Amigos invisibles. La nostalgia o el recuerdo de las cosas
amables a nuestros sentimientos, por ejemplo, como cierta añoranza referida a
la primera juventud, a los amigos de aquel tiempo, al lugar destinado para
nacer y a la misma familia, son épocas que marcan a muchos individuos y más si
en ese período infantil se disfrutó de la alegría, la vida sana y de una
sensación de plenitud donde todo lo bello era posible. Por ello no vengo ahora
a escribir sobre lo espeluznante o temerario, al estilo de Poe, que en cierto
sentido meditado atrae a más público lector, sino a algo que las mayoría de las
personas adultas han vivido y que por tal circunstancia este momento les hace
recordar a través de cualquier cauce los ratos agradables de la niñez acaso
prolongada, sea los que fueren y con las dificultades que se haya disfrutado,
porque todo no es color de rosa pero sí trae a la mente aquello que se llama
“saudade”, con que los románticos portugueses recuerdan acompañados de cariño
esos momentos inolvidables que no se pueden borrar de nuestra vida con
facilidad o desprendimiento.
Todo este exordio viene a colación porque ya a mis 81 años
mejor vividos pero no en exceso disfrutados y cuando muchos de los míos se han
ido hacia otros lugares de la galaxia mientras evoco que siguen viviendo a
través del calor y de la comprensión, para dejar los pasos impresos en un sitio
querido de mi Trujillo natal, el que está en Venezuela, quiero hoy reconstruir
la residencia u hogar de mi bisabuelo y su esposa en aquella ciudad rodeada de
montañas y de espíritu cordial. Para el diseño de este retrato del siglo XIX y
parte del XX en que tuvo gran espacio esa mansión, con algo de modestia
sobrepuesta a la verdad debo decir que allí vivieron mis antepasados que indico
en un idílico sitio de amor permanente con los éxitos y sinsabores que se
pudieran tener en un país azotado por las enfermedades, la riqueza en cierta
forma interpretada y el vandalaje sostenido por la proliferación de caudillos
regionales que interrumpían la tranquilidad ciudadana de manera permanente. A
objeto de imprimir un mejor sentido a esta parte de la narración en que los
sintagmas poéticos pueden aflorar a ratos, agregaré que mi bisabuelo paterno
era Ángel Domingo Braschi Fossi (familiar del papa Pio VI), nacido en el elbano
puerto de Marciana Marina (Toscana, Italia), quien con sus padres Bartolomé y
Ángela había llegado a este país tropical en compañía de seis hijos menores no
por la recién abierta inmigración europea ordenada por el presidente general
José Antonio Páez para repoblar a Venezuela después de la sangrienta guerra de
Independencia, sino debido a la contienda civil mantenida en Italia por el
joven prócer Guiseppe Garibaldi, lo que ante la lucha permanente obliga a
muchas familias principalmente norteñas, a emigrar. De esta forma los
bisabuelos arribaron a los Andes de Venezuela, a Santa Ana de Trujillo en
especial, luego de 1840, donde ya radicaban algunos italianos en calidad de
residentes. Estos Braschi eran gente adinerada con muchos barcos pesqueros en
Italia, y por tanto al llegar a Trujillo con recursos propios adquieren buenos
terrenos en esa región montañosa y de frío con neblinas, donde producirán
frutos como el café, el trigo, ovinos y bovinos, creciendo al tiempo allí su
descendencia con la belleza del paisaje, y donde después, en 1870, su vástago Ángel Domingo casara con
Josefa Cazorla Oraá, hija del prócer de la Independencia capitán graduado León
Cazorla Goicoechea, pareja que luego se radica con gusto en la ciudad de
Trujillo.
Y aquí comienza la relación sentimental de mi parte a través
de esta casona que adorna el título del trabajo, representativa de una época
histórica de la región, porque Ángel Domingo con el dinero que ha producido en
el campo por la séptima década del siglo XIX adquiere de su padre Bartolomé y
ya que éste junto con su madre y/o esposa Ángela resuelven regresar a Marciana
Marina cuando se consolida la unión italiana y se aleja la guerra por obra del
mismo Garibaldi. El abuelo Ángel Domingo con la vitalidad juvenil que desprende
decide ampliar el inmueble adquirido a su padre y como era buen comerciante
para entonces, resuelve instalar en el frente de su casa una tienda de
múltiples géneros y especies con cuatro puertas a la calle, que yo conocí en mi
infancia aún surtida de productos para vender, que se quedaron allí en los
estantes defendidos por el tiempo y resguardados por las polillas, ya que este
bisabuelo con algún equivocado negocio que debió realizar y por la penuria
económica desatada luego de tantos años guerreros, en que nadie cancelaba
deudas porque no podía, estoicamente decide paralizar su actividad mercantil
cerrando las puertas del establecimiento para siempre, no cobrar las deudas
desde luego, y como tabla de salvación de su alma alborotada se dedicó a
permanecer diariamente y por ratos largos de su espíritu, en la Iglesia Matriz
de Trujillo, donde oraba y se compadecía de tantos sinsabores aplicando la
paciencia de Job, y quizás viendo el progreso mercantil de su hermano Antonio,
con hermosa casa de dos plantas establecida en la diagonal de esa Iglesia,
quien pronto vino a ser el hombre más importante de Trujillo por su riqueza,
para después irse a vivir en Valencia y finalmente establecerse con los suyos
en la virreinal ciudad de México.
Los años más bellos de mi vida infantil sin lugar a dudas los
pasé en aquella casa colmada de cariño, como en un cuento de hadas donde convivían
mis tías (en verdad retías) María, gruesa, de un gran señorío, muy blanca, bien
educada en el primer colegio de niñas establecido en la ciudad, de muy buenas
relaciones sociales, que tenía a su servicio una muchacha criada desde pequeña
e hija biológica según se decía de una pareja española de circo que pasara por
la ciudad en sus comedias de siempre, y que pronto allí murieron por alguna
epidemia cíclica, como la acaecida poco antes de fiebre amarilla, Inés de
nombre y huérfana que fue recogida por las monjas dominicas del hospital
citadino, quienes se la entregaron en forma definitiva a doña María, para que
ésta con sus consejos conservadores la formara.
Doña María estuvo
casada con Andrés Iragorry, sin descendencia matrimonial, éste de buen apellido
de aquel sitio pero de muy escasa renta, y fuera de ella había dos “niñas”
hermanas y de las de antes, como se dijera entre el vulgo infantiloide, que
eran las tías Josefina y Hortensia. La primera, blanca también, graciosa, de
ojos verdes, rubia y algo con parkinson o de temblor senil, según la recuerdo,
tenía especial deferencia hacia mi persona, pues como encargada de dirigir el
servicio de cocina guardábame manjares (ponches, panes, dulces, etc.) para
cuando llegase a visitarlas cada día. La otra tía, Hortensia, menuda y delgada
de poco comer, morena clara acaso por la herencia Cazorla, fina, pequeña y
santificada debido a sus creencias religiosas que la mantenían en un éxtasis
sumida en circunloquios a lo Teresa de Jesús y sus confesiones, cuando no llenando
a pluma manillas de papel florete y en lo cual expusiera extraños comentarios a
sus pensamientos cristianos, que guardaba en rollos dentro de un baúl con llave que acaso se perdió al cabo de
su muerte, de donde diariamente anduvo hincada en un reclinatorio rezando a
medias, porque la amnesia senil se lo impedía, en el medio oscuro aposento
dedicado a los santos y once mil vírgenes, contentivo fuera de una cama
estrecha tendida y de emergencia, de un enorme altar lleno de figuras
venerables y hasta de imágenes en cuadros para su permanente adoración. Dicho
cuarto de luz marchita que en diciembre se convirtiera en un inmenso pesebre
previo a la navidad y reconstruido cada vez en dos días de arduo trabajo,
sirvió al tiempo de capilla, donde con alguna regularidad se oficiaba la santa
misa, para cuya ocasión venía algún sacerdote de la Iglesia Matriz, como el
cegato padre Graterol, y donde finalmente ofrece la sagrada eucaristía a
cualesquiera de las tres niñas, incluida la viuda doña María, quien por cierto
mantuvo en vida estrechas relaciones con la Iglesia trujillana, y no solo con
el presidente general Gómez encontró reponer el piso de dicha Iglesia
revistiéndolo con losas de mármol blanco, sino que de igual manera por la misma
fuente ejecutiva se trajo hasta Trujillo desde España un Santo Sepulcro de
calidad, para pasearlo en Semana Santa, cuyo costo de entonces fue 30.000
bolívares, mientras doña María se vio recompensada con el cuido y atención
permanente del Divino Niño Jesús, presente a la entrada de la Iglesia, sino que
también para las grandes ocasiones adornaba el templo con azucenas y otras
flores hermosas traídas desde el frío Timotes, con dicho fin festivo, por lo
que esta dama trujillana y ya en sus últimos tiempos de vejez, al pasear sobre
hombros frente a esa casa de habitación, la de los Braschi, dicho sepulcro
honrado se detenía un minuto y enfilaba el
cristo cadavérico frente a su amplia puerta de entrada, en signo
reverencial y único, mientras yo vi correrle por sus mejillas rosadas lágrimas
supongo de alegría, por aquella inmensa demostración de cariño vecinal.
La casa de las niñas y de sus hermanos era muy grande con
cerca de veinte metros de portada exterior y doscientos de fondo, y para ir
reuniendo el repertorio de leyendas que ella contenía, agregaremos que a su
frente fuera del largo espacio o callejón trasero cerrado por dentro de la
tienda cataléptica o de sueño hipnótico, existía un salón con cancel y ventana
de poyos a la calle donde por turno las niñas se sentaban flemáticas para mirar
la calle sin ser vistas, y luego de ese espacio cerrado existió una puerta
gruesa a fin de penetrar en la sastrería del tío Víctor Braschi, hermano de las
niñas, cuya especialidad principal era coser desde sotanas oscuras para arriba,
a los exiguos sacerdotes regionales, por lo que no fue extraño toparse con
alguno de los empleados midiéndoles a ellos la panza creciente, como la del
padre quebradeño Paolini, o el cuello algo abultado que mantuviera el sacerdote
Monsalve de Escuque. Esta sastrería tuvo entrada por dos puertas a la calle y
entre sus trabajadores se contó de por vida a mi tocayo Ramón, hijo de Víctor,
en el salón de la calle, mientras que dentro del mismo emporio de rarezas a
veces esquizoides cada día laboral se escenificaba una suerte de tertulia
callada y de boxeo de sombras, cuando hacia las once de la mañana se
apersonaban allí el poeta Santini, director de la biblioteca pública, aeda que
no se cansara de calcular versos con sus dedos artríticos sobre el presunto
canto silabárico de la creación en vela, el trovador Pedro Pablo Maldonado, muy
inteligente según dijeran pero entrado en el mundo de los orates cultos hacía
tiempo y quien viviese en casi un mutismo absoluto, como de autista, para salir
pronto envuelto de locainas sugestivas hacia el manicomio de Maracaibo y luego
a Bárbula, donde descansó por siempre su inteligencia desquiciada. A ellos se
agregaría en visita continua un señor de apellido Santos, alto, con papera
exhibida, cotizas (sandalias) vistosas tejidas en la región y un
liquiliqui permanente de lino
blanco que lo distinguiera. Y para
colmar la escena, a lo Pérez Galdós aparecía de vez en cuando el español vejete
y testarudo Don Ceferino Fernández, empeñado en descubrir su El Dorado que
situaba en un vistoso y relumbrante peñasco frente a Trujillo, donde nunca
lució el oro que produjera su desafuero imperturbable sino trozos de lentillas
o micas de pequeñas láminas flexibles y brillosas como producto de los rayos
del sol. Pero el cuento más atinado sobre esa sastrería consistió en la
presencia permanente y en el patio trasero de tal fábrica, de un bobo casi
enano que allí buscó refugio hasta su muerte, callado y ladino, de ojos
asiáticos, al que llamaban Buenaniña por
su existir pausado, introspectivo, sin meterse con nadie, mirando al gallo
célibe de su compañía y mal viviendo al fondo de ese claustro con techo donde
se apiló siempre madera de construcción
que no se usara, mientras Buenaniña cada fin de semana iba para venir
desde el campo Capellanías y trayendo a su costo algunas cuajadas frescas para
vender en la ciudad, mas luego se reintroduce entre aquellas maderas vegetantes
como un místico ermitaño que renacía una semana después a fin de emprender el
mismo camino de su soledad interior. Mas lo atractivo y misterioso de este ser
olvidado fue que a su muerte y en el mismo lugar del escondite se encontró varias cajas de aguardiente con botellas
vacías, de las llamadas carteritas, porque el dipsómano de marras se daba grandes
curdas o borracheras somnolientas allá en su lejano hueco existencial y no
lejos de la plancha de carbón, para asombro de quienes encontraron el cadáver
sentado en una montaña vacía de alcohol etílico, acaso de los producidos en
contrabando zanjonero, y por tanto más baratos.
Regresada mi mente por detrás de los estantes seguidos en el
oscuro callejón de esa tienda cerrada para siempre, vuelvo a cierto corredor
abierto en forma de sala, con un ángulo central en noventa grados donde se
veneraba la figura del Corazón de Jesús, haciendo yo una genuflexión a su paso
(exclamaba la tía Josefina “niño, diga Sagrado Corazón de Jesús, en vos
confío”), al bajar la testuz que hiciera en signo de respeto. Esa sala, con
varios muebles mecedoras puestos abajo del cuadro de Jesús, que yacía a
continuación de la ancha entrada a la casona, tuvo varios fines utilitarios,
porque en la noche la mentada Inés con paciencia litúrgica acomoda tres
canceles adosados a la pared y en su interior coloca una cama de catre
respectiva, donde a las anchas y respirando todo el aire nocturno, con la
indiscreción de cualquier insecto molesto se daba a dormir tranquilo el tío
Víctor, hombre misterioso por cierto, de muy pocas palabras y trato, lento al
caminar, flautista y medio poeta ripioso si se quiere, que apenas sale de la sastrería
en la mañana para buscar adentro de la casa algunas brasas con qué reponer el
calor necesario a objeto de planchar la ropa sacerdotal que se elabora. Allí
mismo en dicha sala de visitas donde se reunieran damas distinguidas de la
sociedad a fin de entablar conversaciones discretas con las célebres “niñas
Braschi”, allí también comenzada la tarde aparecían el sobrino abogado y juez
eterno, mi tío Ramón para mejor señalarlo, cuya visita y charla protocolar
llegaba a extenderse por media hora al máximo, a lo que se agregara la
presencia del hermano y procurador titulado Domingo Braschi Cazorla, hombre de
consejo, pausado, que pensando tres veces antes de actuar tenía una suerte de
bufete en la parte baja y separada con puerta a la calle, de la tienda allí
dormida por tantos años de no saber qué hacer. Al final de esa sala y con dos
canceles divisorios pintados en paisajes acuáticos por el trujillano Ricardo
Salazar, aparecía un mueble con vitrina donde doña María guardara papeles y
notas personales para escribir con letra inmaculada a sus amistades
internacionales, como la esposa del doctor Leopoldo Baptista, establecida la
gringa en Nueva York, y la larga familia que se mantenía viva por las ramas
llaneras y larenses de Cazorla, las
italianas de la Isla de Elba, y Urdaneta en Caracas, pues su hermana mayor,
Ángela, era esposa de Don Ezequiel Urdaneta Maya, entroncando así en sus
epístolas amicales con figuras de la política activa y alta sociedad
venezolana. A un lado de este escritorio se entraba al cuarto principal, cuyo
piso, como el de toda la casona era de tierra apisonada con cal y más fuerte
que el cemento, donde dormían el sueño justiciero y bendito las tres hermanas
en camas correspondientes a su delgadez, salvo la de doña María, más ancha por su
grosor notado, que por cierto la suya era alumbrada mediante un ventanuco de
vidrio abierto y si quiere cerrado en el techo, para dar mejor visión u
oscuridad al momento de dormir, o viceversa, camas separadas mediante grandes
escaparates de madera cuyo interior guardaba de todo un poco y donde aparte en
mi infancia que ahora recuerdo se arreglaban seis sillas con un colchón arriba
de los asientos para que alguna vez yo pudiera dormir entre aquellas mujeres
cariñosas que quise tanto, mientras algún murciélago juguetón me inspiraba
cierto miedo tapando mi cabeza con la sábana y a veces con la almohada.
Una vez salido de esta enorme alcoba teatral, por el lado de
una peinadora torneada a la francesa y posiblemente de importación curazoleña,
se pasaba al comedor, sencillo, con una gran mesa de madera que debió llenarse
en tiempos juveniles de los Braschi, frente a un primer patio existente a su
lado y un tinajero de piedra porosa, con “fafoy” extractor de agua purísima,
para luego pasar ante dos cuartos habitados uno por los servicios y el otro por
la tremenda Inés, que también sirviera para el cambio de ropa y otras
intimidades escondidas de las niñas Braschi.
Enfrente de este último aposento aparecía otro salón construido en
corredor con una mesa de madera grande, para alimentarse los servicios y en
cuyas narices abierto al patio había un fogón especial para cocer el alimento
de doña María, atendido especialmente por la señalada Inés y donde también en
un caldero grande se derritiera cierta cantidad de cera de abejas, con que esta
matrona de la Iglesia trujillana hacía cantidad de velas grandes para surtir
diversos templos trujillanos, como otras necesidades perentorias, tal el caso
de los cirios de comunión. Y allí mismo,
a un costado permanecía incólume aunque lleno de cierto hollín prendido en sus
paredes, la cocina típica de topias donde se preparaba esa comida regional para
en sus tiempos satisfacer a la numerosa
familia Braschi, siendo la reina de ese lugar en aquella lejana infancia mi
siempre presente tía Josefina Braschi, a quien secundaban servicios recordados,
como la arrugada por vieja Susana, mujer enigmática, llena de frases cortas y
extrañas, creyente del diablo cojuelo siendo Luzbel, lo que sacara de quicio a
las tres niñas, como de cuentos terribles y fantasmales que arrullaban nuestros
años de la primera década existencial, o la bella Margarita, su asistente, que
debió casarse por lógica razón. De seguidas aparecía aparte, por ser
construcción nueva un cuarto grande y espacioso, donde los hijos de nuestro
padre (entonces importante funcionario público en Maracaibo) y madre viviéramos
un tiempo mientras se reconstruía
nuestro hogar definitivo, arriba de la llamada Casa del Pueblo, a unos 150
metros de ese lugar. En dicho sitio clave existió por muchos años toda la
parafernalia necesaria para desde la madrugada hacer amasando el inigualable y
conocido por famoso Pan de Tunja, bañado con agua de azahar y suficientes
yemas, traído de alguna escasa receta neogranadina, que en conjunto elaboraba dicha
familia Braschi como medio principal de subsistencia, aunque dicho grupo de
personas no sufrieron mayores estrecheces, como era corriente en ese tiempo,
porque doña María tuvo una pensión mensual del gobierno montante a 30
bolívares, que era mucho decir, y las otras dos niñas tan mencionadas tenían
otro ingreso mensual de cuarenta bolívares cada una, por ser nietas efectivas
del prócer de la Independencia capitán León Cazorla, agregándose a ello un
mercado semanal que hacía a su favor el recordado tío y Juez Ramón Urdaneta
Braschi.
De seguidas y ya hacia el extenso solar, que se barría
mensualmente, lleno de árboles frutales, mas el lavadero y el baño construido
en mis tiempos de niño cuando se instalaron las cloacas en Trujillo, pasamos
por otro corredor que le produjo una rabieta y salpullido inconmensurable a la
tía María, porque allí montó una carpintería provisional y de remiendo un viejo
maestro carpintero, Hipólito, tan mañoso que enamoró a la dicha Inés el tal Don
Juan, con sus setenta y tantos años de rebusca, y la mujer cercana a los
cincuenta, lo que al decidir casarse para ingresar a la pobreza, produjo una
desazón en quien la criara y que guardó la cicatriz cardiaca para toda la vida
restante. Allí a un lado del pasillo existían dos cuartos grandes donde en la
afanosa juventud de los varones Braschi se produjo aguardiente casero para su
venta, entre hornos, espirales, retortas, serpentinas, cuencos fermentadores,
pipas, etc., pudiendo yo andar en ese mundo
de telarañas e inacabado entre los recuerdos y enseres aún no extintos
de aquella empresa olorosa a alcohol reinante, fábrica de la que poco se
hablaba aunque siempre se mantuvo en el vasto recuerdo de su tiempo.
Llego al término de esta travesura existencial, acaso con
algo pasajero de Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez, de historia vivida,
cuando se partió la casona en tres herencias, llena ella de las saudades que
vuelvo a invocar para ustedes y también para mí, con aquello que “recordar es
vivir”, y como ejemplo de una Venezuela ya ida pero que se sostiene en el
corazón, porque todos cuantos he mencionado son parte de la gran familia
constructora de este país que sirve de ejemplo a las nuevas generaciones. Y a
los mismos hombres o mujeres ocupadas de la Historia que moldean en detalles y
con cariño cierto, esos episodios a recoger de nuestra común madre patria.
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