Coronel Leonardo Infante. |
Amigos invisibles. La muerte física es un acontecimiento
doloroso y si viene a ser desastrosa cambia el panorama de una vida fecunda y más
cuando se refiere a ciertos hechos que llegan a ser noticia de valor. Por ello entra en la historia diaria de la trunca
existencia como algo sorprendente, inesperado,
que alberga realidades y resultantes en este caso sujetos a razón. Me refiero con ello al triste calvario lleno
de crueldades e injusticias que sufriera durante varios e interminables meses
un oficial venezolano, curtido coronel, en tierras de Nueva Granada, que de por
sí agriaran las relaciones tibias mantenidas entre Caracas y Bogotá por causas
personales sobre la interpretación de los hechos acaecidos y porque tras de
ellos corría una suerte de puja contra reloj por tener primacía entre los
neogranadinos y los venezolanos que con sus apreciaciones y ángulos de visión dispares
mantenían en suspenso y desencuentro la vida bogotana con el despertar de los
días, cuando Simón Bolívar, el malquerido por ciertos grupos lleno de ideas que
marchan al contrario se hallaba lejos, por el Sur peruano y porque ya se
determinaban dos partidos antagónicos para el manejo de Colombia, o sea de tres
países unidos en que el Vicepresidente general Santander (nacido en San
Faustino, entonces territorio de Venezuela, y presentado en la cercana villa El Rosario de Cúcuta) ejerciera el mando
a su disposición mientras el caraqueño triunfal cantaba al Chimborazo y a Junín
esperando acabar por siempre con el terco Virrey La Serna.
Plaza de Bolívar en Bogotá. |
De toda esta gama de inconformidades o desafueros que
bullían en la mente serena mas calenturienta de la capital de Colombia, en que
muchos de los males se atribuían a los venezolanos allí residentes, que en
parte eran hoscos y de hablar malquerido porque buena porción de ellos
provenían del combate guerrero anticolonial, del origen humilde (nacido en
Chaguaramal de Monagas el 28 de junio de 1798 e hijo de la pareja Juan de la
Cruz Infante con Sebastiana Álvarez, negros libres ya manumisos) y algunos hasta pendencieros o de baja
instrucción pero valientes y curtidos en la lucha fratricida, aparece en la
altiplanicie de Bogotá un moreno oriental proveniente de las extensas llanuras
maturinesas al oriente del nuevo país, curtido en las refriegas, sin vicios
degradantes ni excesos especulativos, hecho a esfuerzos propios, arreador de
ganados frente al majestuoso río Orinoco que a los quince años se enroló en la
guerra a las órdenes de Santiago Mariño, como de Pedro Zaraza, para seguir con
Páez y a punta de encuentros o acciones militares contra los españoles monárquicos,
quien se hallaba establecido en la capital de Colombia aunque inválido de una
pierna (hecho ocasionado combatiendo en el río Quilcacé, al sur de Popayán, por
lo que para caminar se apoyara en un rústico bastón) y el que por estas
condiciones trágicas quizás en esa capital friolenta hacía una vida errabunda
para calmar sus lágrimas internas y acaso luego de visitar a su novia andaba
por mesones, tabernas y casas de juego dada su situación lisiada que le impidiera
seguir los pasos tras el caballo de Bolívar. Para entonces tenía 25 años cuando el sábado 24
de julio de 1824, natalicio por cierto del Libertador, en el centro de la recatada
Bogotá y bajo el puente del río San Francisco, en San Victorino, flotando sin
vida apareció el cadáver del teniente venezolano Francisco Perdomo, muerte
ocurrida por un lanzazo. Una vez abiertas las averiguaciones de rigor, de inmediato
y sin medir consecuencias recayeron sospechas de este asesinato en la persona del
coronel Leonardo Infante, acaso por su manera de ser dicharachera o hablador y
con quien había tenido grescas verbales en cualquier sitio no santo de Bogotá,
cuando se dijo que existían rivalidades entre ellos a causa de Cupido, es decir
por la juvenil Marcela Espejo, joven de 15 años que coqueteaba con ambos y acaso
otros preparándose en ello hacia el seguro porvenir.
Y como las lenguas son sueltas en estos menesteres de la
comidilla callejera, dado la inquina que se tenía hacia Infante, hombre de mal carácter,
voluntarioso y altanero que había tenido unas palabras discordantes con el
general Santander en tiempo de la batalla de Boyacá, fue fácil para el supuesto
tribunal nombrado a la ligera y sin
fundamentos legales valederos como suficientes, basándose en dos mujeres
alegres “de vida licenciosa”, declarantes de esos falsos supuestos y quizás con
presiones ejecutivas desde arriba, para dictar auto de detención contra el
nombrado Infante, quien desde un principio y ante las suspicacias producidas dijera
que como guerrero en momentos de lucha había cometido actos propios de esos
combates y hasta excesivos, pero que nada tenía que ver con le muerte salvaje
de su paisano Francisco Perdomo. Es necesario resaltar que el primer tribunal
nombrado para conocer del caso se componía de dos neogranadinos afectos a
Santander y que desde luego como expuse y sin mayores pruebas a fondo condenó
en este caso al inocente Infante a la pena de muerte, en medio del calvario
sicológico que por ocho largos meses sufriera el negro Infante, como sus amigos
lo reconocían y quien no podía continuar viviendo porque “estaba decretado de
antemano que habría de morir” ya que el general Santander le odiaba debido a que entre chanzas y “en alegría de
encierros malpuso su condición militar”.
Este juicio, por demás escandaloso y político con ánimo
de estigmatizar amedrentando a los
venezolanos residentes, fue decidido mediante pruebas acomodaticias, ausencias
y lagunas, sosteniendo por tanto lo dudoso, que en nada beneficiaran al encausado
de acuerdo al principio “in dubio pro reo”, sin que se pudiera probar la
culpabilidad de este llanero de temple, al extremo que debió seguir el mismo a
una superior instancia como un segundo proceso, en que participaron designados
dos jueces colombianos y el venezolano doctor Miguel Peña, éste miembro del Tribunal ad hoc y a la vez ministro
de la Alta Corte de Justicia, quien ante tamaña atrocidad planteada en tal
sentencia esgrimiendo serios fundamentos jurídicos y causales de inocencia defensores
del reo se negó a firmarla (con tres votos a favor de la vida y tres a la
muerte de Infante) mientras solicitaba
que el veredicto de fusilamiento no fuese ejecutado por apoyarse en elementos
críticos y mañosos, y por ello y su sinceridad cayeron sobre él todas las iras posibles en ese
valenciano ilustre que por dicha causa debió partir de Bogotá a su ciudad
natal, donde de inmediato se pone de acuerdo con el general José Antonio Páez,
para con el caudillo llanero dar comienzo en respuesta cónsona a los desquicios
desencadenados e iniciar la revuelta soterrada
que culminaría en la separación de Venezuela de Colombia, ahora partida en
tres, hecho ocurrido meses antes de la muerte del Libertador, suscitando así un
torbellino de problemas.
En los ocho meses de estar preso a que fue sometido
Infante, período largo en cuya mente debieron parecer milenios por la presión
sicológica y carcelaria donde se hallaba confinado y a sabiendas de su entera
inocencia, de un hombre ahora enfrentado a humillaciones, feroz ante el
enemigo, que había combatido en innúmeras batallas sin tener miedo a la muerte,
adversario de lo malo según su parecer, aunque de pocos amigos, quien ahora se
hallaba no solo lisiado de por vida y entre rejas precarias sino rodeándole en
un círculo los enemigos de su gloria. Esos ocho alargados meses del delirio
inocente dieron pie para distanciar aún más los ideales compartidos hasta poco
antes por la postura recalcitrante de aquel personaje siniestro, sibilino, que
tenía fama de leguleyo pero no de prestigioso militar –lo que le achacara
Infante-, bien despierto y solapadamente adversario de Bolívar, quien por la
impotencia momentánea habría de
conspirar, como el que más, en la imborrable y oscura asonada de septiembre de
1828.
Ahora, con la misión cumplida de sus enemigos Infante paso
a paso va caminando al lado de la retaguardia que le custodia camino del
patíbulo. Atraviesa las frías calles de Bogotá y así llega a la Plaza Mayor,
frente a la Catedral para cumplir la injusticia de la sentencia en ese 26 de
marzo de 1825, cuando se perpetrará el nefasto crimen contra la realidad. Muy
cerca, en Palacio, el Vicepresidente Santander anda recordando el suplicio que
ordenara contra el recio militar José María Barreiro y los inmolados junto a él,
de lo cual Bolívar se indignara, para presentarse en este escenario de circo,
bañado de una sangre inocente, mientras el fortalecido Infante entre monjas y
curadores de almas, plañideras y mujeres de ventorrillos con miradas precisas auscultan
el espacio del cadáver viviente con el recuerdo que en dicho sitio trágico
elevara un patíbulo el “pacificador” Pablo Morillo para derramar sangre de conspicuos patriotas,
entre los cuales se contaba el trujillano de Venezuela Andrés Linares, quien
sería fusilado por la espalda, y luego en noviembre de 1842 allí se hizo igual
espectáculo contra el también trujillano Apolinar Morillo. Para mejor recuerdo
son las once de la mañana del fatídico día y el sol anda escondido entre las nubes grises
mientras suenan con rugido mortal las campanas de la Iglesia metropolitana y
haciendo honor a su nombre de guerra el
moreno sereno se detiene ante el pelotón de la infamia. Entonces
fija la mirada zahorí en la presencia de aquellos soldados tristes que acabarán
con su vida mas no con su leyenda, vestido para el caso de militar coronel que
entonces luce las insignias de su grado y con las cruces ganadas en combate de libertador
de Venezuela y de Boyacá, amén de otras distinciones que le corresponden. Cinco
años atrás había entrado a esa plaza Mayor
entre un caracoleo de caballos luego de perseguir hasta el río Magdalena
al atribulado y en derrota virrey Juan
Sámano. Como última gracia concedida al moreno en voz clara y potente ante el
pueblo que lo rodeaba y sus amigos compañeros de armas presentes, como lo había
señalado varias veces en la caricatura de juicio al que se le sometiera, apuntó
en esta ocasión histórica: “Señores: He cometido muchos crímenes durante la
guerra, y esos son los que voy a pagar en este patíbulo. Pero en cuanto a la
muerte de Perdomo, una vez más declaro ante Ustedes que no lo he hecho, ni he
tenido parte en ella, y que muero inocente”.
Doctor Miguel Peña. |
General Francisco de Paula Santander |
Como consecuencia de las probanzas anotadas y ya en
conocimiento de la muerte de su amigo Infante el general Bolívar escribe a
Santander desde Cusco, donde en forma indirecta le comenta que “habrán quedado
satisfechos los deseos de esa gente” y que el zorruno político debió comprender
por aquello de que “a buen entendedor
pocas palabras”, mientras que a su dilecto Fernando Peñalver el caraqueño escribe
para desmentir tanta calumnia proterva y a favor de la posición venezolana
sobre el caso: “Dígale Usted a (Miguel) Peña que nadie le amaba ni estimaba
–refiriéndose a Infante- más que yo”. De esta manera y sumando calamidades
Colombia se partió en tres porciones, por la inocencia de Infante y las manos
criminales que ejecutaron el nefasto crimen, recordando así los momentos
estelares vividos por este héroe y centauro llanerol en Rincón de los Toros,
Paya, Guayana, Queseras del Medio, Caujaral, Gámeza y Pantano de Vargas. Por
eso estoy en creer, según razona Carlos Gustavo Méndez, que “en las
entrepiernas de Marcela Espejo se malograron las relaciones entre Venezuela y
Colombia”, o sea el principio de fin.
Si desea conocer algo más sobre este episodio histórico puede
leer en mi libro “Veinte crímenes inolvidables”. Editorial Panapo. Caracas,
1988.
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