Amigos invisibles. Uno de los períodos más trágicos que ha recorrido
Venezuela a lo largo de su historia convulsionada es el denominado por algunos la Guerra Federal, que en verdad comenzó
por apetitos desordenados de poder en aquel país decimonónico consumido por un
absoluto analfabetismo al que se agregara toda suerte de enfermedades y pestes
que impedían el crecimiento poblacional, como producto desordenado de los defectos
y ambiciones que se arrastraban desde el período de la Independencia, y
porque los jerifaltes de la política que no tenían idea de lo que este panorama
representa, se ensañaron en acabar con el país desde diversos frentes y para
beneficio propio, de donde todo terminó en una espantosa carnicería humana que
desatara el odio y la venganza en aquel tiempo primitivo, y que al final de esa
guerra sin cuartel nada se ganó y todo se perdió, porque queda exangüe el país como
antes, o peor, con el apetito desaforado de la rapiña, la muerte y el exterminio.
Ahora vamos por partes
para tratar de entender aquel episodio destructor que se fue cocinando por algo
más de tres décadas donde reinó el desafuero e incontinencia de los hechos a
raíz de terminar la cruenta guerra civil que viviéramos con el episodio de
Carabobo, lo que pronto se traslada a Bogotá por ser la capital del país, mientras
que en Venezuela persisten las heridas sin sanar de tal conflagración porque la
sangre que corrió fue mucha y además a ello se agrega el detalle social de un
arrastre continuo como resultado posterior a la contienda, lo que desde el
inicio se comienza a vivir en medio de serias dificultades, por mantenerse las
opiniones divididas con respecto a lo que está pasando y además ante la aparición
de merodeadores de los desperdicios restantes por andar sueltos tierra adentro,
como de la presencia de otros más avispados, tal el caso del general José
Antonio Páez, quien salido de la nada como sabemos a fuerza de empuje y de
superación llega a colocarse para el momento de la muerte de Bolívar como el
personaje más importante de Venezuela, a quien pronto lo rodean personajes
misteriosos ávidos de cuotas de poder que dañan en cierta forma la imagen del
centauro llanero, amigo de comprar deudas militares a bajos precios como en un
gran mercado de remate y que a lo largo de su azarosa vida política se rodeará
de personas que hoy llaman de derecha, porque de manera tímida pero empeñosa al
aparecer gacetillas y papeles de imprenta en el mercado nacional se forma
también un pequeño grupo adversario de carácter liberal opuesto al conservador
paecista, con Antonio Leocadio Guzmán a la cabeza, que en medio de pujas y
traspiés van comiéndose esos lustros seguidos y que dan paso al próximo
nepotismo de la familia militar de los hermanos José Tadeo y José Gregorio
Monagas, con una claque de diez favoritos pudientes, lo que da origen a que se
atice el odio y los mal entendidos, que ya para mitad de siglo van corroyendo
la identidad y la paz social poniéndolos al extremo de las dificultades, por lo
que ya se encuentran nubarrones sobre la faz del país, que es cuando en medio
de las consuetudinarias peleas caudillescas, que no caudillistas, aparece otra
figura de las que llenan el panorama nacional, llamado Juan Crisóstomo Falcón,
quien con su familiar Ezequiel Zamora tienen otras ideas para llevar a la
práctica, o sea con el fin de tomar el poder, en lo que el relumbrón paecista
no está de acuerdo, y como consecuencia pronto, en medio de tanto desacuerdo,
mientras unos burros distraen a los vigilantes del cuartel militar establecido
en Coro, un grupo de desafectos encabezados por Tirso Salaverría toman ese
lugar de escopetas y otras armas de fuego para iniciar una guerra llamada Federal
porque aún se disputaba tal palabra mimética desde los tiempos de la Independencia y entre
las tesis de la federación o el centralismo, todo como digo mientras en el sube
y baja de la historia el poder de los Monagas desaparece, sucede el episodio
triste como valiente del doctor José María Vargas, asciende al poder de
carambola un loco en la presidencia del país, que es Julián Castro, y el
general Páez va inserto en una decadencia que lo lleva al ostracismo y a la
muerte política.
En este momento entre
tumbos comienzan a emerger personas de esas que se cuelan en la pequeña historia
que por azares del destino se hace grande y que dadas sus ejecutorias, en este
caso por demás malsanas, no deben ser dejadas de soslayo porque con el
salvajismo que utilizan dan ocasión a un colorido más teñido de púrpura en este
grave encuentro nacional, lo que permitiera el destape guerrero por cinco años
de una pesadilla mortal y permanente, que en resumidas cuentas consumió a
350.000 venezolanos en un país despoblado, mientras surgen en la contienda
algunas figuras del bajo pueblo y se aniquila
a los restos aún dispersos de la aristocracia mantuana colonial. Me
refiero, pues, en este caso al bandolero José de Jesús González, alias “El
Agachado”, quien luego de herido y muerto a sablazos en el guariqueño Tiznados,
para desvergüenza nacional sus huesos por obra y gracia de la politiquería de
entonces reposan en Caracas nada menos en esa caja de pandora que se llama
Panteón Nacional. Carabobeño, temible bandolero y guerrillero campesino, dio
mucho quehacer en aquel tiempo tempestuoso, que le da fama porque a la tropa
variopinta que dirigía con la astucia del perseguido aconsejaba a sus seguidores
que marcharan “agachados, agachaditos”, para mejor defenderse, de donde a este
criminal enfermo se le conoció en los medios que visitaba con este singular
apelativo.
Ya
enfrentados los grupos guerreros y guerrilleros en el combate que no tiene fin,
ni menos un correcto origen, ni menos un correcto final, en este vaivén de la
campaña emprendida algunos se perfeccionan en artes marciales características,
como el caso del pirómano Ezequiel Zamora, que de pulpero corriente pasa a conducir
un grupo irregular de cierta significación para azotar más el llano, donde
ahonda este empeño característico, y el que dentro de otra guerra interna de
castas y peonadas predica una insensata igualdad, como la comunista, mientras en
forma sangrienta dicho general de kepis y sombrero prende fuego al llano
barinés y portugueseño, en un combate sin cuartel, mientras con ímpetu
arrollador aplica técnicas naturales de bandolerismo, pericia y estrategia,
hasta que en la toma de San Carlos para la bendición de muchos cae muerto de
balazo certero que le atraviesa el ojo derecho, y con cuya muerte comienza a
desfallecer la lucha sostenida para penetrar luego en manos de usufructuantes
de tal contienda, cuyo mayor exponente es el caraqueño Antonio Guzmán Blanco,
quien se beneficia del poder directa o indirectamente por casi tres décadas, o
mejor veinticinco años, haciéndose millonario con los sucios negocios que
sostiene o aúpa.
Y como el país estaba
sumido dentro de la trifulca en que la ley se ejecuta con la fuerza temerosa del
machete, pronto aparece otro bandolero ladrón, llamado Trinidad González,
conocido en los medios criminales como Mataguaro, quien trabaja asolando lo que
encuentra por el centro de la república y mientras el hambre impera por
doquier. Este facineroso por cierto tenía una presencia horrible, que asustaba
a cualquiera, desde cuando por un trabucazo bien apuntado le volaron la
quijada, “teniendo que alimentarse de líquidos, sostenerse la lengua con
un pañuelo y recibir el alimento
acostado boca arriba, por mano ajena”. Y así siguió robando, hasta cuando le
llegó la hora de morir sin compasión en un asalto ocurrido en el neblinoso Los
Teques. Como además la guerra y su entorno se llena de personajes extraídos de
novelas de horror colocaremos ahora y en este desconcierto macabro al brujo,
ignorante cuanto agorero portugueseño y salteador Tiburcio Pérez, quien al
momento de morir y dentro de la enajenación que hace rato comporta, a fin de
ser purificado pidió lo dejaran tendido y desnudo en la ardiente sabana, para
que así lo devorasen los zamuros, pues según soñara en elucubraciones dispersas
dio por cierto que esos negros voladores sin peso eran sencillamente “ángeles
de la tierra”, quizás por la limpieza de carroña que realizaban con el
apetitoso yantar. Este retraído mestizo bronceado, de la servidumbre de los mantuanos
caraqueños Ustáriz y a quien llamaron “El Adivino”, porque gustaba de
interpretar el futuro, también era herbolario a su entender, pues igual al padre
del general Crespo, Ño Leandro, recetaba yerbas ancestrales a fin de curar
trastornos físicos recios y reacios para la sanación, mientras dentro del
teatro previo que para ello montara se hacía besar un anillo de hojalata que
porta como de la buena suerte, todo en medio de cantos y oficios religiosos
imaginarios, al estilo de María Lionza, para darle más sentido divino a su loca
actuación.
Por este tiempo de
desastres aparece en la escena de lo inconcebible un feroz guerrillero liberal
llamado Martín Espinoza, quien sin entender el significado de la manoseada palabra
en el desborde de las pasiones que mantiene “mira como enemigo a quien supiera
leer o fuese de color blanco”, y quien para activar las canalladas tenía bajo
su mando a trece lugartenientes de confianza, llamados la “Guardia de Honor”,
que para completar el disfraz terrorista, llevaban los siguientes apodos de
claro índice guerrero y animal, o sea Pantera, Tigre, Tiburón, Lobo, Caribe, Caimán,
Raya, Temblador, Zorro, Alacrán, Mapurite, Perro y Bachaco, demostrando así las
características personales de cada uno de estos salvajes guerrilleros. Al susodicho Espinoza la vida lo había
tratado mal porque los contrarios le asesinaron a su mujer, al tiempo de
ultrajarla, de donde juró exterminar a todos los “colorados” gubernamentales, y
con furor, rabia y bebidas acaso psicotrópicas que a los prisioneros les hacía ingerir
para consumar los crímenes, donde al tiempo momentáneo les decía con frialdad
“engrille”, que en el dialecto localista valía tanto como expresar “baje la
cabeza”, a fin de inmediato descargarles sobre la nuca un repentino machetazo.
Para más detallar
sobre Espinoza, como ejemplo digno de esta pelea guerrera sin cuartel, diremos que
a su paso solo quedaba sangre y
desolación, sin perdonar en el entorno a hombres, mujeres y niños, permitiendo
robar cuanto quisieren a los matreros indios y mestizos como signo de astucia
primitiva, por lo que siempre sostuvo un temeroso prestigio entre su hueste
bárbara. Espinoza era un mulato aindiado, hosco y bajo, feroz e inhumano que
por aquello de las leyes de Mendel luciera unos ojos verdosos. Analfabeto y bonguero
fluvial de oficio, vestía a la llanera, con algún pantalón garrasí y sombrero
pelo’eguama, a quien siempre acompañaba nada menos que Tiburcio Pérez, alias El
Adivino, antes aludido, quien partía convite con Espinoza y se encargaba a
través de su “sapiencia” de escoger las víctimas para darles tormento antes de
inmolarlas de horrible manera, en signo de venganza, como era clavando al
condenado en una pared, o sobre cierta estaca por encima del suelo, y en el
“divertimento” previo obliga al hijo de la víctima a bailar de continuo en torno a este
desgraciado, algo así como el melancólico “piquirico” que utilizara el general José
Tomás Boves, previo de inmolar a sus preciadas víctimas. Pero la paciencia
llegó a su fin porque las atrocidades inhumanas colmaron el vaso, al extremo
que el propio general Ezequiel Zamora, uno de los radicales líderes de la
revolución, trama el ardid bien orquestado para poder apresarlo, con lo que
rodea a este peligroso bandolero, y caído ya en las redes suyas a la carrera se
le somete a un Consejo de Guerra que lo condena a muerte, siendo pasado por las
armas en el pueblo de Santa Inés, lugar al que tiempo antes el caudillo bigotudo
en forma de cepillo había quemado, reduciéndolo a cenizas y muertos por la
candela que aprisiona a todos cuantos se
le oponían en tal campaña de pavor, estimados por las cuentas en más de mil
personas. Ya para este 20 de febrero de 1859 y hasta el 20 de diciembre
siguiente, según se anota en la cuenta guerrera, se han dado 130 acciones de
choque marcial, buena parte de ellas con resultados atroces, lo que demuestra
la ferocidad de la contienda. Valga recordar en ello que el comandante Rafael
Capó en el barloventeño Río Chico “pasó a cuchillo a más de cien (100)
prisioneros, porque “es preciso acabar con todos lo negros”, según comenta la
información requerida.
Para más demostrar las
salvajadas cometidas en esa guerra sin sentido, como hemos pregonado, agregamos
que en Pariaguán a Manuel Días lo mataron de dos trabucazos y luego en la saña
corrida mutilaron el cadáver cortando el miembro genital para ponérselo de
cigarro en la boca, a objeto de que el desgraciado siga fumando tabaco en la
otra vida. Y no muy lejos el mismo genocida Capó a quien acabo de referirme,
sin inmutarse con la sangre corriente en Caucagua decapita a 51 personas, y
entre ellas a 14 pobres mujeres, que las considero por su condición de
indefensas. Mas siguiendo con la vesania de la tal guerra nos encontramos con
que en el llanero Guadarrama a la soldadesca le entregaron las mujeres del
pueblo para el gusto y regusto de la violación, incluso virginal, y en el cercano
Cojedes, como otro ejemplo más, llegó un piquete del gobierno y a la familia
Sandoval enciérrala en su casa, para luego dentro del mayor desparpajo
prenderle fuego por el techo a este hogar a punto de desaparecer, donde desde
luego mueren calcinados todos sus ocupantes, lo que me recuerda los episodios
candentes de ¡Arde, bruja, arde!, y los parecidos por hechicería en Salem de
Massachusetts. Y así la guerra destructiva no termina ya que para muchos y
entre ellos por el interés de los propios militares, seguiremos viendo episodios
como el de Gregorio Delgado, que de siete lanzazos lo asesinan rendido y
desarmado, mientras sepultaban hombres vivos y a las mujeres les inventan
suplicios “que la decencia no permite referir”. Calcule usted con un buen
pensamiento. A Juan Romero lo amarran de un poste para darle muerte cruel,
partiéndole sus huesos a palos y luego lo rematan de innúmeras puñaladas. En
San Sebastián de los Reyes amarran a los prisioneros de las ventanas y de
seguidas los lancean con sadismo. En Villa de Cura el brutal isleño Ramón
Valero arrastró vivo a Demetrio García, pendiente de la cola de su caballo,
hasta que expira, con las entrañas y sesos afuera. Y en la recordada Santa Inés
del pleno corazón llanero, a un oficial indefenso y con la pierna rota, el
comandante Simón Muñoz “echó mano del pelo del herido desarmado y rendido y
suspendiéndole la cabeza le degolló con el sable a toda comodidad”. Con el
hambre a cuestas en que hasta se come carne de perro, dura este horror por
cinco largos años como si se viviera en los tiempos de Atila y Gengis Khan, en
las estepas rusas, en la
Mongolia tártara o en renovados tiempos de nuestra bárbara
Guerra a Muerte. Ese fue el resultado de
este período negro que siguió proveyendo al país de caudillos y caudillejos
para mantener los males centenarios en que hemos vivido, porque aquel tiempo
muerto fue un gran fraude, una gran estafa, de lo que nada quedara provechoso sino
el recuerdo de tantos pillos y asesinos bandoleros, como a su manera lo describe
el académico José Luís Salcedo Bastardo. ¡Que Dios nos coja confesados!.
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