Amigos invisibles. ¡Caramba!, si loco es posible que sea el escritor bloguero, dirán ustedes. Y en parte tienen razón, porque con el estribillo corriente aquel que “de músico, poeta y loco todos tenemos un poco” vamos encaminando el título de este trabajo a buen recaudo de las críticas. Pues bien y como se dice que de diez personas que uno encuentra en la calle del andar viajero, algo así como dos paseantes bien estudiados gozan de algún desliz de esos que llaman insanía, desde los tics característicos a las manías o complejos consuetudinarios, y no se diga nada si cuando nos ponemos bravos [no lo agrego por mí] se dispara “el loco a millón”, siendo capaz de lo más grave, y pìense usted al buen gusto de su cabeza.
Pues bien y sin necesidad de ser siquiatra, ni psicólogo, ni cosa parecida, es de ocasión afirmarlo que en la personalidad del libertador Simón Bolívar afloraron situaciones rayanas en esos dejos de locura gradual de que venimos tocando, porque los numerosos escritos censores y trabajos de fondo sobre él, así lo confirman. Y vamos a comenzar por el principio, como se estila, para ir tejiendo parte del enramado que a primera vista se presenta y que para un falso conocedor del tema puede llevarlo hacia los laberintos insondables del subconsciente, mundos ignotos que en cierto sentido han sido tratados por algunos especialistas de tales alborotos mentales.
Para despejar incógnitas de la herencia biológica iremos afirmando que desde el arribo del primer Simón de Bolívar a Venezuela, en el inicio de la colonia española, el viejo Simón ya presentaba signos de este mal, según se desprende de papeles del tiempo, en cuanto a que por el dinero que malgasta, que no es de él, y la vida extraña que representa, lo llevan a morir en la miseria y casi el desamparo, a no ser que por el vivaracho de su hijo a quien le decían “el mozo”, pudo tener algún entierro decente aunque de mala fama, para utilizar este tropo. Y así corrió la genética de los Bolívar hasta en el padre de Don Simón, o sea Juan Vicente, que con una sangre mezclada y que le prohíbe ser noble de baja estola, ni a sus hijos, el barraganismo, los negocios no muy santos, con el soborno y la especulación de por medio y otros males del tiempo descendió a la tumba, y de cuyo personaje ya he tratado en este blog. No se olvide además de su hija María Antonia, para citar apenas a dos de la familia, que dejó una fama tremenda en la historia local, porque le cayó a palos a varias personas, se rió de su marido a escondidas cuando ya no la podía satisfacer en la alcoba, y tuvo varios hijos ilegítimos con el furor a cuestas, de los que se recuerdan sus nombres y apellidos. Y así eran buena parte de los Bolívar conocidos. Pero por el lado de los Palacios pertenecientes a la familia de su madre también aparecen con la semilla de esta enfermedad, de lo que conocemos en líneas generales y no personales. Sin pensar en lo característico que pudo tener el vivaracho negociante del abuelo Ponte y Jaspe de Montenegro y el otro abuelo Francisco Marín de Narváez, que con sus aventuras entre indias mestizas y zambas debieron acordarse de la tenebrosa e insana sífilis, que se puede transmitir entre las familias y dejar tal o cual mancha de degeneración, según especulamos. Pero entremos ahora en algo más profundo que el crítico historiador Aarón de Truman ha escrito sobre el particular y que es bueno tener presente en este caso, puesto que el caraqueño de que tratamos era atropellado de carácter desde la propia infancia, taciturno a veces y malentendido con su familia, que hasta se fuga de los hogares en reclusión, con ideas desbordadas que apenas congeniaron con las de Simón Rodríguez, otro raro personaje de estudio en este caso y que recomiendo leer el trabajo que le dedico en este blog [“La magia dudosa de Simón Rodríguez”], mientras es correlón o hiperquinético, a veces malhumorado, o parlanchín e irónico, exagerado y mentía por cálculo, terco, rencoroso, capaz de odiar [según lo afirma cuando el Decreto de Guerra a Muerte], precipitado, propenso a insultar [lo afirma el general Guillermo Miller en sus cavilosas memorias], arrogante, caprichoso, con expresiones contradictorias o equívocas, sufriendo de significativas “alucinaciones” [lo dice su hermana María Antonia], con la manía persecutoria de su gloria, sin mirar a su interlocutor sino hacia abajo, y a ratos es arisco. A veces entraba en un estado de honda tristeza “heterogéneo y complejo como el resto de su carácter” [lo expone el biógrafo Salvador de Madariaga], y “rara vez supo obedecer”, confiesa de él el colombiano José María Samper. Además era enfermizo, con diarreas y otras características, lo que pudo también incidir en su lenta y persistente enfermedad.
Vaya a ejemplos y sobre el tema de la obsesión suicida, la melancolía o abatimiento que le causa el estado de miseria en que se halla en Jamaica, en época de la famosa Carta (1815), cuando ahogado de deudas escribe a su confidente Maxwell Hyslop “Ya no tengo un duro…. terminar mis días de un modo violento…. es preferible la muerte a una existencia tan poco honrosa”. Y ante el riesgo inmediato de caer prisionero como faccioso en la playa de Ocumare junto a su amante Josefina Machado, “presto estaba a dispararme en la sien”, para evitar la deshonra, el patíbulo y el fusilamiento o algo peor. Otro tanto del desespero ansioso sucede en las coyunturas gravísimas de la ciénega guayanesa donde se encuentra, hundido en el tremedal viscoso de Casacoima (1817), pues al perder sus pistolas y al frente del enemigo e indefenso en que se hallaba piensa de inmediato en degollarse, por lo que ya “había desnudado su garganta”, según asienta O’Leary. De esas resultas el edecán Jacinto Martel agrega que pronto el caraqueño entra en un estado de alucinación, por lo que comenta a Briceño Méndez: “!Todo está perdido… helo aquí loco, está delirando…¡”. Otro episodio de este sino vigente se presenta a Bolívar a raíz del combate de Pantano de Vargas, en 1819, y sobre lo impreciso de su final el libertador presto escribe a un amigo: “…. Pensando en las terribles consecuencias de la derrota…. [combate muy superior al de Boyacá y por no poder escapar]…. habría tenido que suicidarme”. Igualmente ocurrió en Carúpano, cuando por obra de las graves discrepancias intestinas con otros oficiales de su entorno, como medida última piensa en suicidarse. Años después aún persiste con esta tendencia mortal, cuando viéndose perdido en el torbellino desastroso de Colombia “…. su alma se agita entre las tinieblas”, por lo que ante el fracaso que ocurre en la Convención de Ocaña sus asistentes lo sienten desalentado, `pesimista, en busca de la soledad, temiendo que en Bolívar “aliéntase propósitos suicidas” [lo escribe Luis Peru de Lacroix], y desde la valluna Cartago a principios de 1830 el caraqueño le confiesa a un amigo sobre el aletazo de suicidio que golpea una vez más en sus sienes, porque en el abatimiento embriagante le expresa “Deseo casi con ansia un momento de desesperación para terminar una vida que es mi oprobio”. Meses antes de morir, en mayo de 1830 y al estar en un sendero sin salida, envuelto de alucinaciones escribirá todo angustiado y así mismo deprimido: “La desesperación sola puede hacerme variar de resolución”. La imagen de la Parca, pues, ronda como un espectro alrededor de Bolívar, lo persigue con insano juicio, según se ha visto, vivida por él mismo en Ocumare, Kingston, Casacoima, o cuando no puede más, al salir desterrado de La Guaira, de aquí su carta a Antonio Leleux, dirigida a Curazao, del 1º de diciembre de 1812, donde le afirma que prefiere ser pasado por las armas a no morir de hambre y sed. Y por este camino siniestro sería conveniente analizar en la psiquis bolivariana la ambición desmedida, los amagos de locura ya mencionados [el sabio larense y médico Lisandro Alvarado en carta de agosto de 1891 le asienta a su paisano José Gil Fortoul “Ya había pensado varias veces escribir algo sobre Bolívar “el más grande de nuestros locos” (sic), o sea sobre los estados cambiantes relativos a los continuos delirios, sueños, soledades y fantasías ansiosas, el tormento de la vaga incertidumbre, la búsqueda permanente de la gloria, algo así como la inmortalidad, o la depresión de los fracasos, en medio de estados ciclotímicos, obsesivos, para ahondar en los campos de la inconciencia freudiana o en la teoría de los conflictos del alma colectiva de Jung y sus secuelas. En lo interior de esa crisis permanente Bolívar dentro de la mentalidad que ejercita no aceptaba la palabra derrota, que las hubo en muchas ocasiones. Por ello el erudito colombiano monseñor Rafael María Carrasquilla pudo escribir, pensándolo dos veces: “Los locos y los genios nos desconciertan, porque aquellos no nos entienden, y a estos no alcanzamos a comprenderlos”. O como asienta el exquisito antioqueño Fernando González, que para decir grandes verdades hay que fingirse de loco. Y hasta Carlos Marx, en sus manoseados escritos, según ya lo dijimos, le tildó de loco. En fin, el caraqueño vivió loco y pudo morir en sano juicio, concorde con las desmesuras de nuestro señor Don Quijote.
Y volviendo de luego a los estudios del doctor Diego Carbonell, que lo trata de acuerdo con el tema, dice que por las ramas sanguíneas materna y paterna Bolívar hereda el misticismo, la pasión, la lucha, la fobia patriótica y hasta lo histeroepiléptico, que se demuestra en su hermana María Antonia, hasta lo megalómano paterno y el dejo microbiano del morbo gálico como castigo divino. Agrega el científico oriental que con el tiempo su neurosis se complica, y hasta confiesa que padece algunas crisis de ataques durante las cuales pierde la razón, como respuesta con lo que acontece en ciertos neurópatas que soportan ausencias de personalidad. Los ataques de nervios que sufriera tal vez fueron pasajeros aunque convulsivos. Otra demostración palpable de sus riesgos lindantes con lo anormal lo vemos en cuanto a que Bolívar alardeó de la imposible [que los siquiatras llaman narcisismo], pues quería superar a todos dentro del orgullo excesivo que portaba, de donde en la Campaña del Guayana del año 1817, dejando de lado su tamaño escaso, frente a Angostura del Orinoco y queriendo demostrar capacidad, en desafío inaudito hizo un esfuerzo sobrehumano para en un brinco impensable atravesar por sobre el lomo y de punta a punta, desde las ancas hasta el final de la cabeza, a un caballo grande y corredor de su propiedad, lo que logra rematar con éxito en la tercera intentona frente al contendor y robusto edecán Diego Ibarra. “Confieso que cometí una locura”, anotará más tarde. También en 1826 en apuesta inconcebible que lo extasía ante otro rasgo de locura [Lacroix dixit], al borde de la roca y frente al abismo y sin temor alguno salta de una piedra a la otra del ancho fluvial, resbaladizas por el rocío, en medio del precipicio de 150 metros de hondonada que allí sostiene el río Funza, en el llamado Salto de Tequendama, a 30 kilómetros de Bogotá. Y más increíble aún es la apuesta que sostiene como alarde de coraje al estilo Houdini, cuando desafía al coronel Jacinto Martel, lanzándose a nado en Angostura del Orinoco, con las manos sujetas atrás de su cuerpo, hasta llegar a una cañonera fondeada a cuadra y media de la playa. A poco el susodicho caraqueño conceptuará la hazaña como “aventura singular propia de loco”. Por ello mismo y confirmando lo anterior al propio general Santander en enero de 1824 le confiesa por escrito: “… me suelen dar de cuando en cuando unos ataques de demencia, aún cuando estoy bueno, que pierdo enteramente la razón”.
En referencia a los episodios de locura que venimos informando y sobre el incidente juvenil que Bolívar sostiene en Madrid durante cierta discusión con un Oficial real, entonces se pone furioso, desenvaina la espada que lo enajena de rabia [digamos violencia], y como asienta Abel Carbonell, el futuro suegro viéndolo tan airado “tuvo la impresión de que Bolívar estaba loco”. Recordemos además que la hermana de Bolívar, María Antonia, siempre lo llamaba en tono cariñoso “el loco”. Por algo sería. Y el neogranadino Manuel del Castillo y Rada lo tilda de “cabeza delirante”. Otro rasgo de aquella alienación que podía invadir al Libertador, la encontramos cuando en Lima supo que el general Sucre había triunfado en Ayacucho, pues según cuentan los recuerdos el caraqueño al momento se encuentra enajenado y a punto de volverse loco, poniéndose a bailar solo y gritando ¡Victoria¡, en el parco recinto de su cuarto. Pero caso contrario en su personalidad es lo que ocurre con la conspiración septembrina de Bogotá, en 1828, pues de seguidas queda en estado depresivo, “padeciendo manía persecutoria con alucinaciones”, según explica R. D. Silva Uzcátegui, de donde pasa a tener “una desconfianza sin igual”, como comenta el general Santander. El concepto megalómano del poder y el temor a que atentasen contra su vida, fueron de los últimos problemas espirituales y síquicos que tuvo antes de dejar apartada su huesa en la costeña catedral de Santa Marta.
Como verán en esta crónica para un verdadero estudio existe bastante tela que cortar. Yo no soy siquiatra pero con la experiencia que me ha dado la vida y todo lo que aquí se narra emanado de fuentes seguras, cualquiera podrá formarse una opinión bastante aproximada de este Bolívar inédito que como en el descenso de la Cruz tan bien pintado por Pedro de Campaña y con la técnica del palentino Berruguete, muestra de dónde sacó tantos artificios para quedar prendido en la Historia, tal como fue, con las locuras, desatinos y desafueros, o con los éxitos que tuvo en este portal de un hombre de carne y hueso, lo que pretendo demostrar a ustedes en función de entendedores de estos conflictos emocionales y sus secuelas que aún ruedan por allí, así como para la observancia y el conocimiento de sus fans admiradores.
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