Amigos invisibles. Para los que están fuera de esta tierra, por
allá viviendo en distintos lugares del planeta, voy a colocarles en el recuerdo
algunos aspectos subjetivos que pueden ilustrar de cómo se fue formando el país
con sus gentes y a través del tiempo, para aparecer esta raza característica
que hoy tenemos, donde con sus detalles íntimos en la mezcla obtenida hemos
podido apreciar la sorpresa innegable de bellas mujeres, por ejemplo, que han
llegado al estrellato máximo en su competencia de misses, o de detalles que a
lo largo del tiempo se conocen porque llaman verdaderamente la atención para
entender de cómo se fue estructurando la nación y luego la patria. Son 500 años de este deambular que ahora
coloco para que los presentes y ausentes añoren esa vida de nuestros abuelos
que con seguridad por haberse escogido dentro de lo original, les agradará.
1599. En el ocaso del siglo en Venezuela se distinguían siete castas sociales determinadas, a saber:
1) Los españoles nacidos
en Europa.
2) Los criollos o
españoles paridos en América.
3) Los mestizos,
descendientes de la liga genética de
blanco a indios.
4) Los mulatos, originados
por la mezcla de blanco y negro.
5) Los zambos, que eran el
resultado de la unión de indios con negros.
6) Los indios, o
aborígenes americanos.
7) Los negros africanos o
nacidos ya en América (bozales, o sea recién trasladados desde África, y ladinos, que hablaban y entendieran el
castellano).
Fuera de esta división
según las mezclas obtenidas se
subdividían de la siguiente manera: a) Zambos prietos, o sea producto del
cruce de negro y zamba.
b) Cuarterones o moriscos,
que son mezcla de blanco y mulata.
c) Quinterones, fusión de
blanco y cuarterona.
d) Coyotes, por unión de
mestizo e india.
e) Tente en el aire,
producto mixto de zambo y tercerón o cuarentón.
f) Salto atrás,
correspondiente a la mezcla donde el color es más oscuro que la madre.
Por ende, a todas las
personas que no eran de raza “pura” se les llamaba sin distinción “pardos”, en
aquella Caracas que hacia el 1600 se componía apenas de 30 manzanas.
En el aspecto religioso para dicha época los domingos y días de fiesta se
pudo ver en los templos de la capital un cuadro vivo de las castas reseñadas,
en que a la catedral concurrían solo los blancos y sus familias; a la iglesia de la Candelaria los isleños de
Canarias; a Altagracia los indeterminados pardos; y a la ermita de San Mauricio
(hoy iglesia de Santa Capilla), los
negros, en su mayoría esclavos.
La vida diaria de los caraqueños, algo llena de vacíos espirituales,
podemos reseñarla según lo incorpora al
lento quehacer cotidiano el cronista Arístides Rojas, quien para 1650 apunta que el discurrir de los caraqueños durante aquel medio siglo
podía resumirse en cuatro palabras cabalísticas, o sea comer, dormir, rezar y
pasear. En efecto, el llamado para entonces almuerzo se realizaba a las nueve
de la mañana. La comida siguiente era a la una de la tarde, y de seguidas se
entregaban en los brazos de Morfeo sin rechistar salvo cualquier ronquido,
hasta las tres y media de la tarde, ya para la caída del sol, horario durante
el cual las calles permanecen totalmente desiertas, incluidos los perros
somnolientos. Ya para las cuatro y transcurrido el mediodía, cuando ha bajado
la tortura radial del astro rey, vuelve la animación a las calzadas citadinas,
con vistosos paseos, visitas y exhibición de trajes por parte de los caballeros
andantes, acompañados con casacas de colores, pantalones cortos, zapatos de
hebilla, tricornios adornados, capas españolas para nobles distinguidos y
capotes para la clase media, mientras las damas pizpiretas se paseaban con
mantillas de corte andaluz, camisones de seda brocada y faldas diversas. Durante las visitas posteriores, ocultos ya
de los rayos solares, y hechas hasta horas tardías, según la ocasión, a los
presentes se ofrecían mermeladas, o dulces y refrescos caseros, acompañados
siempre de una servilleta doblada en punta. Las mañanas por lo regular siempre
anduvieronan ocupadas, en que podía verse caminando por las calles sólo algunos
hombres atareados, mientras las damas iban en busca de la iglesia, y los
esclavos y negras de servicio como siempre se dirigían hacia los ventorrillos a
fin de comprar frescas provisiones.
Ya para finales de este
tortuoso siglo XVII, en 1699, la
Gobernación de Caracas o Venezuela dispone de 14 conventos buscando el auxilio
espiritual, mientras la capital cuenta con mil vecinos españoles, sin incluir
esclavos y también las nuevas clases de pardos que a montón pululan por las
calles empedradas. Entre tanto y ante el
terror que causan las diversas plagas existentes y las difíciles enfermedades a curar, se
venera en los templos, con fiestas religiosas, los santos abogados que
intercedan ante la Divina Providencia contra al gusano destructor de las
sementeras y la comida, la plaga de los comejenes silenciosos que sin detenerse
en el empeño acaban con cualquier objeto maderable que esté a su disposición,
desde techos y columnas para abajo. El venerado protector contra la langosta,
insecto grande que en bandadas inmensas para tapar el sol y provenientes del
este africano aparecían acabando con todo vestigio de vegetación y por ende
produciendo hambruna, como el transmisor de la fatal viruela, que para entonces
se desconocía el origen viral ni mucho menos, el temible transmisor de la peste
que era otro mal bíblico y sin pensar que las ratas principalmente lo llevaban
consigo para acabar con millones de seres humanos, el protector divino para
destruir la epidemia de ratones que asolaban los campos comiendo de todo, y la
alhorra del cacao, principal producto de la provincia venezolana, suerte de
insecto pequeño y hasta de un hongo que dañaba esas propiedades agrícolas
reduciéndolas a su mínima producción.
Esto entre algunos santos protectores que a veces se olvidaban de sus
protegidos.
Pero lo que colmó el fin
de siglo fue la llegada a Caracas del
canario y nuevo gobernador caballero y oficial de marina Don Nicolás Eugenio de
Ponte y Hoyo, fino de facciones, y “la célebre disposición de su cuerpo” que al
no entender su contenido traía a las jóvenes y no tanto caraqueñas “por la
calle de la amargura” pues al pensar en aquella disposición corporal la cabeza
se les llenaba de travesuras que ahora llaman pornográficas o mejor eróticas,
aunque para desgracia de sus fantasías don Nicolás por algo desconocido, que
pudo ser sexual, pronto entró a comportarse de una manera extraña, retraída, y
de allí sigue a la melancolía y tristeza en que pasaba horas sin moverse, a
pesar de las moscas, e intentó salir en
cueros, desnudo sin importarle el qué dirían de Adán, o sea a la calle el tal
adonis, que lo retuvieron con fuerza para evitar soponcios, perdiéndose estas
jóvenes y no tanto de tal espectáculo carnal gratuito. Y hasta aquí llegó el
permanente cuento del adánico alocado, cerrándose con su chispeante historia
tragicómica el siglo XVII.
Para el año 1750 y ya entrado un estilo borbónico
de poder, más amplio y liberal, Caracas aparece con 26.000 habitantes algo
fiesteros, por causa de la riqueza que la floreciente Compañía Guipuzcoana ha
traído sobre las cabezas familiares. La sociedad mira hacia los adentros de su hogar, que se plena
de imágenes religiosas y de recargados signos barrocos, en que predominan
oratorios con santos y santas de diversa factura e idolatría, ampollas con
sangre de mártires y calaveras traídas de Tierra Santa, sin faltar el santoral
protector contra duendes maléficos y brujos dañinos en una mezcla religiosa
idolátrica salpicada de superstición indígena y africana. La casa de habitación
todavía recuerda los hogares andaluces en que priva el aspecto mahometano e
íntimo familiar, con paredes altas hacia la calle pero de mucha vigencia en su
interior, incluyendo la esclavitud aparte, junto al cepo existente para los
castigos corporales. Sociedad cerrada, conservadora, donde la mentira y la
calumnia podían ser llevadas a juicio, para mantener el honor y la honra
familiar. La masa de analfabetos era
inmensa, porque la cultura colonial estaba diseñada para ciertas élites
principalmente masculinas. Al par de los insectos circulantes, ergo las
traviesas moscas, pululaban mendigos pedigüeños y algunos comerciantes bajos
con pulperías pequeñas, como lo llamados blancos de orilla. Con negocios
artesanales manejados por pardos, y los músicos, que eran gente de color, donde
para ingresar al sacerdocio, por ejemplo, se liberaba de esta condición
excepcional mediante una licencia al efecto materializada con el pago
respectivo. Quince iglesias y cuarenta
cofradías guardaban el sentido éticoreligioso de los habitantes y los actos de
difuntos, con un lapso abierto de ocho días, de preferencia nocturnos, eran
discriminados entre la población pudiente y los necesitados de la mano de Dios,
en ese sentido. Por esta misma vía de la
viveza la venta de las bulas eclesiales eran una verdadera plaga para atrapar
incautos o creyentes, donde predominaban las de la Santa Cruzada, de vivos, de
muertos, de lacticinios, para absolver pecados, la licencia para comer carne en
días de ayuno y la famosa bula a objeto liberador del Purgatorio y hasta del Infierno.
Cincuenta años después de
lo aquí reseñado la población venezolana va cambiando para esconder antecedentes
raciales como en el caso de los “salto atrás” que olvidan el origen africano
escondiendo el color que puede delatarlos o esgrimiendo títulos adquiridos con
pagos impuestos, como el caso inolvidable de las negras y ahora blancas
Bejarano, manteniéndose aún un 40% de esclavos. Para dicha época del inicio de
cambios sustanciales en que los pardos pujan por sobresalir, quienes manejan
los problemas nacionales son los mantuanos, clase que usa manto y espada por
derecho propio, mientras la economía y las tierras permanecen en sus manos.
Este status quo se resquebraja cuando el gobierno real se entromete en sus
riquezas, perturbando aquella paz con el apoyo que da a la Compañía
Guipuzcoana, de origen vasco y factor importante de desarrollo. Mientras tanto
prosigue un enfrentamiento solapado entre los blancos peninsulares y los
iguales criollos, por acasos de privilegio, mientras los blancos no
mantuanos pierden influencia en la
actividad social, lo que será acicate para iniciar las raíces de la Independencia. Entretanto los esclavos aún no cuentan para
nada en este sentido renovador y los pardos se mantienen de bajo perfil, con
derechos aún cohibidos.
Acercándose a una
población escasa de 600.000 habitantes, que pronto en algún tercio sería
sacrificada por la guerra y sus secuelas, los mantuanos acomodados se daban el
lujo de tomar dos baños por día, durmiendo tres veces en este corto período, e
ingiriendo cuatro comidas en el ínterin
despierto, según deja constancia el detallista sabio Humboldt. Pero por otro
lado existen los esclavos o parias existenciales, con escasa nutrición, harapos
de guardar las partes pudendas y siendo indiferentes a lo que estaba
ocurriendo. Apenas guardan un vestido burdo “de librea” para acompañar a su
amo, y quien ayuno de medicamentos apenas utiliza hierbas para supuesta
recuperación.
Ahora estamos llegando a
los inicios de 1800, donde Caracas
alberga 40.000 habitantes, ocho iglesias, cinco conventos, diez familias
mantuanas o “amos del valle” y algunas plazas carentes de necesaria sombra.
Mientras los pobres pobres (con redundancia y todo) hacen de las suyas, los
mendigos no se diga, esperando la mísera limosna sabatina, prosperan los
asesinatos, que con los criollos indolentes y los manumisos incapaces de
trabajar andan incorporados a los roba gallinas o rateros de Caracas. Para 1850
y ya pasada la terrible guerra de Independencia, todavía no existen sillas en
las iglesias y sí pequeñas alfombras, llevadas por esclavas, a la manera del
islam. El baile era apasionado, porque podía prorrogarse hasta las tres de la
madrugada, en que la noche es sorda, siendo el hombre embriagado por la bebida.
Los empleados de Hacienda son defraudadores y quienes se bañan en el río Guaire
pueden quedar desnudos por el enjambre de ladrones que allí existen. Ya para 1852 el brasileño Miguel María de
Lisboa encuentra pocos coches en Caracas, las calzadas son incómodas, el
exterior de las casas reluce triste, sin edificios públicos que merezcan
atención, con la ausencia del teatro (y menos un corral de comedias), pero sí
muchos testimonios presentes del
horrible terremoto ocurrido 40 años atrás. En la Universidad hay jolgorio por
otra colación de grados, incluida una procesión
en dos filas, con vestido negro, muceta y birrete, entre bedeles de botas
rojas, mazos de plata y un maestro de ceremonias.
Esa noche como
continuación del festejo por el grado doctoral del hijo de un mantuano siguió
la pachanga con banquete pleno de manjares, hasta las 3 am., con contradanzas,
valses y polkas conocidas, una orquesta de doce músicos y 300 luces que abaten la oscuridad, por si acaso. Cien
gruesas damas y doscientos recatados caballeros acompañaron tal ceremonia de
cachondeo.
El siglo XX abre con que al general Cipriano Castro paseando en una
carroza, intentan matarlo, lo que él pronto resuelve de igual modo contra su
frustrado asesino, Anselmo López, y a poco, con el tremendo terremoto ocurrido,
el andino presa de terror se lanza desde una ventana de la Casa Amarilla, con
paraguas y camisón, para terminar luxándose un
pie, con el ay, ay, ay del dolor recurrente, aunque como se dice “macho
que se respeta no llora”. Ya para 1950
el país ha cambiado dentro y fuera de su territorio, por lo que al líder Rómulo
Betancourt tratan de asesinarlo con veneno de cobra, el fumador permanente
Rómulo Gallegos ayuda a la buena muerte de su esposa, fumadora pasiva de este
conocido novelista, que le afecta los pulmones, y el coriano Rafael Simón
Urbina, hombre de pocas pulgas, asesina al comandante Carlos Delgado Chalbaud,
por causas baladíes de un triste recuerdo. Resta por incluir en esta crónica
espectacular el episodio inverosímil del deslave guaireño ocurrido en diciembre
de 1999, cobrando algunos 50.000
muertos y desaparecidos, en una suerte de crónica roja de la muerte
anunciada, porque todos sabían lo que
iba a ocurrir, detalle con que finalizo mi extenso libro “Historia oculta de
Venezuela”, cuando remato las ideas al estilo juglar de Nostradamus, “y porque
muchos decían, un hecho apocalíptico, como la aparición del Anticristo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario