarios americanos como el extinto y ahora museo Alcatraz, que aún trabajan a su manera para enderezar mentalidades perdidas que pueden darse cuenta de sus errores y volver al camino del bien dentro de la sociedad. Con ello se ahorran mayores males que nos atosigan a diario como puede verse en las noticias de la prensa nacional y extranjera que se refieren a Venezuela. Con la nueva Ley de Vagos y Maleantes y agregando los matices respectivos que contendrá este ordenamiento jurídico, sin lugar a dudas fuera de otras especulaciones piadosas, repito, se tendrá en cuenta a pandilleros, vagabundos proxenetas, antisociales, donde también caben los vagos y maleantes, rufianes, mendigos de oficio, viciosos, dueños de lenocinios o de la vida nocturna, igualmente sin violar derechos humanos, aunque ello tenga sus bemoles interpretativos y en beneficio de la sociedad, perturbadores también del orden público, que acumulan delitos menores, e igualmente todo aquel mundo de “malandros” (y malandras), como así los designa la sociedad en su lata expresión, envueltos en ese mundillo corrompido por la misma sociedad y la miseria, en vías de posible redención. De modo que no estoy de acuerdo con los pusilánimes que haciendo uso de malabarismos lexicales interpretativos y de piedad boca afuera, excluyendo lo que se llama justicia social para los malaventurados, los dejan con sus frases edulcoradas como en el limbo de este infierno en que se va convirtiendo nuestra sociedad por falta de las “autocriticas” primitivas de que se ufanaban los romances de hace mil o más años de honrosa patina histórica. Por manera que como venezolano curtido en tantas lides que he podido conocer exijo a las autoridades parlamentarias que serán elegidas próximamente a fin de redactar algunas leyes provechosas para la incauta sociedad, que se dediquen con entereza y valor a rescatar principios elementales de buen ejercicio social a fin de que nuestro país por encima de gimoteos haga resplandecer los principios de la cordura y la paz en bien de sus habitantes y de las nuevas generaciones que se hartan de mal vivir entre una vida de delitos y de cuchipandeos etílicos, donde mejor proliferan, en medio de lo que llaman sostenerse en la cuerda floja. Manos a la obra mientras los horizontes se van abriendo en busca de una paz concertada donde disminuya la maldad extensiva y prospere la justicia social.
Para terminar este tira y
encoje en que andamos inmersos, dado que eso es un contrasentido de la paz verdadera
y con ello debemos estar de común
acuerdo, agreguemos este acápite recordatorio en el sentido que esos dichos vagos y malandros referidos arrestados con su
prontuario a cuestas, no se les fotografíe de lejos, acaso para no ser cooperadores
indirectos de sus fechorías, sino que en beneficio de la sociedad y a fin de que se conozcan tales
peligros andantes, que ellos representan, porque como en toda comunidad
pensante, esas fotografías de tales inadaptados puedan ser bien vistas y descritas
en sitios públicos (prensa, medios, lugares oficiales, etc, como en Colombia se
ofrece recompensa por narcotraficantes, faracos, elenos, otros guerrilleros,
etc.) a manera de ejemplo, escarnio y prevención, para cuidar de esta forma a
desprevenidos que pueden olvidar o
desconocer con quienes se enfrentan, como bien se utiliza dicho sistema
universal en tantos países donde los
solicitados criminales se pueden encontrar mediante señas y otros signos
visibles, expuestos en lugares públicos y previstos, en que incluso se recompensa a quienes aportan datos a
objeto de su detención. Por ejemplo, si
usted encuentra señales evidentes del jefe sunita ISI Al Bagdadi y es detenido,
los Estados Unidos lo recompensarán ahora con 5 millones de dólares. Así debe
ser en Venezuela, para el resguardo de sus habitantes, niños, jóvenes y
ancianos. Gracias. Y si hay que reformar algo en esta materia, pues vamos a enfrentarnos
con la rapidez de tanto tiempo perdido. Al regreso escribiré otro artículo de
interés que titulo “Toque de queda, ley seca y estado de sitio”. Que la pasen
muy bien hasta el próximo año. Si Dios quiere, como se reza en latín. Y que así
sea.