Amigos invisibles. Como la razón de ser de todo historiador es decir la verdad, aunque esto cueste caro, por encima de pesadillas voy ahora a escribir sobre un suceso valioso por conocer y de lo que como todo se edulcora y tergiversa a su manera, más cuando ahora por arte de birlibirloque se enrumba una nueva historia nacional enredada, que nada tiene de real.
Pues bien, me refiero con ello al bicentenario del llamado “Congreso anfictiónico de Panamá” (junio de 1826), suceso aquel que planea la cabeza calenturienta del caraqueño Simón Bolívar desde cuando se firmaran los Tratados de Trujillo, en Venezuela, en noviembre de 1820, que dieron vida independiente a estos pueblos y naciones hispanoamericanas, por obra de un deseo escondido del Libertador Simón Bolívar para así eternizar su gloria. Pero he aquí que tal aspiración fue contraria a sus pretensiones, que se despiertan con más auge de entenderse entre sí estos países nacientes, a raíz del triunfo de la batalla de Ayacucho, ganada con sumo éxito por el general Antonio José de Sucre, de donde antes de partir de Lima para Colombia Bolívar ordena realizar la convocatoria a este Congreso a realizarse en el ciudad istmeña de Panamá, contra viento y marea, lo que desde un inicio choca contra la realidad de los nuevos estados, debido a la apatía de sus gobernantes, que no querían esta suerte de reuniones, o por el deseo expansionista de algunos, como el imperio de Brasil, amigo del grupo monárquico de la Santa Alianza , de la que se pensaba podían venir sus tropas hasta América y a favor de los derechos e intereses del rey Fernando VII, e igualmente se oponen otros sureños que no podían aceptar a Bolívar como cabeza central de este subcontinente, tal el caso del argentino Bernardino Rivadavia. A ello debe agregarse la situación contraria que halla Don Simón cuando pisa de regreso a Bogotá, por la apatía que se denota en la sociedad colombiana y principalmente en sus clases dirigentes, ello aunado a la incógnita que representa la posición independiente y enigmática asumida por el general José Antonio Páez, al declarar independiente a Venezuela de Colombia, lo que da al traste con la pretensión bolivariana de a la larga construir un gran país, pudiendo ser federativo, que vaya desde las riberas del Orinoco hasta las alturas de Potosí.
En cuanto al espectacular, aparente y frustrado Congreso, que se instala y sesiona en la Sala Capitular del convento de San Francisco de ese puerto del Pacífico, aquello fue un descalabro trunco, “una fanfarronada”, “el parto de los montes”, un revés de esa hojarasca documental, dentro de una “representación teatral” para que el mundo hablara de Colombia, como el propio Don Simón la tildó en 1826 a su confidente el edecán francés Peru de Lacroix, una “imitación ridícula” del Congreso de Viena que partea la monárquica Santa Alianza, ya que luego de algunas convocatorias sugestivas con intereses dispares y alegando excusas de salón nadie se presentó, ni el mismo Bolívar, y piense usted porqué, en la cita istmeña. El caso de Argentina, según aclara el historiador americano Aarón Truman, es patético, al no querer alianzas hispanoamericanas, bajo la presión de Bernardino Rivadavia, e igualmente el Brasil expansionista que no deseaba comprometerse en los afanes bolivarianos y al que solapadamente se opone, y así también Chile, para respaldar la política contraria al caraqueño sustentada por Argentina, por lo que todos ellos no acreditan elección alguna. Para mayor minusvalía de tal reunión muchos arriesgados al viaje enfermaron con fiebres mortales, miasmas, infecciones tropicales y otras desgracias en lugar tan inhóspito, escogido a la fuerza por el caraqueño, como también las grandes potencias regionales, por ejemplo, los Estados Unidos, con un Congreso adverso colonial y esclavista a quien el anglófilo Bolívar por ello no invita, sin embargo Santander contradiciendo tal orden sí lo hizo, con el disgusto consabido, y apenas aparecen algunos espías o informantes de ocasión, porque las otras naciones fueron incapaces de nombrar siquiera observadores al evento. Descalificada Haití, la querida y lenta Bolivia no porta por ese capricho anfictiónico, y menos el Paraguay, mantenido bajo la temida férula del doctor Rodríguez de Francia.
En este intento congresal fallido, con apenas ocho voces deliberantes, en la esterilidad de diez reuniones pequeñas y retóricas se firma un acuerdo, un débil tratado y el convenio consiguiente, que queda en letra muerta, pues solo apenas lo ratifica Colombia, y el que nunca alcanzó ejecución. Cuatro invitados con delegaciones mínimas asistieron a tal convite, o sea el Perú, que va con recelo y desconfianza a esta epopeya bolivariana, Colombia, Centroamérica y Méjico, y siete en total, incluyendo dos débiles observadores, no significa nada para la representación de un continente.
Como acierta el académico Truman y el jurista colombiano Posada Gutiérrez, ello demuestra que Bolívar en el fondo y ante tantos desengaños obtenidos, no era admirador de la integración tiempo atrás por él emprendida, y al revés, cambiando los espacios geográficos se pretende satelizar al Perú, desplazándose la cuna del poder a Bogotá, con el conocido rechazo bolivariano apropiado en el Río de La Plata y los estados colindantes, de aquí que el propio Libertador Bolívar exprese, en forma quimérica: “Su poder será una sombra y sus decretos, consejos, nada más”. Al final de estas minisesiones el Presidente de la Asamblea , peruano Manuel Lorenzo Vidaurre, adulador y luego enemigo acérrimo de Bolívar, defecciona de ese congresillo vago, sin vigilia ni norte, , mientras en la zozobra del disparate se decide proseguir los galanteos retóricos en el burgo de Tacubaya, cerca de la ciudad de México y bien lejos de cualquier atracción bolivariana como árbol marchito, el desinterés consiguiente y las gestiones adversas a tal fin del ministro americano en esa capital, Joel Roberts Poinssett, no se volvió a tocar el tema, habiendo fracasado tal proyecto.
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