lunes, 4 de junio de 2012

CUBAGUA, ISLA DE ENTERA PERDICIÓN




            Amigos invisibles. Yo no sé porqué el concepto insular tiene algo de afrodisíaco, y quizás ello proviene de la desnudez con que se despejan las almas en esos mares insondables donde con la visión quisquillosa se desvisten ninfas y adonis que dan toque de alegría hasta lujuriosa, pensativa y quizás de sueños coruscantes a esos paisajes cubiertos de leyendas, de bastantes historias tildadas de prohibidas que hacen sonrojar al más pintado y que, en fin, cuentan una suma de capítulos suficientes como para dar comienzo a cualquier narración, por picante que sea. Y de aquí se desprende la trama y las tramoyas que luciendo algo medio olvidadas vengo a recordar, porque no es factible que dentro de tantas emociones vividas en lugares como Cubagua, la mala memoria de muchos oscurezca el panorama de una realidad tangible de la Historia nacional, que tiene como telón de fondo nada menos que el nacimiento de Venezuela, porque de allí partió y cuajado de siglos todo el “establishment” dominante de aquella isla colocada al sur de la Margarita y del Oriente de Venezuela, que fue por donde entraron los primeros españoles que tuvieron la osadía de meterse en trifulcas indígenas contra los feroces come gentes indios caribes, pero que los movió simplemente la codicia de unas tales márgaras o perlas que allí también había y que dieron comienzo, como dije a toda una historia detonante y de placer. Que no de amor.


           








            Isla pequeña de apenas 24 kilómetros cuadrados, da de qué hablar desde cuando al genovés Colón en 1498 la divisa para desatar luego deseos de dominación, y con mayor empuje a partir de cuando se conoce  que junto a las costas suyas hay atiborrados una cantidad sorprendente de perlas de muy buen oriente como se dice en gemonología, y así cuando menos se piensa  barcos y lanchones de diverso calado  comienzan a desembarcar numerosos aventureros dispuestos a hacerse ricos en poco tiempo y a como diere lugar. Sin embargo de un inicio se presentaron numerosos problemas porque la isla carecía de agua dulce, debiendo traérsela desde la sureña costa de Cumaná, o sea a partir del río Manzanares, lo que da pie ya a montar rancherías habitables mientras se construyen niveladas calles de piedra que pronto albergan miles de habitantes entre los que van y vienen con un comercio frondoso, mientras se establecen picapedreros para construir las primeras casas roqueras en la primera ciudad de Venezuela a la que el rey Carlos V pronto le otorga escudo con águila bicéfala
[que ahora reposa en el Museo Bolivariano de Caracas], o sea a Santiago de Nueva Cádiz, al tanto que los franciscanos chivudos abren su iglesia para la redención de tantos pecados cometidos y las prostitutas, barraganas y hasta mancebas iniciadas, nutren de muchas zorras los primeros lenocinios, lupanares, puterías o prostíbulos donde corren el licor, algunos ajustes de cuentas y negocios de toda índole, de los buenos y de los malos.  Ya para esos momentos de la vida burlona se está llenando el paisaje con aventureros llegados en porción y con esclavistas que primero utilizan indios de la zona y luego indígenas traídos de las islas lucayas o Bahamas, por ser más fuertes ellos para zambullirse siete metros abajo en búsqueda del molusco ostral, aunque les estallaran los pulmones por la profundidad y mientras llegan negros africanos para estas faenas productivas y el fraile dominico Las Casas, el de la Espuela Dorada y amigo de flamencos, con  lenguaje florido mas no cierto a cabalidad anda inventando por España que todo eso era mentira,  a objeto de importar más esclavos del llamado continente negro.



            Pero siguiendo en este andar histórico cuajado de recuerdos que parecen novelescos vamos a comenzar con una técnica de paneo insular para que los lectores tengan conocimientos de las diabluras en esta sociedad perversa donde ya para 1515 “no hay doncella que no haya sido deshonrada”, mientras atacan bandadas de caribes y algunos franceses como  Jacques Fain y Simón Ansed  se atreven a depredar, aunque pierdan trece hombres.
A todo ello debe agregarse la corrupción perlífera con que Don Dinero todo lo puede y por eso ya la justicia anda “de compadres”, donde los atribulados indios pescadores trabajan de sol a sol, son aperreados si no hacen caso, se les escama la piel por la sal contenida, el flaco sustento estomacal es de restos acaso podridos y los capataces de tales desmanes andan sueltos porque la complaciente  ley no existe. Entretanto, luego de la riada de caribes que medio acaban con el pueblo,  ya para 1525 se han exportado de la isla 200.000 pesos de oro en perlas, lo que verdaderamente se vuelve un record mundial y comparable a lo que contenido en el famoso libro Guinness al respecto, mientras con prontitud Cubagua va convirtiéndose en el primer gran mercado de esclavos herrados en la cara de manera candente, africanos e indígenas, del Nuevo Mundo.

Es en ese tiempo cuando la vida insular está que arde, pues el judío converso Pedro de Barrionuevo mata con puñal alevoso al adinerado Alemán, rico “señor de canoa” y dueño de cantidad de indios y negros esclavos que explotan sus enormes ostrales. Barrionuevo sin embargo no se salvó de la vindicta pública, pues aunque se cobija bajo el alero del convento franciscano, sin embargo por trastiendas se le saca a escondidas de dicho cenobio y luego en España fue condenado a la horca. Entretanto en Nueva Cádiz para coger calor natural el casado Pedro de Cuadros vive en mancebía pública con Isabel de Aguilar, lo que es muy mal visto de reojo por el vecindario, de donde termina en la cárcel por andar pasado de vivo, según las leyes de entonces. A Isabel, ex de Lope de Montalbán, se le destierra, por lo que fue presa y condenada. A Leonor Gutiérrez, “vendedora de gracia y encantos” sin pararle a la categoría, se le condena a dos años de destierro, y otras que también caen en la causa del amancebamiento fueron las libertinas Elena Delgado y Mencía Hernández, y así también Juana de Aranda, tabernera de oficio, iniciada en el libertinaje de los garitos de Sevilla, quien vive en Cubagua con el navegante Juan Zodo, a quien le distrae el fastidio que posee y es “mujer ciertamente extraordinaria”, según el decir de Enrique Otte, y como mi cabeza da vueltas, pienso a lo mala que pudo ser por cuestiones de alcoba.  Ya para 1531 la fogosa Nueva Cádiz, con l.000 habitantes encima, anda inmersa en fiestas, regocijos, torneos, galanuras, gritos, pendencias, bebidas, juego de varias clases, como barajas, dados, etc., todo alrededor de las perlas y los esclavos, y como afirma un autor contemporáneo a esos hechos “En las esclavas mozas se desahogan los cubagüeses sus apetitos”. Pero el que le puso corcho a la botella de los desmanes fue el propio alcalde Pedro Ortiz de Matienzo, quien vivía públicamente con mujer casada, o sea Antonia Camacho, llamada “La Camacha”, quien sacó de quicio y sano juicio al tal Ortiz, pues “no hacía más de lo que ella quería”, al extremo de obsequiarle para cierta armada, lo que le costó el cargo y se dijo que hasta la muerte. Algo así como Sodoma y Gomorra.
            Para entonces y siguiendo el mismo hilo conductual de la fiera reseña, candidata no a cualquier Premio Nobel pero sí para que un sesudo maestro del terror con cualquier tétrico guión cinematográfico pueda elaborar un trabajo capaz de obtener laureles en este plano de la cultura no salida de los conventos sino de los trotaconventos cabrones o de las trotaconventos alcahuetas, burdeles y las cárceles, añadiremos que el vivaracho Tesorero real de Cubagua es quien primero construye una casa de piedra de canto rodado en la infértil Cubagua, posiblemente con la mano de obra gratuita de 46 indios esclavos a él pertenecientes y a quienes marca con un hierro en la frente, como signo de dicha propiedad, lo que acontece en 1532.
Pero eso es lo menos de lo más a suceder el susodicho año en la tornadiza comunidad, porque allí mismo muere en prisión y envenenado mediante orden del rico Alcalde insular Pedro Ortiz de Matienzo, “por cierta pócima que en Cubagua preparó un boticario genovés”, el célebre comendador Diego de Ordáz, membrudo y tartajoso que da su nombre a la mejor ciudad actual de Guayana y quien deja una estela de recuerdos inolvidables en el antaño Méjico como ascender primero al enorme volcán poblano de Popocatepelt, y en Venezuela con la célebre expedición por Cubagua y hacia Paria, hecha un fracaso, de donde luego salían los que pudieron regresar “a pedir por Dios para su sustento”. En la ergástula insular lo mantenía preso con cadenas el temible gobernador trinitario Antonio Cedeño, pero quien lo envenena es el conde milanés Luis de Lampiñán con unos “bocados” que le da en dicha cárcel, para echarlo luego a los  hambrientos y cebados tiburones playeros. El medio loco conde inventor “para pescar ostrales” fue atacado por la población enfurecida, se llenó de deudas, tornóse más loco aún por la mala suerte y cinco años después murió allí deprimido y en la mayor miseria, como escribo en mi voluminoso libro “Historia oculta de Venezuela”. Mas pasados estos trances malignos agregaremos que ya para 1535 Nueva Cádiz tiene casas torreadas y de piedra, de tapias y calicanto, suntuosas y solariegas, con algunos 220 vecinos adinerados que tranquilos viven en su interior, mientras se  centra la activa producción perlífera, con tantas bajas humanas desde luego, que poco antes había alcanzado a la insospechable cifra de de 2852 kilos de este rico y lujoso manjar de perlas

del que el soberano Carlos V tenía una obsesión por las márgaras cubagüenses, recordando en este instante que en el monasterio extremeño de Guadalupe pude extasiar mi vista con una capa virginal celosamente guardada  y  cosida con bellas perlas insulares traídas de Cubagua, como me lo expresara en aquella oportunidad el fraile curador de tan excelsa reliquia y obra de arte colonial venezolano. Pero como no todo lo que brilla es oro, aquí afirmo lo contrario, pues a pesar de tanta corrupción que reina en aquel estrecho territorio insular lleno de pájaros que peligrosamente defecan, ciertos sensatos cabildantes prefieren enseriar su trabajo y así crean las primeras Ordenanzas municipales venezolanas, que algunas cosas ordenan, como la salida de esclavos y lacayos por la noche, y usted piense el porqué, el manejo del vino por los amos, la punición de no ir a misa los domingos, la certeza del llamado toque de queda, que se entierren los indios muertos, pues los echaban al mar, y del castigo con los negros levantiscos o alzados, a base de azotes y hasta la muerte, según sea de grave lo cometido, a lo que se une una Real provisión sobre el control específico de las mismas perlas, siendo las penas ordenadas para el indio o esclavo contraventor de cien azotes en público, y si reincide, se le cortarán las orejas. Así de simple. Mas como los sucesos se mantenían en ascuas por los desenfrenos permanentes y el comercio esclavista aumenta [27 negros vendidos allí en 1527, 180 indios de Paria, que se adjudican a Ortiz de Matienzo, los 50 indígenas herrados que introduce el Alcalde Mayor insular,  los casi 30 negros esclavos traídos sin  permiso por los vizcaínos Sancho y Juan de Urrutia, etc., para frenar los desafueros la Audiencia de Santo Domingo envía como juez de residencia y hasta pesquisidor al licenciado Juan de Frías, a quien el jefe de armas insular detiene, encarcela y bota sus cédulas reales a la basura del mar, matando con espada al escribano y el Alguacil acompañantes de Cedeño, mientras confisca todas las propiedades que llevan encima. Antonio Cedeño a su vez luego morirá hinchado por obra de veneno lento que le propina la morisca embrujada Francisca Fernández. El que la debe, la teme.
            Y volviendo sobre el tema candente diremos que la dinámica Cubagua tampoco se salvó de los asaltos de la naturaleza embravecida, porque en 1530 sobre Nueva Cádiz se produjo en violento terremoto con epicentro cerca de Cumaná, de tal intensidad  diría yo y con réplicas sísmicas que sucedieron con temor por 45 minutos, al extremo de provocar algún desplazamiento de la tierra hacia el mar, grandes inundaciones en tierra continental y una suerte de tsunami con altura de las olas calculada en más de 20 pies, o sea siete metros aproximadamente, que amplió la fosa profunda de Cariaco, cerca de Cubagua, y en la isla desprotegida para estos inesperados cataclismos provoca no solo la inundación general sino la ruina o el estrago de esa activa ciudad, como también el ahogamiento de muchos de sus habitantes, ciudad que es reconstruida en parte por su valor como mercado de esclavos, aunque ya la producción de perlas había bajado debido al exceso extractivo de los ostrales y a la invasión de tiburones en el lugar, que a las anchas hicieron de las suyas. Sin embargo, de lo que pudo salvarse existe un documento, porque al llegar el nuevo Tesorero de Cubagua, Francisco Castellanos, una vez posesionado del cargo ordena abrir el “arca de tres llaves donde se guarda  lo perteneciente a S. M.” (Su Majestad), en cuyo interior se halla oro guanín, perlas comunes, perlas redondas, aljófar común y redondo, pedrería, cadenillas, etc, todo según inventario desde luego. Para entonces y a objeto del tratamiento enfermizo de su gota ya se había enviado al emperador Carlos V, que residía en España, una barrica con oloroso aceite negruzco y pesado, extraído de la punta Oeste de la isla, llamado mene por las indígenas y “stercus demonis” por los letrados medievales, que no era sino el primer manadero de petróleo conocido en Venezuela y que fue a prestarle útil servicio al adolorido emperador. En 1539 llegó a Cubagua el deshonesto licenciado Francisco de Castañeda, enviado de Santo Domingo para vengar afrentas y poner un parado en los excesos del cruel Jerónimo de Ortal. Pero fue peor el remedio que la enfermedad sobre la “fábrica de maldades” que se avecinan, pues Castañeda encarcela, atropella y a diversos reos  ordena dar cien azotes a cada uno, como el corte de narices, y hasta al más culpable  ordena le cercenen parte de un pie, en esta que “era una tierra perdida”, por los vicios y desórdenes que encuentra, como las revueltas de indios que la acechan,, lo que parece pronto olvidar el Castañeda ya que de vengador que fue, se queda en Cubagua “entre los brazos de una cubagüesa”, “detenido por ciertos amores”, en fiestas que no cesan, y el muy pillo cuanto vicioso “en parlar de mujeres”. Entre tanto la ciudad se había recuperado bastante de los desastres acaecidos una década atrás, cuando de improviso en la navidad de 1541 una tempestad o ciclón de aguas seguido de temblores y vientos huracanados, asola de nuevo a las isla de Cubagua, “sin dejar casa de piedra sobre ella”, por lo que se ordena evacuar la isla y muchos de los moradores se van a vivir en Margarita, porque otros, en años anteriores se establecen por Río Hacha y el Cabo de la Vela en Colombia, donde se descubrieron nuevos ostrales. Nueva Cádiz no se levanta más de sus cimientos y el comercio de esclavos vegetó, aún miserablemente hasta l550, cuando ya cansados los últimos remolones al desahucio natural, decidieron irse con sus familias y petacas a cualquier otro lugar acogedor.

En este ínterin definitivo  el esclavista y marino italiano  Girolamo Benzoni  la visita con otros tratantes, mientras el capitán Pedro de Cádiz (Cálice, en italiano de entonces) anda por esas aguas tenebrosas con 400 esclavos indígenas que porta a su llegada, al tanto que asesina a cuchilladas al perdidoso Pedro Hernández, por cuyo crimen horrendo apenas pagó una nominal “multa de seis pesos”. Ojalá que alguien se apiade de estas historias verdaderas y desde otro criterio las envíe por los medios que hoy existen, a tantos escasos de estos conocimientos referidos al ser y a su íntima perdición.

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