miércoles, 17 de julio de 2013

EL PARIS DE 1.951.



Amigos invisibles.  “Recordar es vivir”, siempre ha sido una frase emocionada y llena de un contexto bucólico o social, porque a todo ser humano en ciertos momentos de la existencia le llega la oportunidad de soñar sustrayendo del ego sucesos fulgurantes de su vida terrenal. En este camino de largo transitar por medio de la vida quiero hoy hacer memoria de mis primeros pasos en la Ciudad Luz, la que para el momento fulguraba como capital del mundo de la cultura y por ende del pensamiento, porque allí permanecía imponente el Louvre, y dado que vivieran incólumes personajes como Claudel, Sartre, Gide, Cocteau, y tantos más de una constelación de creadores intelectuales que mantuvieron esa luz en perfecta operatividad mundial. Pues bien, porque mi aspiración era instalarme en París para una vez venido de Caracas aprender en la cultura francesa, como símbolo de la más sobresaliente entonces, no fue difícil convencer a mis padres a objeto de viajar e instalarme en dicha ciudad de mil facetas, mientras iniciaba estudios universitarios en la carrera del Derecho.
Pero aquello no iba a quedarse allí en el solo calibrar vagando sobre el medio superior en que me hallaba, sino que París iba a ser como la plataforma o punto de arranque, el centro de un sentimiento con saberes europeos  que bullía en mi sangre y que por ello al par de los estudios iniciados daría ocasión para realizar muchos traslados dentro de ese continente a fin de conocer y valorar en lo que me había comprometido conmigo mismo. Debo agregar que en septiembre de 1951, cuando me residencio en dicha urbe que en cierta forma era la capital del mundo, París apenas tenía seis años de haber salido de una guerra mundial que dejara tantas huellas lacerantes, como los recordatorios exhibidos en sus calles de lo que con metralla y dolor pasara en ese tránsito guerrero, con los mensajes presentes de héroes caídos y hasta de algunos villanos traidores. Mas lo que quiero aquí retratar es la vivencia de lo venezolano en aquella cosmópolis tan llena de encantos como de desilusiones. Por ello voy a intentar mediante un paneo de la situación sobre la vida y actividades de esa colonia venezolana viviente en París, a cuyos miembros recuerdo con bastante aprecio y que muchos, desde luego ya han pasado al Olimpo de la inmortalidad y otros más modestos se mantienen en bajo perfil pero no en el olvido. Eso sí, aunque dispersa entre varias actividades, en momentos oportunos  era posible encontrarnos para ocasiones resaltantes, y la cordialidad y el detalle  chispeante del venezolano alegre o  juguetón salía entonces a flor de piel, y más porque dentro de aquel recuerdo colectivo  bullía un gran amor hacia la patria transoceánica.
Para iniciar este monólogo cordial debo hacer mención de quienes nos representaban oficialmente en dicha capital, que eran personas dignas de mencionar, como el viejo general Esteban Chalbaud Cardona, merideño, alto, flaco y seco de carácter, que fungía de embajador y con quien tuve cierto trato y conversación, cuyo cargo se debió a que era padre de Doña Flor de Pérez  Jiménez, esposa del Presidente de Venezuela. El personal diplomático que lo acompañaba entonces en el edificio de la Embajada sito en la céntrica rue Copernic,  eran Guillermo Meneses, “El Guillo”, novelista y algo introvertido, que viviera entonces con su esposa la periodista Sofía Imber, Julio Torres Cárdenas, diplomático amigo que me presentara en el Barrio Latino y con buena conversación al laureado poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, y luego que recuerde andaba de agregado militar el distinguido coronel Rafael Alfonzo Ravard, ingeniero, quien luego tendría relevancia creadora en todo el complejo industrial llamado la Corporación de Guayana. Fuera de algún personal administrativo o secretarial francés, también trabajaba en dicha misión diplomática mi contemporáneo y buen amigo Oscar Celis Marrero, hijo del general Juan de Dios Celis Paredes, por desgracia muerto en actividades de una temprana juventud. Y como portero de esa casona diplomática asistía el recordado Isidro, calvo, de tic nervioso en el rostro, español desplazado de su país por el reciente conflicto guerrero quien con su familia vivía aparte dentro de la embajada para su cuido y limpieza, como también laboraba  dentro de ese cuerpo diplomático el novelista Pedro Berroeta, de origen llanero y entonces lleno de ilusiones, recien llegado de la embajada en Suecia.
En cuanto al Consulado de Venezuela, estaba bien establecido frente a la plaza de La  Ópera, en edificio de prestancia, donde el Cónsul era el caraqueño doctor Machado y como Vicecónsul fungía la señora Josefina Aché, oriental y persona simpática quien para afirmar su carácter regionalista expresaba que el gran amor de su vida era el mariscal Antonio José de Sucre, y a pesar de tener marido.  En calidad de Secretario del Consulado conocí al señor Ollé, oriundo de las vecindades fronterizas con España, y su asistente era la señorita Cécile Crevel, bella y pecosa flor orleanesa de padres franceses pero nacida en Málaga, con quien como buena amiga dialogaba cuando iba de visita a esa oficina, para enterarme por la prensa caraqueña allí presente, sobre la actualidad de mi país. Existió otra oficina venezolana establecida en París, en planta baja del Hotel Raphael, muy cerca del Arco del Triunfo y en lugar de categoría, ésta a cargo del excelente historiador doctor Caracciolo Parra Pérez, Embajador de Venezuela ante la Unesco, quien me toma bastante aprecio por ser él descendiente de trujillanos, como yo, y al que acompañé dialogando en algunas oportunidades durante el corto trayecto desde la oficina que dirigía hasta su permanente hogar establecido en la Avenida Kleber, y donde para el deleite me enseñara varios densos libros en preparación, que luego se publicaron en España y Venezuela. Fuera de estas personas existió una pequeña colonia de venezolanos habitante de tiempo atrás en París, como los distinguidos escritores Alberto Zérega Fombona (habitante por años del Hotel Lutecia, amigo de Darío el inmortal aeda, y ensimismado con Flora Tristán, cuyo hijo el pintor Gauguin era muy parecido al libertador Bolívar) y César Zumeta, otro gran venezolano de las letras, ambos con residencia desde antes de la guerra en esa capital de Francia. Para agregar la colonia estudiantil era pequeña pero de categoría, entre los que recuerdo al “catire” Senior, economista y luego distinguido banquero en Venezuela, el doctor José Antonio Cordido Freytes, que entonces hacía un postgrado en Derecho Mercantil, la abogado doctora Elena Fierro, quien luego fue magistrado de la Corte Suprema de Justicia, el doctor Darío Maldonado Parilli, cardiólogo venido en otro postgrado desde México, su hermano Mario, Aristóteles Tovar, bohemio de una memoria conmovedora para grabarse en su mente y en pocos días todo el temario a fin de rendir un buen examen de Medicina, el veraz intelectual y filósofo Juan Nuño, mi excelente amigo profesor Alcides López Orihuela, el “moreto” Torres Velásquez, Otaola, y un joven de apellido De Armas, llanero, buen estudiante para ejercer el magisterio, que venía con buenas notas de Caracas y quien fue aplazado intempestivamente en sus exámenes finales de postgrado, a quien no conocí personalmente, pero que a raíz de ese desastre que no esperaba y atribuyéndolo a la eterna disputa franco española del ninguneo en que se introducía también a los latinoamericanos como recuerdos afrentosos de la vieja escuela histórica, cae en una depresión violenta que lo llevó a saltar al vacío desde su cuarto de hospedaje, suicidándose, para entrar así en el reino de lo incomprendido.
El lugar parisino más acogedor para el estudiante latinoamericano y sus congéneres era desde luego el Barrio Latino, configurado por dos largas rectas entrelazadas del Bulevar Saint Germain y el Bulevar Saint Michel, donde al atardecer de cada día y luego de los estudios respectivos en diversas facultades se reunían colonias alusivas para discutir de actualidad y sobre temas universitarios, como lo trascendente para una vida de juventud, donde se unían otros latinos venidos de diferentes partes de la gran ciudad, recordando en ello el café Capoulade, frente al Jardín de Luxemburgo, y más abajo la Brasserie Cujas, para tomar alguna cerveza degustando el sabroso “choucroute a l’alsassienne”. En esa sana vida nocturna que entrada la noche se abría paso recuerdo los acogedores lugares donde veíamos cantar acompañado de su cuatro al guayanés pintor y luego cinetista Jesús Soto, quien en recatado bar de la rue Monsieur Le Prince nos deleitaba con música criolla venezolana como aquel corrido o galerón del “cola’egallo amolao”, y allí muy cerca la tasca de un cantante malagueño que sabía interpretar y ponerle corazón a su “malagueña salerosa”.  Otros locales noctámbulos de la zona también muy visitados eran “Le grenouille vert”, y en el cercano Montparnasse un pequeño café concert  con magnífico pianista que era el ”Chez Berthe”, cerca de la estatua de Rodin, o algunas veces yendo hasta Les Halles para degustar la sabrosa “soupe a l‘oignon” porque el music hall estaba en otras nocturnas calles de los grandes boulevares (Folies Bergéres, Carrussel, Lido, Moulin Rouge, etc.), donde podíamos deleitarnos con Juliette Greco, George Brassens, Luis Mariano con su afamada “Violetas imperiales” y otras figuras del bel canto, teatro y el cine francés. Una vedette que trabajara en la vida nocturna de Caracas (el Samba, cerca de la plaza Candelaria) entonces ejercía su arte melódico cerca del Arco del Triunfo, y se llamaba Gloria Quintero Castañeda, como el famoso Perecito, natural de Los Teques, que hacía de travestis en varios locales conocidos. Un caso particularmente extraño ocurrió en Galerías Lafayette, enorme  tienda de lujo existente en París, cuando una dama cleptómana compulsiva de la sociedad de Caracas, de apellido Planchart,  fue apresada infraganti por la Sureté Nationale al hurtar alguna prenda de su gusto y ello le costó la retención provisoria con dormida en chirona y el costo adicional de un buen penalista para poder regresar a su vivienda de Caracas, lo que corría como pólvora encendida siendo la comidilla de la  colonia durante varios días.  
En París igualmente permanecieron por un tiempo alargado muchos pintores, escultores y otros artistas anti sistema (llamados disidentes) o sus críticos como el citado guayanés Soto, el que llamaran con cariño negro Narciso Debourg, Carlos Cruz Diez, el inmenso Héctor Poleo, mis amigos Alirio Oramas y el reciente fallecido Omar Carreño, Saúl Padilla Sigurani, que compartíamos el mismo Hotel Henry IV y quien luego abandonó la pintura por el estudio de lo rupestre indígena (pictogramas), terminando como médico geriatra, Oswaldo Vigas,  Peran Erminy, Rubén Núñez, Pascual Navarro, el periodista Rafael Delgado, y otros más. Valga también recordar que en la ciudad del Sena existía una colonia de exiliados venezolanos expatriados del país por causa del dictador presidente Marcos Pérez Jiménez y de los cuales puedo recordar al culto y afrancesado político llanero doctor Gonzalo Barrios Bustillos, el conocido y agudo periodista Luis Esteban Rey, el geógrafo guariqueño Rubén Carpio Castillo y el abogado diplomático José María Machín.
Otro grupo importante allí viviente para el momento estaba formado por la hermosa soprano Fedora Alemán y su medio hermano ingeniero Amós Alemán, gran tertuliano y amigo de la vida nocturna, hijo del expresidente Cipriano Castro y quien con su labia portentosa por ser un hombre de más de sesenta años volvió loquita a una bella mujer de algunos veinte años, sueca y que paraba el tráfico, como se decía en Caracas, quien entonces mantuvo amores y más con un joven estudiante de apellido Sansón, sobrino del ministro de Obras Públicas de Venezuela, ingeniero Gerardo Sansón, y quien al conocer que su pareja parecida algo así a Ingrid Bergman se había empatado con el sesentón Alemán, dentro de una depresión irrefrenable, melancólica, entró a su cuarto y se pegó un tiro de pistola, según se expresa en criollo caraqueño, para desgracia de él, de su familia, de la rutilante sueca y de cuantos lo apreciaban.  
París seguía moviéndose, con el general De Gaulle desde Colombey les deux eglises sobresaliendo en el centimetraje político de actualidad, cuando Vincent Auriol era Presidente y el dinámico Antoine Pinay fungió de ministro de finanzas. Así conocí los alrededores de la bella ciudad y me saturé de Versalles y otros castillos del entorno, yendo al conocido sitio de bailar en Robinson, o alguna vez a la Ciudad Universitaria, donde los fines de semana también se danzaba. Anduve por Montmartre junto a Toulouse Lautrec y el can-can, los pintores al aire y su famosa Iglesia del Sagrado Corazón, a la que ya no pudiera entrar en 1999 porque la ola de visitantes lo impedía. Adquirí diversos libros de sapiencia en las Presses Universitaires de France, en la plaza Augusto Comte, del boulevard Saint Michel. Vivía cerca de la facultad de Derecho, andaba entre bibliotecas cazando noticias sobre Venezuela, y de allí salió mi libro sobre el corsario Granmont, editado por la Universidad Simón Bolívar, y fuera de los quesos y vinos envidiables  me llegó a gustar la carne de caballo percherón, que alguna vez se servía en los restaurantes universitarios, a los que asistía alternadamente, porque en ocasiones elegidas para el almuerzo cotidiano visitaba restaurantes griegos cerca de la iglesia de Notre Dame, ya colindando con el río Sena y próximos de un atelier de Pablo Picasso.  En fin, este era el París de 1951 y sus secuelas, de la luminaria Brigitte Bardot, donde me abrió el espíritu para ampliar la cultura escasa que podía llevar desde Caracas, paseando por las orillas del Sena y la venta de sus libros usados, visitando museos y galerías, bibliotecas y tantos lugares de esparcimiento intelectual. Por esos días y en compañía de mi prima Mercedes y su esposo Asdrúbal Hernández Vásquez, como de la hermana Gisela, que fue compadre mío además, la pasamos muy bien y a lo grande, porque él era ganadero con suficiente capacidad para permanecer una semana de lo lindo en París, sin escatimar gastos ni esfuerzos. Al año siguiente volvió a objeto de visitarme en París y acompañarle a la región del río Rin, en Alemania, donde pensaba adquirir unas máquinas de elaboración cárnica.
Bueno, a quienes no conocían aquellos detalles del tiempo parisino o parisiense, como mejor deseen expresarse, aquí los dejo cual primicia histórica, porque a otros les gustará recordar el mensaje trillado de quienes aseveran, con alguna razón, que “todo tiempo pasado fue mejor”.   

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