Amigos invisibles. Entre las tantas facetas controversiales ocurridas
en la vida del caraqueño general Simón Bolívar,
una de las que llama más la atención es esa del manirrotismo que tuvo en líneas
generales, o bien porque así lo sentía, o para demostrar complacencia o amistad,
o por sentir poco afecto coleccionista con el dinero, pues había nacido y
continuó viviendo de una manera holgada, donde nada le faltó, y sin distinguir
por ello entre lo público y privado de las erogaciones, al extremo que con el
correr de su existencia por este acaso de debilidad se le presentaron dudas y
expectativas sobre el manejo de los fondos, como en los casos de remesas
dinerarias propias o los gastos excesivos que causara en la conducción de su
vida, lo que debió llenar de interrogaciones a quienes se mantuvieron cerca de
él en el transcurso de la vida, es decir hasta los 47 años de su edad. Fue
pródigo en los actos a efectuar sin importar los costos, de donde vinieran, por
lo que un traslado de su persona con los acompañantes del séquito había que
pensarlo dos veces en cuanto al valor de tal viaje, como se recuerda cuando
salió de Lima rumbo a Bolivia en cuanto a quienes le seguían en tal incursión,
como su Estado Mayor y el Cuartel General, o las exageraciones en el uso diario
de Agua de Colonia 4711, que era la de su preferencia, y que la Municipalidad de
Lima debía afrentar mientras el caraqueño vivió en aquella capital antes
virreinal, o los regalos de mayor cuantía por lo lujosos que se le hicieron
durante la movilidad de sus campañas, o las preciosas jacas de paseo, y en fin,
multitud de obsequios, como el millón que agradecida le ofrece la Municipalidad de
Lima, que despiertos por interesados fueron a cobrar sus herederos, y otras
perlas por el estilo demostrativas sobre la vida de confort que le gustaba
llevar y que incidía directamente sobre los erarios públicos que manejaba para
el sustento de sus necesidades y hasta para la función pública en que viviera
envuelto.
Es por ello que vamos a referirnos ahora al
embrollo por difícil manejo de los
dineros del Estado, fueren en Colombia o en el Perú y puestos a su discreción
por insensatos adulantes, sobre el que trata de copiar lo equívoco del gobierno
norteamericano en tal materia delicada, siendo en ello grave su manera de ser
por lo dispendioso y sin poner atención al buen curso financiero de las
repúblicas, en lo que no se parecía para nada a los cautos ingleses de su
admiración, pero en esta materia no, teniendo entonces muy presentes que la
ciencia administrativa y de los negocios había sido desarrollada por
economistas británicos de la talla de David Hume, John Locke, David Ricardo y
otros que debió conocer en las lecturas pero no aplicar en sus tesis utópicas,
sin contar además con que en esa encrucijada del mundo que era Londres el buen
capital judío, para no señalar otro, manejaba el asunto financiero con
prudencia, sabiduría y ajenos al despilfarro. Y era tanto el desacierto que
tenía Bolívar sobre esa conducción inusual que hizo sobre el dinero del Estado,
donde se incluyen las deudas que por acasos de la guerra debe comprometer, que en
junio de 1823 confiesa paladinamente mediante carta al general Francisco de Paula Santander que “….la deuda
pública es un caos, de horrores, de calamidades y de crímenes”. De Caracas al
Potosí en aquel tiempo formativo se vivió en serios aprietos de finanzas y hacienda, porque para emprender un conflicto
guerrero colonial de las características del
hispanoamericano, los gastos eran altos y los intereses más altos aún,
porque la posibilidad de rescatar los préstamos en dinero o en material de
guerra, o alimento, vituallas y otros, era de sumo riesgo, al no estar avaladas
dichas entregas por una potencia de importancia, de allí que cerraran las
puertas a las colonias pobres, sin sustento económico para sostener una conflagración,
como ocurrió con el mismo Bolívar cuando al frente de una embajada de Caracas
viaja a Londres en 1810 en solicitud de ayuda y se regresa con las manos vacías,
porque a los desconocidos en negocios poco se les presta. Pero Bolívar empeñoso
como era y sin medir riesgos ni ocho cuartos, pues como dijo iluso “si la
naturaleza se opone lucharemos contra ella”, no le presta atención al peligro
evidente y por tanto mantiene en esa capital como eterno Comisionado del dinero con excesos y despilfarros en la
ciudad del Támesis, al buen amigo caraqueño Luís López Méndez, quien sufrirá
pena de prisión por lo adeudado sin pagar de Venezuela, como se estilaba en
esos tiempos, pero que desconocedor de lo que no le importase hacía y deshacía
a su manera de ver o interpretar las cosas, sin dar cuentas a nadie sobre
órdenes que le remitía Bolívar, de aquí que con vivarachos banqueros
londinenses obtuvo préstamos leoninos “a favor” de Venezuela y con ellos compró
a su guisa y acaso sin comparación de precios, armamentos, uniformes, útiles, alimentos
y otras necesidades para cubrir la guerra emprendida años ha, que comienzan a
desbancar las finanzas de la desconocida Venezuela y luego Colombia, pero
después, sin saber qué hacer conspira con José María Bustamante contra el
propio Bolívar, y cae de nuevo en prisión, para irse a morir triste y desolado
en las lejanías chilenas.
Pero antes del fin de esta comedia esperpéntica
sin sentido y para conocer el pensamiento del Libertador en esos delicados
asuntos que llegaron a ventilarse hasta con la disolución de Colombia, para el
pago de la deuda respectiva, diremos que sin
inmutarse el crédulo Don Simón de cualquier historieta bien montada no
tuvo escrúpulo y menos temeridad en entregarle el negocio de las deudas al
bribón aunque sabio botanista antioqueño Francisco Antonio Zea, quien dilapida
en los pagos esos sueldos encomendados que maneja en Angostura, que es otro de
sus queridos amigos en el que confiara al infinito a tal extremo de hacerlo
Vicepresidente de la Colombia
que el caraqueño inventa en Angostura, con fecha 24 de diciembre de 1819, de
donde nada menos que en sus manos de seda pone cuatro (4) hermosas letras de
cambio mercantiles y en blanco, es decir para llenarlas el mismo bribón a su
complacencia y sin temor de cantidades [quien por cierto después con disgusto
apasionado tilda a Bolívar de “atrabiliario y loco”], lo que hoy en términos
penales llaman peculado de uso, y quien en disparatadas transacciones y hasta con un poder falsificado que utiliza
para poder actuar con estos fines usurpadores, que es entre lo más vil por
señalar, sin ningún control de los negocios y eludiendo responsabilidades sobre
lo contratado reconoce ante los caimanes londinenses de cuello blanco deudas
astronómicas por cuenta de la ensangrentada Colombia, montantes a más de 700.000 libras
esterlinas, es decir haciendo el cálculo en un equivalente a los ingresos
fiscales de todo un año de Colombia. Mediante este sistema inaudito Zea, el de
nariz ganchuda o pico de ave rapaz, feo y siempre vestido de luto que quiso a
toda costa vivir como un príncipe de leyendas [así se desquitaba de la pobreza
paisa en que vivió durante los primeros años de su vida]. En verdad el ilustre
antioqueño había recibido órdenes de concertar un empréstito entre 2 y 5
millones de libras esterlinas con el fin de comenzar el desarrollo de Colombia,
luego de la cruenta guerra que había arruinado el país, en especial la
agricultura y la pequeña industria, pero es a través del compadrazgo bancario [los
hermanos Rostchild tenían grandes bancos en cada capital importante de Europa]
que ajusta en París y en marzo de 1822 un débito de diez millones de pesos [por
lo que reconoció la misma cantidad en esterlinas, mas otras ligerezas
pecuniarias inconcebibles], cantidad que ya se había consumido para 1824 y de
la que no se vio ni uno solo de esos pesos en Colombia. Habría que
preguntárselo a Zea y a los técnicos que estudian estos casos extraños. Se
habla entonces de un empréstito de cinco millones de libras, del que se recibió
dos millones doscientas mil libras, con la Casa Herring, Graham y Powles,
pero a su vez con esta Casa de moneda el colombiano Zea contrata 140.000 libras
esterlinas de plata, con el elevado interés del 10 por ciento, nada menos que
contra obligaciones colombianas montantes al 65 por ciento anual, lo que es una
barbaridad usuraria, y dentro de ese baile de dinero y letras en blanco el
antioqueño contrata otro préstamo de 30 millones de pesos fuertes menos el
descuento inicial del 20 por ciento sobre tal suma, o sea la quinta parte,
donde debieron aplicarse otras iguales o parecidas y terribles condiciones
bancarias.
Para los entendidos en materias financieras y fiscales o hacendísticas agrego aquí que el doctor José Rafael Sañudo tratando sobre este tema que puede ser inmoral, en su libro “Estudios sobre la vida de Bolívar” en cuanto a la actuación del apoderado Zea señala que “contrató dos millones de libras, por un empréstito hecho cuando ya habían caducado…”, dejándolo a uno en suspenso sobre la materia de que trata. Según una carta fechada en Londres indica que solo se recibió 640.000 libras del empréstito millonario emitido por la Casa Richardson y Powles. Y se cargaron sin embargo a Colombia diez millones de pesos al 6% de interés, en otra deplorable transacción financiera. Por ello asombrado el Bolívar que entregara las letras de cambio en blanco para ser llenadas, como de los poderes respectivos, el 30 de mayo de 1823 escribió desde Guayaquil, que había recibido del señor Zea la suma de dos millones con doscientos mil pesos y que él [Zea] dio diez millones de recibo, suponiendo que sean en libras esterlinas. Recordemos que para entonces los intereses, otros gastos y los riesgos a presumir ocasionaban cobros exorbitantes por cuenta de los prestamistas, lo que se refleja en estos cómputos que aquí se consignan, y que en todo caso sería necesario profundizar por entendidos en tan enrevesadas materias, para descubrir el meollo de dichas cuentas y la patraña de esas ganancias. Sobran los comentarios.
A pesar de estos intríngulis financieros
desorbitados en ese inaudito desastre o madeja fiscal a ello se agrega el abuso
en las compras precursoras de otras
armas y elementos de guerra con la
admisión de valores excesivos contenidos en facturas de conveniencia, la
continuación de los pagos de sueldos en retraso que dio origen a otras
liviandades dinerarias y porque el circulante prácticamente no existía, el
codicioso préstamo en campaña [valga el ejemplo de los gastos del señor Zea,
como los 420.000 pesos macuquinos con que se compromete a la joven república para
el viaje a España de este colombiano], del fantasioso Zea montante a la suma de
66.666 libras para sí y por cuenta de la Casa londinense A. B. Goldschmidt
& Cía., obligando en ello a Colombia
por más del triple de esa cantidad y a un diez por ciento anual de
interés, fuera de las 350.000
libras esterlinas que debido a estos irracionales convenios
perdió Colombia al declarase y terminar
en quiebra esa casa londinense de prestamistas poco serios. Otro crédito es
obtenido por el desconcertante Zea, con poderes ya suspendidos desde 1821 y sin
documentos sustentables, montante a dos millones de libras esterlinas, hecho en
1822 y bajo condiciones draconianas por no decir usurarias o anatocistas, de
intereses compuestos y menos “imposibles de cumplir”, y con un descuento
inicial bárbaro, además del problema que se presentó en Londres con el
Comisionado y amigo de Bolívar, José Rafael Revenga, mandado en 1822 por este
general para buscar un arreglo ante los laberínticos problemas fiscales existentes en Inglaterra por los desastres
que se señalan y quien además también
hace pasantía con sus huesos en la oscura cárcel inglesa por débitos
incumplidos de Colombia, fuera de la
depresión económica en auge, la bancarrota nacional, las comisiones ominosas y
el alza vertiginoso de los precios, como el déficit de la deuda flotante, que a
la sombra complaciente de Bolívar y debido en buena parte a su desconocimiento
del tema, mantuvieron en permanente crisis la vida fiscal y por ende el fracaso
en esta suerte de negocios públicos. Bolívar mismo y ante la debacle que lo
entorna dirige a la Convención
de Ocaña, en 1828 y antes de culminar con su odisea romántica, lo siguiente a
manera de mensaje aleccionador: “El rubor me detiene y no me atrevo a deciros
que las rentas nacionales han quebrado, y que la república se halla perseguida
por un formidable concurso de acreedores”.
Pues
bien, parece ser que en el análisis que se desprende de los hechos Colombia y
Venezuela no tomaron muy en serio esta seria advertencia del desastre, porque
más de un siglo anduvieron engolfados en conflictos intestinos desangrantes del
patrimonio nacional y sin que nadie de los patricios fundadores o quienes les suceden
en el ejercicio del poder pudieron ponerle coto a esta situación lacerante, por
la que yendo al caso de Venezuela se conformó con aceptar el pago en deuda
exterior del 28 por ciento correspondiente a la porción total que asumiera para
con sus acreedores los desmembrados países de Colombia, Venezuela y el Ecuador,
aunque dichos pagos en lo que nos corresponde dieron mucho qué decir ya que en
ocasiones no daba para cancelar tanto la cuota de capital como los intereses
adeudados y hasta en mora, con los flacos ingresos aduanales, lo que a la
postre con presidentes ensoberbecidos por el poder, como el general Cipriano
Castro, de una manera primitiva a comienzos del siglo XX y en el arrastre de la
deuda por demás vencida en gran “signo de orgullo patrio” declaró a cuatro
vientos y sintiéndose poderoso, que no iba a pagar un centavo más, lo que de inmediato
hizo reaccionar a los acreedores europeos, que unidos y con el temple necesario
varios barcos de guerra plantáronse en las costas de Venezuela a manera de
embargo selectivo, para terminar la bravuconada en que el país luego de algunos
cañonazos de naves europeas debió reconocer la susodicha deuda, con los gastos
necesarios por tal fanfarronería, pasando por las horcas caudinas del ministro
embajador americano en Caracas, Herbert Bowen, quien solucionó el asunto basado
en la simpática por interesada doctrina Monroe. Y ese cuento de la deuda siguió
como espada de Damocles sobre el escenario nacional, hasta que el caudillo montañero
y presidente rústico general Juan Vicente Gómez en 1930 y en homenaje al
centenario de la muerte del libertador Bolívar terminó de cancelar la bendita
deuda arrastrada desde tiempos de la Independencia, salvando así el honor de la patria
largamente mancillado.
Mas como los políticos en sus sueños
utópicos no creen en nadie y menos cuando un país tiene agarrado el toro por
los cachos o mejor por el cuerno de la abundancia, desde esa época centenaria
del borrón y cuenta nueva hasta el año 1979, el país vivió en una etapa normal
de bonanza presupuestaria, pero el desorbitado presidente Carlos Andrés Pérez
creyéndose quizás otro Bolívar decide dar vuelta a la tortilla y comienza a
endeudarse con el fingido cuento de la Gran Venezuela, con pérdida de
mucho dinero, lo que obliga al presidente Luis Herrera Campins en febrero de 1983 a suspender los pagos mediante
el llamado Viernes Negro y a depreciar la moneda nacional en casi el doble de
su valor. Y desde ese tiempo al nuestro hemos seguido con el mismo placer
devaluador que produce dividendos personales, al extremo que hoy volvemos a
estar quebrados como en tiempos del inefable Bolívar, con unas inmensas deudas para
pagar en varias generaciones y ahora con la nueva modalidad de que el Jefe del
Ejecutivo Nacional según las ultimas disposiciones legales puede empeñar el
país sin preguntar a nadie, como caballo desbocado hacia la izquierda, y por
eso fue que se cambió la alegoría del potro salvaje que se contempla en el
escudo nacional. ¿Cuánto durará esto?. ¡Que Dios, María Lionza, el Negro
Felipe, el Cristo de La Grita,
las Siete Potencias, el Santo Grial, los babalaos y hasta los cuenta cuentos de
costumbre nos agarren confesados!.
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