Amigos invisibles. Como con la figura de Bolívar y más en estos tiempos azarosos se puede comenzar utilizando cualquier capítulo de ella, ante la catapulta de acontecimientos reinantes que dejan al entendido en desconcierto, por ser oportuno vamos a referirnos a esta ocasión, que guarda algunos parecidos con lo que en la fecha bicentenaria del nacimiento patrio estamos viviendo entre sobresaltos y casualidades. Dejamos en ustedes, pues, el análisis y la comparación de los escenarios y de sus habitantes, para encontrar símiles conclusiones.
Sucede entonces que Simón Bolívar nació casi huérfano, porque el padre y la madre murieron bien pronto de tuberculosis, enfermedad mortal que crecía en sus pulmones y que a pesar de rogativas celestiales, según se dice ni bambarito pudo salvarlos. Como respuesta a ello el tremendo Simón, que hacía muy poco caso a los deudos (“el loco” siempre lo llamó su hermana María Antonia), anduvo del timbo al tambo en Caracas y hasta con compañías o amigotes de infancia callejera que sacaban de quicio a sus cerrados familiares, quienes poniendo el grito al cielo por lo irreductible del muchacho buscaron una salida con este revoltoso infante, cayendo así en manos de un maestro lleno de ideas libertinas y hasta libertarias, que transmitiera en forma ruda y socarrona a dicho mozalbete, quien por cierto en nadie creía sino en su grupo de compañeritos de barrio pero sí poniendo atención a los pensares poco comprensibles del empeñoso Simón Rodríguez. Esos fueron los primeros años de este párvulo tremendo, finalizando el siglo XVIII, y para limpiarle la cabeza de tantos deslices y manías sus parientes de aquí, de Caracas, deciden enviarlo rumbo a España, a ver para qué sirve.
En España y en Francia, dando vueltas de conocimiento anduvo por muchos lugares el señorito indiano entrometido, y hasta se enamoró locamente de una joven madrileña insípida al extremo que se encapricha con ella y no hubo mundo ni remedio de dejarla, con rabietas incluso, hasta cuando le hizo su mujer y la trajo a Venezuela. Pero como no quería terminar siendo Alcalde de San Mateo, en lo crecidito que estaba, la esposa María Teresa envuelta en plaga de mosquitos maláricos de aquel lugar pestoso pronto enfermó para morir en Caracas, en medio de lloriqueos, arrepentimientos, invocaciones a Dios, a
De vuelta a la patria, con la invasión francesa a España y otros desmanes que lo insuflan de pasión, como los ejemplos palpables de ciertos alborotados pertenecientes a la revoltosa Sociedad Patriótica y algunos anárquicos de la talla de Coto Paúl, el cerebro del caraqueño despìerta en ansiedad que ofusca con remanentes de frustración y odio a los curas (que hasta lo excomulgan en Bogotá), de donde empieza a maquinar de día y de noche, queriendo vencer a la propia naturaleza, como en el caso del terremoto de Caracas, mientras vive pensando ahora en la gloria sublime para sí y en la conquista del mundo, a como dé lugar. Allí concibe pasos hacia el porvenir, con la mente encendida, entre acuerdos y desacuerdos de sí mismo y con ideas de patria y de guerra mortal sin parar que los llevará por siempre en el alma inquieta y extrovertida. Empieza a sufrir reveses que transforma en triunfos, porque era experto en ello, como el caso de la pérdida de Puerto Cabello, los desastres de 
Pero la época no estaba a su favor, porque al tiempo le surgen enemigos por doquier (Mariño, el tío político Ribas, el fúrico Bermúdez, el tenebroso Arismendi, Montilla, Madariaga y muchos más) que no creen en sus rabietas ni mandonería, como todo el clan oriental y el caso específico del pariente Piar, a quien ordena fusilarlo al no conmutar esa pena, de donde conociéndole el talante a través de serias reflexiones sus adversarios quieren dejarlo atrás. Aunque Don Simón, como el tío vivo nunca se doblega y en medio de algunos triunfos y muchos fracasos que tapa mediante la violencia, logra sobreponerse con escritos laudatorios y un proyecto político autoritario que no cree en nadie y que lo mantiene hasta el fin de sus días, lo que desarrolla en Angostura, con presidencias vitalicias, senados hereditarios y otras menudencias monárquicas que iban en contra de una guerra sostenida bajo principios republicanos. Desde entonces es cuando al caraqueño Simón impregnado de mayor furor se le destapa eso que los siquiatras ahora llaman paranoia, con rasgos de esquizofrenia y narcisismo histriónico, y otros cognomentos más, porque se le mete en la cabeza que va a ir conquistando hasta
A Bogotá llega con su amante doña Manuela y aquello es reprochable en tal sociedad conservadora, como que también ya existen dos grupos diferenciados de poder, o sea el bolivariano y cuantos le siguen, algunos arribistas del entorno sobre todo venezolanos, y el clan que ha formado el zorruno Santander, quien igualmente aspira el poder en toda su magnitud. El enfrentamiento de las personas y de los clanes se hace con mayor ahínco de las tramas, manteniendo cada uno sus puntos frontales, cuando aparecen a cada nada disidencias conspirativas que no pueden ser reprimidas a tiempo y más cuando la clase intelectual habitante de Bogotá detesta la idea sibilina del caraqueño (en la llamada conspiración septembrina participaron 38 personas de valía, muchos de ellos fusilados), que siempre entre unos y otros vaivenes bajo el disimulo y en espera de la oportunidad busca para sí coronarse como monarca, lo que desde luego y ante la debilidad que se siente en Bolívar, termina en una serie de tendencias abortadas contra su vida, que entonces sumaban más de quince, y con la última estuvo a punto de morir, de cuyas resultas hubo muchos, como dije, ajusticiados.
La tos no lo deja tranquilo, el dolor interno es permanente, los médicos (a quienes despreciaba por charlatanes), el americano y el francés opinan de la manera más negativa mientras el héroe quijotesco se desgasta sin que nada ni nadie pueda detener el camino a la muerte. Y era tan terco pero tan terco en sus equivocados finales, que hasta comenzó a redactar una despedida local a los colombianos, de sus hijos amados para que no lo olvidaran, mientras el confesor obispo Estévez de Santa Marta lo sostiene entre oraciones e incienso protocolares. El doctor Reverend ha perdido ya la pelea y no le queda sino decir el acabóse a quienes afuera esperan el final de la gesta, en el corredor jugando a las cartas o los dados, o entre palabras sonantes deshaciendo entuertos inimaginables de su largo trasegar. En la paradoja del tiempo ha muerto en casa de un español, los dueños aborrecidos del imperio. ¡Ha muerto el Rey¡. ¡Viva el Rey¡, según reza la expresión del viejo poderío mundial inglés, al que tanto admirara. Todo se ha consumado, opinaron los teólogos bíblicos, mientras la lucha hercúlea contra la naturaleza, como siempre lo quiso, le permitiese una doble vida de contrastes, y para colmo, dejó algo prendido de señuelo a objeto de que en la ilusión postiza tiempo después alguien arrepentido del montón lo siguiera. Après moi, le déluge, ironizó con certeza el galo Luis XIV.
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