Amigos invisibles. Ya de vuelta en Caracas. Existe una persona casi invisible para
muchos venezolanos, utilizando así el acomodado término del doctor Uslar Pietri,
a quien por desconocimiento o acaso
desconsideración, para no señalar con
claridad el sexto pecado capital, se le tiene en el olvido no de los justos
sino de los desamparados, cuando para mí o cualquiera que haya nacido en estas
tierras ahora tan de trajín, sería hora de recordarlo con afecto porque a pesar
de original, que ya es de por sí una cualidad demostrable, se fajó a proseguir
una vida fecunda y tan extraña que de poeta romántico y el corazón abierto terminó
con una espada en la mano en ese siglo XIX tan cargado de novedades y donde se
ajustaban cuentas aunque fuera de forma volandera. Siglo por cierto tan insólito que de simples
empujones y acaso atraído por los descubrimientos científicos se hizo muy corto
en cuanto a las hazañas en desarrollo para cambiar la faz de lo cotidiano, que dieron un final gracioso a los mitos y
leyendas tan extendidos como la existencia del mismo Diablo, Mandinga o Lucifer
que a todos nos infundía temor pero que dicho salvaje animalejo tan contenido en
el vocabulario de comadres se hizo temer y se murió desde cuando la lámpara
eléctrica apareciera para morir de mengua este fantasma de capa y de dos cachos, que a veces se
convirtiera en sotana, como también fue la aparición intempestiva de la nueva
guerra y las tierras por colonizar bajo el yugo del capataz, o de las bombas y
los medios aprendidos del pundonoroso doctor Nobel, que han acabado con media
parte de la humanidad.
Pues bien, sobre esta fraseología utilitaria que tiene su ritmo interior
venimos en este caso para abrir las cortinas de un teatro mágico de corral
dramático que bien lo merece en cuanto al caraqueño que intento presentar ante los ojos de un público variado,
porque su fondo no se conoce todavía, ya que el peso de las circunstancias y
los momentos que le tocara vivir moldearon su carácter, su gesta y el recuerdo
de los libros tergiversados con intereses propios, que de otra manera pudieron
hacerle un personaje muy distinto pero que el peso del momento lo hizo aventar
como en una tragedia griega no exenta sin embargo de grandes realizaciones
donde parece que nada concordaba y que por sino del destino vinieron a reunirse
en este caballero de armas tomar, de pluma en ristre y de ejecutorias tan
reconocidas que dejaron huella suficiente como para que a 116 años de su
desaparición física, si no estoy perdido en ese laberinto de ajustes, vayamos a
renovarlo dentro del almanaque existencial que deja una estela a recorrer desde
su propio nacimiento en las nutridas faldas del majestuoso Ávila caraqueño y
para cuyo retorno al mundo de los vivos cibernéticos utilizaremos algún vasto
lenguaje de lo que él sometió a sus oyentes y lectores para ser comprendido en
este momento lleno de ilusiones y a veces de trepidantes recuerdos. De aquí que nuestra figura de quien hoy
comentamos vino al mundo de los que no mueren el miércoles 9 de noviembre de 1808, festividad
de la virgen de Almudena, patrona de Madrid, tiempo en que le falta salero al
cornudo rey Carlos IV, y quien no por la Gracia de Dios lleno de pavor pacta
con Napoleón Bonaparte a objeto de entregarle así “todos mis derechos sobre
España e Indias”, lo que para el momento tenía como locos a los criollos
venezolanos que creen en el destino aunque no manifiesto pero si visto en el caleidoscopio
del futuro y frente al sinsabor de un tal Pepe Botella gabacho, nombre del
refranero popular de cantinas, que los quiere mandar desde Madrid. De Santiago de León de Caracas, la ciudad entre
santa y díscola de su nacimiento, donde le acomodan en la fe de bautismo
eclesial un cognomento hidalgo de Perpigná (Perpiñán, del Rosellón catalán),
podemos afirmar que además era una ciudad pacata, dominada por cierta clase social
conservadora que se basa en el comercio y la agricultura, o sea los criollos mantuanos,
que había quedado huérfana con el reciente deceso del achacoso aunque despierto
ceutí Gobernador y sesentón Capitán General Manuel de Guevara Vasconcelos,
quien cubierto de temor con lo provecto encima tenía la urbe llena de fiestas o
saraos, para a través del chisme o de las lenguas sueltas sus policías
enterarse de las menudencias cotidianas, esto ante el peligro del contagio
napoleónico que ya le quitaba el trono al disoluto y pendejo Carlos IV, por lo
que para contener estos temores fundados vino de refuerzo militar un pequeño
contingente de soldados a fin de darle vigor a la casta de los mantuanos
temerosos que ejercían el poder solapado y ante el otro peligro estamentario con
signos de alboroto que eran los emprendedores pardos. En
ese escenario de apariencia tranquila donde junto a los contornos agrícolas conviven
algunos mal contados 40.000 habitantes, de poco tiempo atrás presta funciones
militares en Caracas el español catalán de origen castrense Lorenzo Ros,
enviado para defender esta peligrosa provincia de los asedios extranjeros como
de otros internos que pujan a la larga por obtener el poder o su liberación. Dirigirá por tanto un Batallón de Pardos (razas
mezcladas) en calidad de Comandante, mientras que por su aprecio pronto entra a
ser elemento clave en la confianza del gastado vejete Gobernador Guevara Vasconcelos.
Nuestro joven Antonio creció con otro nombre y apellidos prestados a los
que debía tener, por haberlos perdido en un primer momento de orfandad, de donde
la joven pareja formada por el catalán Ros y su esposa Manuela (Mariana) De
Olano lo adoptan en calidad de hijo con todas las de la ley canónica y jurídica.
Entre mariposas y papagayos se elevó por
tanto en Caracas, en medio de un bucólico paisaje inolvidable para él de esa
ciudad capital y de los techos rojos, al lado de compañeros de edad, oyendo
pasar por sus calles empedradas a un sobrio Andrés Bello gramático o a Simón
Rodríguez medio loco por inteligente, y de algunos acontecimientos
sorprendentes que se fueron acumulando y cuya mayor expresión por lo explosivo e
imborrable de los hechos vino a desencadenar el levantamiento social y político
de 1810 que él viera con tierna juventud, mediante esos cambios imborrables en que
se destituye al Gobernador y Capitán General, el vasco Vicente Emparan, en
medio de un alborozo y hasta algarabía sostenida con música de truenos y
cohetes, que en el fondo no cambió nada sino la máscara oficiosa de tales
hechos, mientras los revoltosos tomaban posición, algunos canarios son ahorcados
en la propia Caracas y el débil gobierno de turno toma medidas previsivas de
carácter militar, como fue el envío de tropas para sofocar la terquedad goda de
los corianos, lo que se quedó en veremos por el empírico triunfo realista. Otro
recuerdo para no olvidar correspondió sentir al joven Antonio, cuando dentro de
la sindéresis del despabilado muchacho presenció viviendo el horrible terremoto
de Caracas, en 1812, que entre alaridos desgarradores de muerte acabó con buena
parte de la población capitalina y venezolana.
Todos estos acontecimientos anormales que se sucedieron ante la mirada
acuciosa del pequeño Antonio Ros fueron grabándose en esa memoria infantil privilegiada
que todo lo recuerda según lo demuestra en años posteriores de su larga carrera
vital, mientras el padre y la pequeña familia del entorno viven esos capítulos trágicos de historia
porque el primogenitor fiel a sus principios y mentalidad castrense siguió
prestando servicios correspondientes a la profesión marcial y al frente del
Batallón de Pardos, sin inmiscuirse desde luego en tensiones de carácter
político que eran elementos para la discusión del frágil momento. Sin embargo a estas alturas de la vida
cotidiana ya que conocía con suficiencia de los cambios presentidos que habrían
de jugar papel importante en la vida de
Venezuela porque un grupo de llamados patriotas ya adversarios al sistema
imperante venía en combate guerrero desde las fronteras de Colombia o Nueva
Granada y por ello muchas familias caraqueñas optaron de manera preventiva
viajar con pasaporte a la vecina isla holandesa de Curazao, en poder inglés,
como medida de contraste, grupos entre los cuales se encontraba los Ros de
Olano con su hijo Antonio que ya despierto demuestra carácter y hasta
originalidad, tiempo que pasa volando, pues el militar canario Domingo de
Monteverde pronto restaura la paz en la provincia, de donde los Ros regresan a
Venezuela por Puerto Cabello y luego el padre catalán es designado a nuevas funciones
oficiales en Caracas, volviendo así la familia a su casa hogar, situada en el
centro de la capital, hoy La Hoyada, y cerca del Real Asilo de Lázaros (guardando
distancias “pasó la niñez e infancia entre los poblados jardines del Real
Asilo”, escribe Arístides Rojas). Y porque el militar Ros fiel a sus juramentos
y a la nueva patria que se construye con tantas incidencias se mantiene en
cargos técnicos profesionales no es molestado por los cambios habidos ni menos
claudica en su trabajo (pero sí por los sufrimientos de la guerra en acción,
demacrado en desvelos, con malestares e inválido debido a heridas en combates
pasados), por lo que en medio del vaivén guerrero y con militares recios instruidos
en la lucha antirevoltosa como Monteverde y el fenómeno Boves, logra capear
tantos peligros en la Venezuela convulsionada
hasta cuando el progenitor por los tremendos sucesos de 1813 y los
subsiguientes desastres guerreros luego resuelve enviar a España, a la heredad de
Gerona y previendo su cambio, al hijo menor, que entonces por avance ajusta la
edad de la razón, infante que destina rumbo a Cataluña, a casa de familiares
cercanos. Pero como la vida física no es eterna y en ese
tiempo de enfermedades y desgracias se evaporaba fácil, Don Lorenzo padre enfermó de cuidado y muere, en 1815, dejando con otra orfandad a la familia, a sus siete hijos
y a la viuda, que se mantiene en vilo
por causa de los aconteceres con que sufriendo vive, lo que coincidiera primero
con el presuroso envío a España del infante
Antonio para alejarlo de una guerra “cruelísima” y ante el recuerdo que el avisado
Antonio hace de su viaje ultramarino, mientras ya sabe leer y pensar por la
costumbre materna que le infunde de estas artes del espíritu, al tiempo que
dicho despido de la tierra natal inculcará en ese caraqueño el recuerdo
imborrable que años después deja impreso
en estas simbólicas estrofas de verso romántico cuanto cadencioso: “Nací español en la ciudad riente / Rodó mi cuna entre perpetuas flores
/ Besé las aves de plumaje ardiente. / Trajéronme de niño mis mayores / Hoy, en mi patria histórica, la mente / Las junta en un amor con
dos amores”.
Esas sextetas tan inspiradas y
rítmicas demuestran su honda sensación por el país que lo vio nacer acogiéndolo
en los años en que se despierta a la vida del entendimiento, como siente a una
Caracas riente, florida, con la metáfora de ardor, soñadora, donde reside su
patria histórica, que junta el amor con dos amores, o sea la familia sanguínea
y la natal. El arribo del joven Antonio
a tierra de sus mayores peninsulares, en 1816, en la edad florida de los ocho
años, y a la casa paterna o heredad de tres plantas (donde convivieran “cuatro hermanos
y cuatro primos de edad aproximada” según apunta), coincide precisamente con la
llegada de un ejército español de pacificación a tierras insulares de Venezuela
donde transcurriera cierta parte de su vida el pundonoroso militar que fue Don Lorenzo. De un libro que se titula “Cuentos
estrambóticos y otros relatos” (Editorial Laia, Barcelona, 1980) dentro de lo
escaso encontrado de aquella inicial existencia que Antonio desarrollara en
España he podido sustraer algunas noticias donde se estampa que el recién
llegado americano (“indiano”) viene a vivir en finca del Bajo Ampurdan llamada “Las
Olivas” y en casa solariega de familiares establecidos situada en extramuros de
la pequeña aldea montañosa Puig-Alegre,
en las últimas estribaciones del pirineo de Gerona (Girona en catalán, tierra
igualmente del conocido pintor Salvador Dalí), no lejos del suntuoso convento
carmelita de Peralada, en hogar múltiple de su abuelo paterno para allí terminar
de formarse con la educación característica de la zona y desde luego que en el
campo rural, cerca de Francia y ese Ampurdán que entorna, según él lo comenta, con
viento frío de la tramontana, a la espera de mejores oportunidades que habrá de
darle la vida. Entretanto, en que ya ha fallecido también
Doña Manuela, su madre, le extraña el
clima en el que habita, lejos de la naturaleza exuberante caraqueña y el modo
de ser y hasta el lingüístico de las familias que lo entornan. Para la formación del venezolano su viejo
tío gruñón, también llamado Lorenzo, que hace las veces de pater familias por
la muerte del anciano patriarca su abuelo, lo inscribe en un colegio interno de
Barcelona, de primera enseñanza, donde habrá de
educarse por un tiempo y de acuerdo con su facilidad a la ciencia
militar, que lo inspira, como opción heredada de la familia y en especial de su
padre.
Pero vino la guerra despiadada
primero con el asalto francés mediante la incursión a España y luego las traiciones
internas, el desmembrar político que significa las Cortes de Cádiz, el levantamiento
americano, el personalismo insólito de Fernando VII, los episodios tristes de
Riego y Quiroga, y el conocer cercano que hace Antonio Ros del patriota catalán
Francisco Milans del Bosch, lo que le despierta y por tradición de familia, su
vocación para el servicio de las armas en defensa de ideales supremos, de donde
a los 17 años se traslada a Madrid para recibir la educación a que aspira comenzando
así su carrera castrense de 59 años por durar, luego de algunos estudios militares
para ser Alférez en la Guardia Real. A partir de ese cargo comenzará su ascenso
por méritos y conocimientos dentro de una hoja de servicios impecable que
demuestra su permanencia en el ejército de Aragón, las confrontadas guerras
carlistas, a las órdenes del capaz Francisco Espoz y Mina, escribe ya con
pasión sobre el tema militar, en 1837 es Teniente Coronel, y prestado entonces a
la política es elegido en Cortes como Diputado independiente, siendo reelegido
y donde se destaca como orador de fondo. Por ese tiempo es que comienza su carrera
igualmente exitosa de escritor, en 1840, siendo elegido luego Gobernador de
Murcia. Ya en 1847 el caraqueño en
función es Teniente General, cubriéndose de gloria en Marruecos, y Ministro de Comunicaciones, de Marina, como
de Instrucción Pública. Capitán General
en Ceuta y Burgos, Director General de Artillería (1856). Diplomático en Portugal y Capitán General en
varias posesiones españolas de África. Siendo Senador Vitalicio del reino es hecho
conde de Almina, y por su exitosa incursión militar en Marruecos con que obliga
a pedir la paz al Sultán marroquí (Ceuta y Tetuán) es nombrado Marqués de Gual-el-
Jelú. Capitán General de Castilla la
Nueva, Director de Artillería y Vicepresidente del Senado, de cuyo alto cargo
el venezolano se encarga en 1872. También
en 1868 fue designado Capitán General en Madrid, mientras la reina Isabel II se
exilia en París no sin antes haberlo condecorado personalmente con la Gran
Cruz de la Real Orden de Carlos III, la
muy importante de San Fernando, como que se acompaña oportunamente con la preciada
orden Gran Cruz Real y Militar de San Hermenegildo. De ese recuerdo castrense
del referido marqués figura el morrión de fieltro o gorro que para protegerlas Don Antonio puso sobre
la cabeza de sus tropas, con cuyo éxito y fama obtenidos el sombrero pasó a
llamarse simplemente Ros, en honor a su nombre y que hizo época por mucho
tiempo en el ejército español. En
1877, ya de 79 años transcurridos en diferentes campos vitales, por motivo de edad Ros es pasado a la reserva
militar.
Otra faceta muy importante de su vida y que no puedo dejar en el olvido
de este ilustre venezolano es su cualidad de intelectual de méritos como bien
lo señalan escritores críticos de la talla de Menéndez y Pelayo, o de su amigo
entrañable Espronceda, o Pedro Antonio de Alarcón, de Juan Valera y de tantos
que sin egoísmo han sabido valorar la calidad estilística y original de Ros de
Olano, anotando el hecho excepcional de que siendo un hombre del alto mundo
militar, con antecedentes familiares de igual rango, se sobrepone a ello y
hermanando la pluma con la espada consagra buena parte de su existencia al
cultivo apasionado del pensamiento y de la expresión literaria, de donde
resulta buen poeta, novelista, cuentista, con ciertas características
románticas y rasgos quevedianos, estrambóticos, y sobre todo excepcional,
mientras que apoyado en una prosa picaresca y tenebrosa es creador de cualquier
mundo imaginario fantástico, fantasmal, raro y absurdo, irónico a veces, que lo estimula dentro de lo que se escribe y
crea en el siglo XIX, por lo que algunos lo acercan a Poe y yo a Dickens o a
Cela, con la laberíntica prosa del “Doctor Lañuela”, como lo señala el
venezolano Luis Beltrán Guerrero, o al mismo aeda Rimbaud. Asiduo participante de tertulias literarias
madrileñas, alguna establecida por la madrileña Puerta del Sol, no es de
extrañar que en esos cosos de escritores debía encontrase con la figura de otro
venezolano ilustre y allí residente, refiriéndome en este caso al ilustre maracaibero
Rafael María Baralt, a quien cupo la gloria de ser nombrado primer
hispanoamericano ocupante de un sillón en la Real Academia de la Lengua
matritense y de España.
El fogueado oficial casó en 1842
con la hija de un militar y viudo reincide en otro matrimonio, que ambos le
dejan hijos. En julio de 1886 enfermó de un tumor cerebral que lo aqueja y el
día 24 muere, siendo enterrado con pompa fúnebre en el cementerio de San Justo,
donde su tumba se conserva. Alto, de frente despejada, prudente, buen político
sagaz, lector insaciable, algo retraído y con bigote en cepillo, Ros de Olano
aún nos representa allá con gallardía e historia bien ganada. Ojalá que su figura requiera de otra pluma
para más exaltarla, sin mezquindades y a lo largo de sus tantos quehaceres. Y ojalá
que su natal Caracas se acuerde también de él con una estatua para yacer en el centro de otra plaza mundana.
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